Se sentó en la silla, y Helward lo hizo en el borde de la cama.
—Leí el texto de Destaine —dijo—. Me pareció fascinante. Yo tenida alguna idea de su existencia. ¿Quién fue?
—El fundador de la ciudad.
—Sí, de eso me di cuenta. Pero se hizo famoso por alguna otra cosa.
Helward tenía una expresión incierta.
—¿Le parecieron razonables los escritos de Destaine?
—Relativamente. Era un hombre que se sentía extraviado. Pero estaba en un error.
—¿Con respecto a qué?
—A la ciudad y al peligro en que ésta se halla. Escribe como si él— y los demás hubiesen sido transportados a otro mundo.
—Eso es correcto.
Elizabeth negó con la cabeza.
—Ustedes nunca salieron de la Tierra, Helward. Los dos aquí sentados, charlando, estamos en la Tierra. Él agitó desesperado la cabeza.
—Está equivocada, sé que está equivocada. A pesar de todo lo que usted diga, Destaine conocía la verdadera situación. Nosotros estamos en un mundo diferente.
—El otro día me dibujó con el sol a mis espaldas. Y al sol lo dibujó como una hipérbola. ¿Es así como lo ve? A mí mi hizo muy alta. ¿También me ve así?
—No es así como veo el sol sino como es. Y como es el mundo. A usted la dibujé alta porque... la veía de ese modo en ese momento. Estábamos muy al Norte de la ciudad. Ahora... es muy difícil de explicar.
—Inténtelo.
—No.
—De acuerdo. ¿Sabe cómo veo yo el sol? Lo veo normal, redondo, esférico. ¿No se da cuenta de que el asunto es cómo percibe cada uno las cosas? Su percepción le informa incorrectamente... No sé por qué, pero Destaine también tenía mal la percepción.
—Liz, no es sólo la percepción. Yo he visto, he sentido, he vivido en este mundo. Diga lo que diga, para mí es real. Y no soy el único. Casi toda la gente de la ciudad posee el mismo conocimiento. Esto comenzó con Destaine porque él estaba aquí al principio. Y hemos sobrevivido mucho tiempo gracias a dicho conocimiento, que ha sido la raíz de todo y nos ha mantenido vivos ya que, sin él, no seguiríamos remolcando la ciudad.
Elizabeth iba a decir algo, pero él continuó:
—Liz, después de estar con usted, el otro día, necesité tiempo para pensar. Me fui al Norte, me interné muy lejos. Ahí vi algo que pondrá a prueba la capacidad de supervivencia de la ciudad como nunca ocurrió hasta el presente. Conocerla a usted fue... no sé... fue más de lo que yo esperaba. Pero indirectamente me condujo hasta algo muy grande.
—¿Qué?
—No se lo puedo decir.
—¿Por qué no?
—No puedo contárselo a nadie, salvo a los Navegantes. Y ellos ordenaron restringir la información por ahora. Es un mal momento para que se difunda la noticia.
—¿Qué quiere decir?
—¿Oyó hablar de los Terminadores?
—Sí... pero no sé quiénes son.
—Son un grupo político, y han estado tratando de hacer detener la ciudad. Si se llegara a filtrar esta noticia, se nos vendrían muchos problemas encima. Acabamos de superar una crisis de importancia, y los Navegantes no quieren que se produzca otra.
Elizabeth se quedó mirándolo fijo, sin decir nada. De repente pensaba en sí misma desde otro punto de vista.
Se hallaba en medio de dos realidades, la suya y la de él. Por más próximas que pudiesen llegar a estar una de la otra, nunca habría ningún contacto entre ellas. Al igual que el gráfico que Destaine había dibujado para describir la realidad que él percibía: cuanto más se acercaba a Helward en un sentido, más se alejaba de él en otro. Ella misma se había sumergido en este drama, en que una lógica se veta derrotada por otra, y se consideraba incapaz de manejar la situación.
No podía extirpar de su mente la contradicción básica a pesar de que estaba persuadida de la sinceridad de Helward, de que la ciudad existía y de que sus habitantes se regían por unos conceptos muy raros para planificar su supervivencia. La ciudad y sus habitantes se hallaban en la Tierra, en la Tierra que ella conocía y, por más cosas que viese o que Helward le dijese, no había otra explicación posible. Las pruebas en contrario carecían de todo sentido.
Dijo Elizabeth:
—Mañana me voy de la ciudad.
—Véngase conmigo. Yo salgo de nuevo para el Norte.
—Pero es que yo tengo que regresar a la aldea.
—¿Ese pueblo donde conseguimos las mujeres?
—Sí.
—Yo voy en esa dirección. Cabalgaremos juntos. Otra contradicción: el poblado quedaba al Sudoeste de la ciudad.
—¿Por qué vino a la ciudad, Liz? Usted no es una lugareña.
—Quería verlo a usted.
—¿Por qué?
—No sé. Usted me asustaba. Vi a esos otros hombres comerciar con la gente del pueblo. Quise averiguar lo que ocurría. Ahora lamento haberlo hecho porque usted aún me inspira miedo.
—¿Acaso me estoy saliendo de mis casillas? Ella rió... y se dio cuenta de que era la primera vez que lo hacía desde que había venido a la ciudad.
—No, claro que no. Es más... no sabría decirle... Todo lo que yo tomo por descontado es distinto, aquí en la ciudad. No las cosas de todos los días sino las cosas más importantes, tales como la razón de ser. Aquí noto que la gente pone mucho empeño, como si la ciudad fuese el único foco de toda existencia humana. Sé que no es así. Hay millones de otras cosas que uno puede hacer en el mundo. La lucha por la supervivencia es un móvil en la vida, pero no el más importante. Ustedes hacen hincapié en el concepto de supervivencia a cualquier precio. Yo he estado fuera de la ciudad, Helward, muy lejos. Por más que usted lo piense, este sitio no es el centro del universo.
—Si, lo es. Si dejáramos de creerlo, moriríamos todos.
CAPÍTULO OCHO
A Elizabeth no le resultó difícil salir de la ciudad. Bajó a los establos con Helward y otro hombre —a quien él lo presentó como Futuro Blayne—, buscaron tres caballos y partieron con un rumbo que Helward afirmó era el Norte. Nuevamente ella cuestionó su sentido de la dirección ya que, según sus propios cálculos sobre la posición del sol, iban realmente hacia el Sudoeste, pero no lo contradijo. A esta altura ya se había acostumbrado a ver ultrajados los conceptos que ella creía lógicos, aunque no vela sentido en hacérselo notar. Se contentaba con aceptar las peculiaridades de la ciudad, por más que no las entendiera.
Al salir, Helward le señaló las grandes ruedas sobre las que iba montada la ciudad, y le explicó que ésta avanzaba a una velocidad tan lenta que era casi imperceptible. No obstante —le aseguró—, avanzaba aproximadamente una milla cada diez días. Hacia el Norte o el Sudoeste, como prefiriese ella considerarlo.
El viaje duró dos días. Los hombres hablaban mucho entre ellos y con ella, aunque Elizabeth no comprendía muchas de las cosas que decían.
Tenía la sensación de estar saturada de nuevas informaciones, incapaz de absorber más.
Al caer la noche del primer día pasaron muy cerca del pueblo de Elizabeth, y ésta le dijo a Helward que se iba allí.
—No... venga con nosotros. Después podrá regresar.
—Yo quiero volver a Inglaterra. Creo que puedo ayudarlos.
—Tiene que ver esto.
—¿Qué?
—No estamos seguros —dijo Blayne—. Helward piensa que quizás usted nos lo pueda decir.
Elizabeth se resistió unos minutos, pero al final accedió a acompañarlas.
Era extraña la facilidad con que aceptaba las situaciones que esta gente le presentaba. Tal vez fuese porque se identificaba con algunas de ellas, o porque los habitantes de la ciudad llevaban una vida curiosamente civilizada —con todas sus extrañas particularidades— en medio de una zona desvastada por la anarquía durante muchas generaciones. Incluso, en las pocas semanas que estuvo en la aldea, la manera de ser de los campesinos, ese letargo que los dominaba, la incapacidad de resolver el más mínimo problema, le había minado su propia fuerza de voluntad para aceptar el desafío de su trabajo. Pero la gente de la ciudad de Helward era distinta. Evidentemente constituían una comunidad que se las había ingeniado para subsistir durante la Destrucción, y que ahora vivían en el pasado. Aún así, conservaban la estructura de una sociedad bien gobernada: la disciplina notable, la gran determinación y una vital comprensión de su propia identidad, por más dicotomía que existiese entre las similaridades internas y las diferencias extremas.