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—¿Qué clase de problema?

—Que no hagan lo que usted o yo les ordenemos. Se les paga para que hagan lo que nosotros queremos, y si no cumplen, eso significa un problema. Lo que tiene de malo este grupo es que son todos muy haraganes. Por eso empezamos temprano. Más tarde se pone muy caluroso, y no vale la pena molestarse demasiado.

Ya se sentía el calor. El sol había subido muy alto y me lloraba la vista. Mis ojos no estaban habituados a una luz tan intensa, intente contemplar nuevamente el sol, pero me resultó imposible mirarlo de frente.

—Lleve estas herramientas. —Malchuskin me pasó una pila de llaves inglesas de acero. Me tambaleé por el peso y se me cayeron dos o tres. Él me miró en silencio cuando las levanté, avergonzado de mi ineptitud.

—¿Adónde? —pregunté.

—A la ciudad, por supuesto. ¿Allí no les enseñan nada?

Me alejé de la choza en dirección a la ciudad. Malchuskin me observaba desde la puerta de su cabaña.

—¡Al lado Sur! —me gritó— Me detuve y miré impotente a mi alrededor. Malchuskin se me acercó.

—Allí —señaló—. A las vías, al Sur de la ciudad. ¿Comprende?

—Comprendo. —Caminé en esa dirección. Se me cayó sólo una llave más en el trayecto.

Al cabo de una o dos horas comencé a entender lo que me había dicho de los hombres. Paraban con el más mínimo pretexto, y sólo los gritos de Malchuskin o las hoscas instrucciones de Rafael lograban hacerles reanudar el trabajo.

—¿Quiénes son? —le pregunté, cuando interrumpimos para descansar quince minutos.

—Hombres de la zona.

—¿No podríamos contratar algunos más?

—Son todos iguales por aquí.

En cierto modo, me compadecía de ellos. Tener que estar a la intemperie, sin ninguna, sombra, y el trabajo era muy duro. Aunque había resuelto no aflojar, el esfuerzo físico me resultó insoportable. En mi vida había hecho algo tan agotador como esto.

Al Sur de la ciudad, las vías se extendían unos setecientos metros y terminaban en un lugar indefinido. Había cuatro rieles que constaban de dos barras metálicas apoyadas en durmientes de madera, los cuales a su vez descansaban sobre cimientos de hormigón. Malchuskin y su gente ya habían acortado considerablemente dos rieles, y estábamos trabajando con el más largo de los que quedaban, el de más a la derecha y hacia afuera.

Malchuskin me explicó que, suponiendo que la ciudad estuviera frente a nosotros, podíamos identificar los rieles como el de la derecha, el de la izquierda, el exterior y el interior.

No hacía falta pensar mucho. Lo que había que hacer era rutinario, pero pesado.

En primer lugar había que quitar las barras separadoras que conectaban el riel con los durmientes. Poníamos el riel a un costado y sacábamos el otro de la misma manera. Luego nos dedicábamos a los durmientes, que estaban unidos a los cimientos de hormigón por medio de dos grapas, cada una de las cuales había que aflojar y retirar manualmente. Cuando se soltaban los durmientes, los apilábamos en una carretilla que nos esperaba en el próximo tramo de vía. El cimiento de hormigón —que luego descubrí que era prefabricado y podía volver a utilizarse— tenía que ser extraído de su enclave en la tierra, colocado igualmente en la vagoneta. Una vez hecho todo esto, se ponían los dos rieles de acero en unos soportes especiales a lo largo de la vagoneta.

Malchuskin y yo conducíamos después el vehículo, que funcionaba a batería, hasta el tramo siguiente de riel, y se repetía el proceso. Cuando la vagoneta estaba cargada al tope, toda la cuadrilla trepaba sobre ella y se dirigía al extremo de la ciudad. Allí la estacionaban y recargaban la batería en un enchufe eléctrico embutido en la pared de la ciudad con ese fin.

Demoramos casi toda la mañana en cargar la vagoneta y llevarla hasta la ciudad. Sentía los brazos como si me los hubiese arrancado de las articulaciones. Me dolía la espalda. Estaba mugriento y empapado de sudor. Malchuskin, que había trabajado a la par de los demás —probablemente más que cualquiera de los hombres contratados—, me sonrió.

—Ahora descargamos y volvemos a comenzar —dijo. Eché una mirada a los obreros, que parecían tan cansados como me sentía yo, aunque creo que había trabajado más que ellos, considerando que era nuevo en el oficio y no había aprendido aún el arte de usar mis músculos económicamente. Casi todos estaban tendidos en la poca sombra que brindaba la mole de la ciudad.

—De acuerdo —respondí.

—No... estaba bromeando. ¿Le parece que esa gente va a seguir trabajando sin llenarse antes el estómago?

—No.

—Bueno, entonces... a comer.

Habló unos instantes con Rafael y luego enfiló hacia su cabaña. Yo fui con él y compartimos la comida sintética, que era lo único que tenía para ofrecerme.

La tarde comenzó con la descarga. Había que cargar los durmientes, los cimientos y los rieles en otro vehículo accionado a batería, que se desplazaba sobre cuatro grandes neumáticos balones. Cuando se hubo completado el traspaso, llevamos el vagón hasta el final de la vía y empezamos de nuevo. Hacía mucho calor y los hombres trabajaban despacio. Hasta Malchuskin había aflojado un poco, y luego de volver a llenar el vagón con su nueva carga, mandó hacer alto.

—Me gustaría terminar otra carga hoy —dijo, y tomó un sorbo grande de agua de una botella.

—Cuente conmigo —dije.

—Puede ser. ¿Le gustaría hacerlo solo?

—Estoy dispuesto —dije, pero no quería demostrar lo exhausto que me sentía.

—A este paso, usted mañana será un inútil. No; vamos a descargar este vagón, lo llevamos hasta el final de la línea y terminamos.

No terminamos nada, tal como se presentaron las cosas. Cuando mandamos el vagón hasta el final de la línea, Malchuskin puso a los hombres a llenar el último tramo de vía con toda la tierra que pudimos encontrar. Los cascotes y el ripio estaban esparcidos en un área de veinte metros.

Le pregunté a Malchuskin el motivo.

Él señaló con un gesto de la cabeza en dirección al riel más cercano, el de la izquierda, interior, al final del cual había una enorme valla de hormigón, afirmada sólidamente en la tierra.

—¿Prefiere levantar una de esas, en cambio? —dijo.

—¿Qué es?

—Un amortiguador. Suponiendo que los cables se cortaran todos a un mismo tiempo... la ciudad se saldría de los rieles. Los amortiguadores no ofrecerían mucha resistencia, pero es lo único que podemos hacer.

—¿Alguna vez la ciudad se salió de las vías?

—Sí, una vez.

Malchuskin me dio la opción de regresar a mi pieza, en la ciudad, o quedarme con él en la cabaña. Por el modo en que lo dijo, no me dejó mucha alternativa. Era evidente que tenía en poca estima a la gente de la ciudad, y me contó que él rara vez iba allí.

—Es una vida cómoda —dijo—. La mitad de los que viven en la ciudad no saben lo que ocurre aquí, y supongo que si lo supieran, tampoco les interesaría.

—¿Por qué tendrían que saberlo? Al fin y al cabo, si podemos seguir trabajando bien, no es asunto de ellos.

—Lo sé, lo sé. Pero yo no tendría que emplear a estos malditos lugareños si vinieran más personas de la ciudad.

En las cabañas aledañas, los hombres hablaban ruidosamente. Algunos cantaban.

—¿Usted no se mete con ellos?

—Los uso, nada más. Incumbe a la gente de Tráfico ocuparse de ellos. Si se echan a perder, los despido y Tráfico me manda otros en su lugar. Nunca es difícil. Hay mucha demanda de trabajo en esta región.

—¿Dónde estamos?

—No me lo pregunte... eso es asunto de su padre y del gremio. Yo me limito a extraer viejos rieles de la tierra.

Me dio la impresión de que Malchuskin era mucho menos ajeno a la ciudad de lo que él creía. Pensé que su vida relativamente aislada le hacía sentir un cierto desprecio por los que residían en la ciudad, pero por lo que pude ver, él que tenía que quedarse ahí, en ese rancho. Los obreros podían ser haraganes —y en este momento, ruidosos—, pero parecían trabajar ordenadamente. Malchuskin no intentaba supervisarlos cuando no había trabajo por hacer, así que podía haberse ido a la ciudad, si hubiese querido.