De modo que, cuando Helward le pidió que fuese con ellos, y Blayne lo apoyó, Elizabeth no pudo resistirse. Por su propia cuenta ella se había inmiscuido en los asuntos de la ciudad. Después tendría que enfrentar las consecuencias de haber abandonado la aldea —podría justificar su ausencia diciendo que quería saber a donde llevaban a las mujeres—, pero ahora sentía que debía seguir hasta el final. Posteriormente, algún organismo oficial tendría que rehabilitar a la gente de la ciudad, pero hasta ese momento, la responsabilidad era suya.
Llevaban sólo dos carpas. Esa noche los hombres le ofrecieron una. Antes de irse a dormir, sin embargo, conversaron largo rato.
Era obvio que Helward le había hablado a Blayne de ella, de lo distinta que era, según él, tanto de la gente de la ciudad como de los lugareños.
Blayne charló directamente con ella, y Helward se mantuvo en un segundo plano. Rara vez abría la boca, y cuando lo hacía, era para confirmar algo que decía su compañero. A Elizabeth le gustaba Blayne, sobre todo por ese modo directo de responder sus preguntas sin tratar de evadirse.
En conjunto, Blayne dijo lo mismo que ella ya sabía. Habló de Destaine y sus Directivas, de la necesidad de hacer avanzar la ciudad, de la forma del mundo. Elizabeth había aprendido a no discutir las opiniones de esta gente, así que se limitó a escuchar.
Llegado el momento de meterse en su bolsa de dormir, se sentía exhausta por la larga cabalgata, pero el sueño no le vino de inmediato.
Si bien no había disminuido la confianza que tenía en su propia lógica, había profundizado el conocimiento de los habitantes de la ciudad. Ellos decían vivir en un mundo donde las leyes de la naturaleza no eran las mismas, cosa que ella estaba dispuesta a creer... o mejor dicho, estaba dispuesta a creer que esta gente era sincera, aunque se hallaba en un error.
Lo distinto no era el mundo exterior sino su percepción del mismo. ¿De qué manera podía ella modificar este hecho?
Al salir del bosque se encontraron con una zona de grandes malezas. Aquí no había huellas que seguir y avanzaban muy lentamente. Soplaba un viento fresco que les aguzaba los sentidos.
Poco a poco la vegetación se transformó en un pasto duro, que crecía en un terreno arenoso. Ninguno de los hombres dijo nada. Helward, en particular, avanzaba con la vista clavada adelante, dejando que su caballo buscara el camino.
Elizabeth notó que, más allá, terminaba toda vegetación, y que llegaban a una loma de arena suelta. Unos pocos metros de dunas los separaban de la playa. Su caballo, que ya había percibido la sal en el aire, respondió fácilmente cuando ella le clavó los tacos, adoptando un medio galope. Durante unos minutos le dio rienda suelta. Gozaba de la libertad y del placer de galopar por la playa, por su superficie lisa, limpia, jamás tocada por otra cosa que por las olas.
Helward y Blayne venían detrás de ella. Se detuvieron juntos, a mirar el agua.
Elizabeth se les acercó y desmontó.
—¿Esto se extiende de Este a Oeste? —preguntó Blayne.
—Todo lo que alcancé a explorar, sí. No hay manera de rodearlo.
Blayne extrajo una videocámara de su alforja, la conectó al estuche y filmó lentamente el paisaje.
—Tendremos que inspeccionar el Este y el Oeste —dijo—. Sería imposible cruzarlo.
—No se ve la orilla de enfrente.
Blayne frunció el ceño, contemplando la arena.
—No me gusta el terreno. Tendremos que traer a un Constructor de Puentes aquí. Se me ocurre que esto no va a soportar el peso de la ciudad.
—Tiene que haber un modo.
Ambos ignoraban a Elizabeth por completo. Helward instaló un aparato en un trípode, y leyó lo que éste marcaba.
—Estamos muy lejos del óptimo —dijo, eventualmente—. Tenemos mucho tiempo. Treinta millas... casi un año de tiempo en la ciudad. ¿Crees que se podría hacer?
—¿Un puente? Va a llevar su tiempo. Necesitaríamos más hombres que los que tenemos en la actualidad. ¿Qué dijeron los Navegantes?
—Que controlaras lo que yo había informado.
—No creo que yo pueda agregar nada.
Helward permaneció unos instantes más contemplando la gran masa de agua. Luego pareció recordar a Elizabeth, y se dirigió a ella.
—¿Qué le parece?
—¿Esto? ¿Qué quiere que me parezca?
—Díganos algo sobre nuestras percepciones. Díganos que aquí no hay un río.
—No es un río.
Helward echó una mirada a Blayne.
—Tú lo has oído —dijo—. Esto simplemente, lo estamos imaginando.
Elizabeth cerró los ojos y les dio la espalda.
La brisa le daba frío, de modo que sacó una manta de su caballo y regresó a la loma arenosa. Cuando volvió a mirarlos, ellos ya no le prestaban atención. Helward había instalado otro instrumento y leía lo que éste le indicaba. Luego se lo gritaba a Blayne.
Trabajaban lenta, concienzudamente, y a cada paso, uno controlaba las mediciones del otro. Al cabo de una hora, Blayne guardó algo de su instrumental en su alforja, montó y se alejó por la costa en dirección al Norte. Helward se quedó parado mirándolo. Su pose dejaba traslucir una desesperación abrumadora.
Elizabeth lo interpretó como una pequeña fragilidad de la barrera de lógica que los separaba. Envolviéndose más en la manta, cruzó las dunas hacia donde se hallaba Helward.
—¿Sabe dónde estamos?
—No —respondió él—. Nunca lo sabremos.
—En Portugal. Este país se llama Portugal, y queda en Europa.
Se acercó un poco más para verle la cara. Por un momento, los ojos de Helward se posaron en ella, pero tenía una expresión indefinida. Helward meneó la cabeza y se encaminó a buscar su caballo. La barrera era absoluta.
Elizabeth se encaminó a su propio caballo, y lo montó. Se alejó por la costa y pronto se internó, siguiendo la dirección general de la aldea. A los pocos minutos el turbulento azul del Atlántico había quedado atrás.
QUINTA PARTE
CAPÍTULO UNO
Hubo una gran tormenta toda la noche y ninguno de nosotros pudo dormir mucho. Hablamos instalado el campamento cerca del puente. Cuando rompían las olas, escuchábamos un rugido apagado, casi obliterado por el vendaval. En nuestra imaginación, al menos, cada vez que amainaba el viento oíamos el ruido de madera que se hacía astillas.
Hacia el amanecer se calmó el viento y pudimos conciliar el sueño. No por mucho tiempo ya que, poco después del alba, se instaló la cocina y nos dieron de comer. Nadie hablaba. Había un solo tema posible de conversación, y nadie quería mencionarlo.
Partimos hacia el puente. Habíamos avanzado no más de cincuenta metros cuando alguien señaló un pedazo de madera rota caído en la ribera del río. Era un mal presagio y, como se comprobó luego, verídico. No quedaba nada del puente, salvo los cuatro pilotes principales, enclavados en tierra firme, muy próximos a la costa.
Eché una rápida mirada a Lerouex quién, en este turno, estaba a cargo de todas las operaciones.