Sintiéndome muy estúpido, hice lo que me dijo. Oí que Malchuskin se reía mientras se alejaba caminando. Encontré el ascensor sin dificultad, pero las puertas no se abrían cuando hacía girar la llave. Esperé. Al cabo de unos instantes las puertas se abrieron bruscamente, y salieron dos gremialistas. No me prestaron atención y bajaron hasta la tierra.
De pronto, las puertas comenzaron a cerrarse por su propia cuenta y yo me apresuré a entrar. Sin darme tiempo a averiguar cómo debía manejarlo, empezó a subir. Vi una hilera de botones en la pared, cerca de la puerta, numerados del 1 al 7. Introduje mi llave en el número 4, confiando en que fuese el indicado. Me dio la impresión de que el ascensor había subido un largo rato, pero se paró de golpe. Las puertas se abrieron, y salí a un pasadizo, mientras otros tres gremialistas ingresaban al ascensor.
Divisé un cartel pintado en la pared: 7º Nivel. Me había pasado de largo. En el instante en que las puertas volvían a cerrarse, me metí rápidamente en el ascensor.
—¿Adónde va, aprendiz? —preguntó uno de los gremialistas.
—Al cuarto nivel.
—Bueno; Tranquilícese.
Introdujo su propia llave en el botón número 4 y esta vez, cuando el ascensor se detuvo, lo hizo en el nivel correcto. Le di las gracias al gremialista y salí.
Debido a todas estas preocupaciones me había olvidado de las molestias físicas durante los últimos minutos, pero ahora volvía a sentirme cansado, enfermo. En esta parte de la ciudad parecía haber mucho movimiento: gente que andaba por los pasillos, conversaciones, puertas que se abrían y se cerraban. Era distinto que afuera de la ciudad, ya que en la campiña silenciosa no contaba el tiempo, y a pesar de que allí la gente se movía, trabajaba, el ambiente era más sosegado. Los quehaceres de los hombres como Malchuskin y su cuadrilla tenían un objetivo primordial pero aquí, en el corazón de los niveles superiores, que durante tanto tiempo estuvieron vedados para mí, todo era misterioso y complicado.
Recordé las instrucciones de Malchuskin y, eligiendo una puerta al azar, la abrí y entré. Hallé a dos mujeres adentro. Les pareció graciosa mi intrusión, pero se mostraron serviciales cuando les expliqué lo que quería.
Unos minutos más tarde sumergí mi dolido cuerpo en una bañera llena de agua caliente, y cerré los ojos.
Me había costado tanto esfuerzo conseguir mi baño que ya había empezado a dudar si sacan a algún provecho de él. El hecho es que, cuando me volví a vestir, luego de haberme secado con una toalla, ya no sentía el cuerpo tan entumecido. Me dolía un poco cuando estiraba los músculos, pero ya no estaba cansado.
Mi pronto regreso a la ciudad inevitablemente me hizo pensar en Victoria. La rápida visión que tuve de ella en la ceremonia había aumentado mi curiosidad. La idea de volver de inmediato a excavar la tierra para extraer vías se borró un tanto de mi mente —aunque pensaba que no debía alejarme de Malchuskin demasiado tiempo— y decidí ir a ver si encontraba a Victoria.
Salí del baño y regresé apresuradamente al ascensor. No lo estaban utilizando, pero tuve que llamarlo hasta él había tenido ningún objeto. Seguí por el pasillo hacia las diferentes habitaciones donde había asistido a clases. Por las puertas cerradas se alcanzaban a oír ruidos amortiguados. Espié por las mirillas de vidrio y vi que estaban dando clase. Unos días antes yo había estado allí. En un aula divisé a mis antiguos compañeros. Algunos de ellos, como yo, se convertirían en aprendices de un gremio de primer orden. La mayoría iría a ocupar puestos administrativos en la ciudad. Tuve la tentación de entrar, escuchar las preguntas que me hicieran, y mantener un misterioso silencio.
En el internado no había segregación sexual, y en cada habitación que espié, iba buscando a Victoria. Aparentemente no estaba allí. Una vez que revisé todas las aulas, bajé a la zona generaclass="underline" el comedor (aquí se oía el ruido de fondo del almuerzo que estaban preparando), el gimnasio (vacío), y el diminuto espacio abierto que comunicaba solamente con el cielo. Fui a la sala común, el único lugar del internado que podía utilizarse para recreación colectiva, y encontré a varios muchachos con quienes, hasta hacía unos días, había trabajado. Estaban hablando intrascendentemente —cosa muy común cuando nos dejaban solos para estudiar—, pero en cuanto notaron mi presencia, me convertí en el centro de interés. Era la situación que trataba de evitar.
Querían saber a qué gremio había ingresado, qué estaba haciendo, qué había visto. ¿Qué pasó cuando alcancé la mayoría de edad? ¿Qué había fuera del internado?
Extrañamente, no habría podido responder muchas de sus preguntas aun cuando hubiese podido violar el juramento. No obstante haber hecho muchas cosas en el lapso de dos días, todavía me resultaba extraño todo lo que veía.
Recurrí —tal como había hecho Jase— a esconder lo poco que sabía detrás de una barrera de misterio y humor. Fue evidente que desilusioné a los muchachos y, si bien no disminuyó su interés, pronto dejaron de hacerme preguntas.
Abandoné el internado lo más rápido posible porque era obvio que Victoria ya no estaba allí.
Descendí en el ascensor hasta la zona oscura que había debajo de la ciudad, caminé entre las vías y a la luz del sol. Malchuskin exhortaba a sus indolentes obreros a que descargaran un vagón, y casi ni se dio cuenta de que yo había regresado.
CAPÍTULO CINCO
Los días pasaban lentamente. No volví más a visitar la ciudad.
Había aprendido que era un error dedicarme con tanto entusiasmo al aspecto físico del trabajo en los rieles. Resolví seguir el ejemplo de Malchuskin, y me limitaba a supervisar a los obreros contratados. Muy de vez en cuando pongamos mano a la obra y ayudábamos. Aun así, el trabajo era largo y agotador, y mi cuerpo iba respondiendo a este nuevo esfuerzo. Pronto llegué a sentirme mejor que nunca, la piel se me iba tostando bajo los rayos solares, y empezó a costarme menos el esfuerzo.
Mi único motivo verdadero de queja era la invariable dieta de alimentos sintéticos y la incapacidad de Malchuskin de hablar de manera interesante respecto de la contribución que hacíamos a la seguridad de la ciudad. Trabajábamos hasta tarde, y luego de comer, dormíamos.
Casi hablamos terminado el trabajo en las vías del Sur. Nuestra tarea consistía en extraer todo el riel y erigir cuatro amortiguadores a la misma distancia de la ciudad. Transportábamos, entonces, el riel extraído hasta el lado Norte, y allí volvíamos a instalarlo.
Una noche, me dijo Malchuskin:
—¿Cuánto hace que está aquí?
—No estoy seguro.
—En días.
—Ah... siete.
Yo había tratado de calcularlo en millas.
—Dentro de tres días le toca una licencia. Pasará dos días en la ciudad, y luego volverá hasta cumplir otra milla.
Le pregunté cómo hacía para calcular el paso del tiempo tanto en días como en distancia.
—La ciudad demora unos diez días en recorrer una milla —dijo—. Y en un año cubre alrededor de treinta y seis y media.
—Pero la ciudad no se está moviendo.
—En este momento, no. Pero lo hará pronto. De cualquier modo, no consideramos lo que la ciudad de hecho se ha movido sino lo que debía haberse movido, y para ello nos basamos en la posición del óptimo.
Agité la cabeza.
—¿Qué es eso?
—El óptimo es la posición ideal que deben a alcanzar la ciudad. Para mantenerla, tendría que avanzar aproximadamente un décimo de milla por día. Cosa que obviamente resulta imposible, de manera que movemos la ciudad hacia el óptimo siempre que podemos.
—¿Alguna vez la ciudad alcanzó el óptimo?