—Prestaré juramento, señor.
Clausewitz descendió del estrado, se me acercó y me entregó una tarjeta blanca.
—Lea esto con voz clara y alta —me dijo—. Puede leerlo antes en silencio, si lo desea, pero si lo hace, inmediatamente quedará sujeto a él.
Asentí para demostrarle que comprendía y él volvió al escenario. El Navegante se puso de pie. Yo leí el juramento en silencio, para familiarizarme con su contenido.
Miré en dirección al estrado, consciente de ser el centro de atención de todos, incluso de mi padre.
—Yo, Helward Mann, como adulto responsable y como ciudadano de Tierra, juro solemnemente que:
»Como aprendiz del gremio de Investigadores del Futuro cumpliré las tareas que me asignen poniendo todo mi empeño.
»Consideraré como asunto de suprema importancia la seguridad de la ciudad de Tierra.
»No discutiré los asuntos de mi gremio y demás gremios de primera clase con nadie que no sea aprendiz bajo juramento o gremialista de primera clase.
»Todo lo que experimente o vea del mundo que rodea a la ciudad de Tierra será una cuestión de seguridad del gremio.
»Al ser admitido como gremialista me informaré del contenido del documento conocido como Directivas de Destaine, quedaré obligado a obedecer sus instrucciones, y luego transmitiré el conocimiento que este documento me proporcione a las futuras generaciones de gremialistas.
»He hecho de prestar este Juramento será un asunto de seguridad del gremio.
»Todo esto lo juro sabiendo cabalmente que la violación de cualquiera de estas normas me hará posible de ejecución sumaria a manos de mis compañeros de gremio».
Levanté la vista y miré a Clausewitz. El solo hecho de leer ese texto me había llenado de una emoción que difícilmente podía contener. «Que rodea a la ciudad...» Ello significaba que abandonaría la ciudad, que recorrería como aprendiz las regiones que me habían estado prohibidas y que seguían vedadas para la mayor parte de los habitantes de la ciudad. En el internado corrían incontables rumores acerca del mundo que rodeaba la ciudad y yo me lo imaginaba en disparatadas fantasías. Era lo suficientemente sensato como para darme cuenta de que la realidad nunca podía igualar a esos rumores, pero aun así la idea me deslumbraba y me llenaba de espanto. El velo de misterio con que los gremialistas lo encubrían parecía implicar que había algo horrendo tras los muros de la ciudad. Tan horrendo que el precio que se pagaba por revelar su naturaleza era la propia muerte.
Clausewitz dijo:
—Suba al estrado, aprendiz Mann.
Me adelanté y subí los cuatro escalones que conducían al escenario. Clausewitz me saludó estrechándome la mano y quitándome la tarjeta con el juramento. Primero me presentaron al Navegante, quien me dirigió unas palabras amables, y luego a los demás jefes de gremios. Clausewitz aclaró no sólo sus nombres sino también sus títulos, algunos de los cuales me resultaban desconocidos. Yo empezaba a sentirme apabullado con tanta información, ya que estaba aprendiendo en unos instantes tanto como había aprendido en toda mi vida de internado.
Había seis gremios de primera clase. Además del gremio de Investigadores del Futuro, al que pertenecía Clausewitz, había un gremio encargado de la Tracción, otro de la Construcción de Vías y otro de la Construcción de Puentes. Se me informó que esos eran los gremios responsables de la supervivencia de la ciudad, y que contaban con el apoyo de otros dos gremios: Milicia y Tráfico. Todo esto era nuevo para mí, aunque ahora recordaba que mi padre a veces mencionaba al pasar hombres que usaban el nombre de sus gremios como títulos. Yo había oído hablar de los Constructores de Puentes, por ejemplo, pero hasta el momento de esta ceremonia no tenía idea de que la construcción de un puente fuera un acontecimiento envuelto en un manto de ritual y de misterio. ¿Por qué un puente era de fundamental importancia para la supervivencia de la ciudad? ¿Por qué se necesitaba una milicia?
¿Qué era, verdaderamente, el futuro?
Clausewitz me llevó a conocer a los gremialistas del Futuro. Entre ellos, por supuesto, mi padre. Sólo tres estaban presentes. Los demás, me dijeron, se hallaban fuera de la ciudad. Al terminar estas presentaciones, conversé con los otros gremialistas. Había por lo menos un representante de cada gremio de primera clase. Yo iba recogiendo la impresión de que, fuera de la ciudad, se ocupaba gran parte del tiempo y de los recursos ya que, en varias ocasiones, uno u otro gremialista pedía disculpas por la falta de más compañeros suyos en la ceremonia debido a que estaban fuera de la ciudad.
Durante estas conversaciones me impresionó un hecho extraño, algo que había notado antes pero no conscientemente: mi padre y los demás gremialistas del Futuro daban la impresión de ser mucho mayores que el resto de los hombres. El mismo Clausewitz era corpulento y presentaba un aspecto imponente con su túnica, pero su calvicie y las arrugas de su rostro delataban el paso del tiempo. Calculé que tendría por lo menos dos mil quinientas millas de edad. También mi padre, ahora que podía verlo en compañía de sus contemporáneos, me parecía notablemente anciano. Tenía más o menos la misma edad que Clausewitz, aunque por lógica ello no era posible ya que significaría que mi padre tenía unas mil ochocientas millas cuando yo nací, y yo ya sabía que era costumbre en la ciudad tener hijos apenas alcanzada la mayoría de edad.
Los demás gremialistas eran considerablemente más jóvenes. Algunos, evidentemente pocas millas mayores que yo, hecho que me proporcionó un cierto estímulo porque ahora que había ingresado al mundo de los adultos quería acabar cuanto antes con el período de aprendizaje. Estaba implícito que el aprendizaje no tenía término fijo y si, como había dicho Bruch, la posición de uno estaba en relación con la habilidad personal, aplicándome podría convertirme en gremialista en un plazo relativamente breve.
Una persona estaba ausente, alguien cuya presencia me habría gustado. Jase.
Pregunté por él a un gremialista de Tracción.
—¿Gemían Jase? —dijo—. Creo que no está en la ciudad.
—¿No podría haber vuelto para esta ocasión? —dije—. Compartíamos el mismo cuarto en el internado.
—Jase no va a regresar hasta dentro de muchas millas.
—¿Dónde está?
El gremialista se limitó a sonreír... cosa que me indignó, Al fin y al cabo, ahora que había prestado juramento, ¿no podía decírmelo?
Más tarde advertí que no se hallaba presente ningún otro aprendiz. ¿Estaban todos fuera de la ciudad? En tal caso, ello podría significar que muy pronto partiría yo también.
Luego de unos minutos de charla con los gremialistas, Clausewitz pidió que le prestaran atención.
—Propongo llamar a los directores —dijo—, ¿Alguna objeción?
Los gremialistas manifestaron su aprobación.
—Por lo tanto —continuó Clausewitz—, debo recordarle al aprendiz que ésta es la primera de muchas ocasiones en que estará sujeto al juramento que prestó.
Clausewitz bajó del estrado y dos o tres hombres abrieron las puertas de la sala. Lentamente, las otras personas regresaron a la ceremonia. El clima se alegró en gran medida. Al tiempo que se iba llenando la sala, oí risas, y noté que instalaban una mesa larga en el fondo. Los directores parecían no guardar ningún rencor por haber sido excluidos de la ceremonia anterior. Supuse que sería algo tan corriente que lo tomaban como una cosa natural, pero se me ocurrió pensar cuánto podían ellos saber de lo ocurrido. Cuando el secreto se hacía tan abiertamente, como en este caso, dejaba campo para muchas conjeturas. ¿Simplemente despidiéndolos de una habitación donde se celebraba una ceremonia se impedía que conocieran lo que estaba sucediendo? Que yo supiera, no había centinelas apostados en la puerta. ¿Cómo hacían para evitar que alguien intentara escuchar mientras yo prestaba mi juramento?