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—Su primer día de salida, ¿no? —preguntó, de pronto.

—Eso es.

—¿Quiere ver la puesta del sol?

—No... ¿Por qué?

—Generalmente los aprendices quieren verla.

—Bueno.

Casi para complacerlo, salí de la cabaña y miré a lo lejos, detrás de la ciudad, en dirección al Noreste. Malchuskin se me acercó por atrás.

El sol estaba cerca del horizonte y ya se sentía el viento frío en la espalda. Las nubes de la noche anterior no habían regresado, y el cielo estaba límpido y azul. Contemplé el sol; pude mirarlo de frente sin que me hiriera la vista ahora que los rayos se veían difusos por la densidad de la atmósfera. Tenía la forma de un ancho disco color naranja, levemente inclinado hacia nosotros. Arriba y abajo, grandes haces de luz se elevaban desde el centro del disco. Presenciamos cómo se hundía lentamente en el horizonte. El extremo superior de luz fue lo último en desaparecer.

—Si usted duerme en la ciudad, nunca llega a ver esto —dijo Malchuskin.

—Es muy hermoso.

—¿Vio el amanecer, esta mañana?

—Sí.

Malchuskin asintió con la cabeza.

—Eso es lo que hacen. Una vez que aceptan a un chico en un gremio, lo lanzan al vacío. Sin ninguna explicación, ¿verdad? En las tinieblas, hasta que sale el sol.

—¿Por qué lo hacen?

—Es el sistema de los gremios. Ellos creen que éste es el modo más rápido para que un aprendiz entienda que el sol no es igual que el que le enseñaron.

—¿Acaso no lo es? —pregunté.

—¿Qué le enseñaron?

—Que el sol es redondo.

—Así que siguen enseñando lo mismo. Bueno, ahora vio que no lo es. ¿Entiende algo?

—No.

—Píenselo. Vamos a comer.

Regresamos a la cabaña, y Malchuskin me indicó que calentara la comida, mientras él atornillaba otra litera sobre los soportes verticales de la suya. Sacó mantas del aparador y las arrojó en la litera.

—Usted duerme aquí —dijo, señalando la cama de arriba—. ¿Tiene sueño inquieto?

—Creo que no.

—Vamos a probar una noche. Si se mueve mucho cambiamos de lugar. No me gusta que me molesten.

Pensé que sería muy improbable que lo molestara. Tan cansado estaba, que podía haber dormido en la ladera de un acantilado. Comimos juntos esa comida insulsa y luego Malchuskin habló de su trabajo en los rieles. Le presté escasa atención, y unos minutos más tarde me tendí en mi litera, fingiendo escucharlo. Me dormí casi enseguida.

CAPÍTULO CUATRO

A la mañana siguiente me despertó el movimiento de Malchuskin por la cabaña, haciendo ruido con los platos de la noche anterior, intente levantarme de la cama cuando hube recuperado totalmente la conciencia, pero me paralizó una puntada intensa en la espalda. Suspire.

Malchuskin me miró, sonriendo.

—¿Tieso? —preguntó.

Giré sobre un costado y traté de flexionar las piernas. Estaban rígidas y me dolían, pero con gran esfuerzo conseguí sentarme. Me quedé quieto un momento, confiando en que el dolor no fuese más que un entumecimiento y que pasaría pronto.

—Siempre ocurre lo mismo con los chicos de la ciudad —comentó Malchuskin, sin malicia—. Vienen aquí y reconozco que son inteligentes. Un día de trabajo y se quedan rígidos, de modo que ya no sirven. ¿No hacen nada de ejercicio en la ciudad?

—Sólo en el gimnasio.

—Bueno... baje y vamos a desayunar. Después, le conviene volver a la ciudad, darse un baño caliente y ver si alguien le da masajes. Luego se presenta aquí de nuevo.

Asentí agradecido y descendí penosamente de la litera. No me resultó nada fácil debido a que tenía el cuello y los hombros tan tiesos como el resto del cuerpo.

Me fui apresuradamente media hora más tarde, justo cuando Malchuskin despertaba a los hombres a los alaridos. Me encaminé a la ciudad, cojeando lentamente.

Era la primera vez que me dejaban hacer lo que quisiera, fuera de la ciudad. Cuando uno está acompañado nunca ve tanto como cuando está solo. La ciudad quedaba a unos quinientos metros de la cabaña de Malchuskin, distancia adecuada para darme una idea general de su tamaño y apariencia. Sin embargo, durante todo el día anterior sólo le había podido echar una rápida ojeada. Era, simplemente, una mole grande, gris, que dominaba el panorama.

Ahora, rengueando solitario mientras atravesaba el campo que me separaba de ella, pude inspeccionarla con más minuciosidad.

En mi limitada experiencia en el interior de la ciudad, nunca me había preocupado demasiado por saber que aspecto tendría por fuera. Siempre la había considerado grande, pero en realidad era mucho más chica que lo que me había imaginado. Su punto más alto, en el lado Norte, mediría aproximadamente sesenta metros. El resto era una masa confusa de cubos y rectángulos que formaban un diseño irregular de diferentes alturas, de un color gris o marrón apagado proveniente, de diversos tipos de madera. Al parecer no habían utilizado hormigón ni metales, y nada estaba pintado. La fachada contrastaba intensamente, con el interior —o al menos con las partes que yo había conocido—, que era limpio y decorado en tonos brillantes. Dado que la cañada de Malchuskin quedaba al Oeste de la ciudad, me resultaba imposible calcular su ancho mientras me acercaba caminando, aunque deduje que de largo tendría unos dos mil metros. Me sorprendió lo fea que era y lo vieja que parecía ser. Había mucho movimiento, sobre todo en el lado Norte.

Cuando ya estaba por llegar, me di cuenta de que no sabía cómo hacer para entrar. Ayer, Futuro Denton me había hecho recorrer el exterior de la ciudad, pero estaba tan impresionado por las nuevas sensaciones, que no fijé muchos de los detalles que me había señalado. Me pareció tan distinta entonces.

Lo único que recordaba nítidamente era que había una puerta detrás de la plataforma desde donde habíamos observado la salida del sol, y resolví enfilar hacia allí. Cosa que no fue tan fácil como yo creía.

Bordeé el lado Sur de la ciudad saltando por las vías donde había estado trabajando el día anterior, hasta llegar al Este. Estaba seguro de que habíamos descendido. Denton y yo, por medio de unas escaleras metálicas. Luego de mucho buscar encontré el acceso y comencé a subir. Varias veces tomé un rumbo equivocado, y al cabo de un largo rato de recorrer pasarelas y trepar cautelosamente las escaleras, ubiqué la plataforma. Me encontré con que la puerta seguía trancada.

No me quedaba más remedio que preguntar. Bajé hasta la tierra y una vez más fui hasta el Sur de la ciudad, donde Malchuskin y su cuadrilla de obreros habían comenzado nuevamente a desmantelar un riel.

Con un aire de acongojada paciencia, Malchuskin dejó a Rafael al frente de los hombres y me indicó el camino. Me condujo hasta el espacio angosto entre los dos rieles interiores, exactamente debajo del borde mismo de la ciudad. Debajo de la ciudad estaba oscuro y frío.

Nos detuvimos junto a una escalera metálica.

—Al final de esta escalera hay un ascensor —dijo—, ¿Sabe lo que es?

—Sí.

—¿Tiene la llave del gremio?

Tanteé en el bolsillo y extraje un trozo de metal de forma irregular que Clausewitz me había dado, y que abría la puerta del internado.

—¿Es ésta?

—Sí. Hay una cerradura en el ascensor. Vaya hasta el cuarto nivel, busque a un director y pregúntele si puede usar el baño.