Sentí el efecto de una nueva sensación: ¡percibía el olor de la tierra! No se parecía a nada que hubiera olido antes en la ciudad, y mi mente tejió una fantasía de muchas millas cuadradas de abundante tierra negra, húmeda en la noche. No había modo de cerciorarme de qué era lo que en realidad olía —probablemente ni siquiera fuese tierra—, pero esta imagen de terrenos ricos, fértiles, me había quedado de los libros que había leído en el internado. Me bastaba con imaginarlo, y una vez más creció mi excitación, al tiempo que experimentaba el efecto purificador de la tierra salvaje, inexplorada, que rodeaba la ciudad. Había tanto por ver y por hacer... Y allí, parado en la plataforma, seguí unos preciados instantes totalmente envuelto en mi imaginación. No necesitaba ver nada. El mero impacto de este paso esencial con que había traspuesto los limites de la ciudad fue suficiente para encender mi subdesarrollada imaginación, iluminando ámbitos que hasta ese momento sólo conocía por los autores de los libros que leía.
Lentamente, la oscuridad se hizo menos densa, hasta que el cielo se tomó de un gris intenso. A lo lejos, las nubes se reunían con el horizonte, y pude ver una tenue línea rojiza que comenzaba a teñir el contorno de una nubecita. Como si el efecto de la luz la impulsara, esta nube y todas las demás se movían despacio sobre nuestras cabezas, impulsadas por el viento, que las alejaba del lugar del resplandor. El color rojo se extendió, tocando las nubes unos segundos mientras éstas se apartaban, dejando atrás un gran parche de cielo claro, con tonalidades de naranja. Toda mi atención se centraba en este espectáculo ya que era sencillamente lo más maravilloso que había experimentado en mi vida. Casi imperceptiblemente, el color naranja se iba difundiendo y aclarando. Las nubes que se marchaban seguían chamuscadas de rojo, pero en el punto mismo en que el horizonte se unía con el cielo había una luz intensa que a cada minuto se hacía más brillante.
El naranja se perdía. Mucho más rápido que lo que hubiese imaginado, se extinguió su poder iluminador. El cielo era ahora tan celeste que parecía casi blanco. En el medio del cielo, como si surgiera del horizonte, había una línea de luz blanca, levemente inclinada hacia un lado, al igual que el campanario oscilante de una iglesia. A medida que iba creciendo, se ensanchaba, y cobró un brillo tan profundo que me resultaba imposible mirarla de frente.
De pronto, Futuro Denton me tomó el brazo.
—¡Mire! —dijo, apuntando hacia la izquierda del centro del resplandor.
Una bandada de pájaros, alineados en una delicada V, avanzaba aleteando ante nuestros ojos. Al cabo de un momento, los pájaros cruzaron justo por la columna de luz, y por unos instantes fue imposible verlos.
—¿Qué son? —pregunté. Mi voz sonaba ronca, áspera.
—Patos.
Nuevamente eran visibles, volando lentamente con el cielo azul a sus espaldas. Luego se perdieron detrás de unos promontorios.
Volví a mirar el sol naciente. En el corto lapso que estuve observando los pájaros se había transformado. El centro del sol había aparecido sobre el horizonte y colgaba a la vista como un gran plato de luz que llevaba clavadas, arriba y abajo, dos lanzas de incandescencia. Sentí que su tibieza me tocaba el rostro. El viento amainaba.
Parado con Denton en la pequeña plataforma, vi la ciudad —o la parte de la ciudad que podía apreciarse desde esa ubicación—, y vi cómo la última nube desaparecía cruzando el horizonte, lejos del sol, que brillaba sobre nosotros desde un cielo límpido. Denton se quitó la túnica.
Me hizo un gesto con la cabeza y me indicó cómo podíamos descender de la plataforma, por medio de una serie de escaleras metálicas, hasta la tierra. Él bajó primero. Cuando por primera vez pisé suelo natural, escuché el canto mañanero de los pájaros que habían anidado en las grietas superiores de la ciudad.
CAPÍTULO TRES
Futuro Denton caminó conmigo rodeando la periferia de la ciudad. Luego cruzamos en dirección a un pequeño grupo de edificios temporarios que habían sido erigidos a unos quinientos metros de la ciudad. Allí me presentó a Vías Malchuskin, y más tarde regresó a la ciudad.
Malchuskin era un hombre bajo, peludo, y estaba aún medio dormido. No pareció fastidiarse por la intrusión, y me trató con cierta amabilidad.
—Usted es aprendiz de Futuro, ¿no? Asentí con la cabeza.
—Acabo de venir de la ciudad.
—¿Es la primera vez que sale?
—Sí.
—¿Desayunó?
—No... Futuro me hizo levantar de la cama y vinimos derecho para aquí.
—Entremos... Le prepararé café.
El interior de la choza era tosco y escueto; contrastaba con lo que había visto dentro de la ciudad. Allí la limpieza y el orden parecían tener gran importancia, pero en la cabaña de Malchuskin había esparcidas ropas sucias, ollas sin lavar y comida a medio terminar. En un rincón había una enorme pila de herramientas e instrumentos de metal. Contra una pared, una litera con las frazadas hechas bollos. Se notaba un fuerte olor a comida vieja.
Malchuskin llenó una cacerola con agua y la puso sobre una hornilla. Encontró dos tacitas por ahí, enjuagó el fondo y las agitó para sacarles el excedente de agua. Colocó una medida de café sintético en una jarra, que llenó luego de agua hirviendo.
Había una sola silla en la cabaña. Malchuskin quitó unas pesadas herramientas de la mesa, y la acercó a la litera. Se sentó y me indicó que arrimara la silla. Estuvimos sentados un rato en silencio bebiendo el café, que había preparado exactamente del mismo modo en que se hacía en la ciudad, y que sin embargo tenía otro sabor.
—No he tenido muchos aprendices últimamente.
—¿Ya qué se debe? —pregunté.
—No sé. No vienen muchos. ¿Cómo se llama usted?
—Helward Mann. Mi padre es...
—Sí, lo conozco. Es un buen hombre. Estuvimos juntos en el internado.
Al oír eso fruncí el ceño. Mi padre y él no podían tener la misma edad. Malchuskin captó mi expresión.
—No se preocupe —dijo—. Algún día comprenderá. Se enterará de las cosas de la manera más difícil, tal como lo establece este maldito sistema de gremios. La vida en el gremio del Futuro es muy extraña. No era para mí, pero supongo que a usted le va a ir bien.
—¿Por qué no quería usted ser un Futuro?
—Yo no dije que no quisiera. No era grupo para mí. Mi padre era Constructor de Vías. Otra vez el sistema de los gremios. Usted quiere seguir el camino más arduo, y lo han puesto en buenas manos. ¿Tiene experiencia en el trabajo manual?
—No...
Lanzó una gran carcajada.
—Los aprendices suelen no tener nada de experiencia. Ya se acostumbrará. —Se puso de pie—. Deberíamos ir comenzando. Es temprano, pero ahora que me sacó de la cama, no tiene sentido quedamos perezosos. Ya tengo demasiados haraganes.
Salió de la cabaña. Yo apuré el resto de mi café escaldándome la lengua y salí detrás de él. Malchuskin se dirigía hacia las otras dos cabañas. Lo alcancé.
Con una llave inglesa golpeó fuertemente la puerta de ambas, gritándoles a los ocupantes que era hora de levantarse. Por las marcas en las puertas me di cuenta de que debía golpearlas siempre con algo de metal.
Escuchamos movimientos en el interior.
Malchuskin volvió a su cabaña y empezó a elegir unas herramientas.
—No se meta mucho con estos hombres —me advirtió—. No son de la ciudad. A uno de ellos, Rafael, lo puse de jefe. Sabe un poco de inglés y hace las veces de intérprete. Si necesita algo, hable con él. O mejor, hable conmigo. No creo que haya ningún problema, pero si lo hubiera... avíseme. ¿De acuerdo?