—No, que yo recuerde.
—¿Dónde está ahora el óptimo?
—Nos lleva unas tres millas de ventaja. Eso es lo normal. Mi padre trabajó aquí en las vías antes que yo, y me contó que una vez llegaron a estar a diez millas del óptimo, que es lo más que he escuchado.
—¿Pero qué pasaría si consiguiésemos arribar al óptimo?
Malchuskin sonrió.
—Seguiríamos extrayendo rieles viejos.
—¿Por qué?
—Porque el óptimo está en constante movimiento. No es muy probable que lo alcancemos, y tampoco importa mucho. Lo razonable es estar a unas millas de distancia. Dicho de otro modo... si pudiésemos adelantamos un poquito al óptimo, todos tendríamos un largo período de descanso.
—¿Es posible?
—Supongo que sí. Le explico. En el lugar donde nos encontramos ahora el terreno es bastante llano. Para llegar aquí tuvimos que atravesar una larga zona ascendente. Ello ocurrió cuando mi padre trabajaba acá. Como es más difícil subir, demoraron más tiempo, y nos atrasamos con respecto al óptimo. Si alguna vez llegamos a un terreno más bajo, podríamos deslizamos hacia abajo por la pendiente.
—¿Qué grado de probabilidades hay de que ello suceda?
—Eso mejor se lo pregunta a su gremio. No es asunto de mi incumbencia.
—¿Pero cómo es el campo aquí?
—Mañana se lo enseñare.
A pesar de que no había entendido mucho de lo que me explicara Malchuskin, lo que sí quedó en claro fue cómo se medía el tiempo. Yo tenía seiscientas cincuenta millas de edad. Ello no quería decir que la ciudad se hubiese movido esa distancia en el transcurso de mi vida, sino que lo había hecho el óptimo.
Fuese lo que fuese el óptimo.
Al día siguiente, Malchuskin cumplió su promesa. Mientras los obreros se tomaban uno de sus acostumbrados descansos en la profunda sombra de la ciudad, él y yo fuimos caminando hasta una pequeña elevación del terreno, desde donde pudimos ver casi todo el área circundante.
En ese momento, la ciudad se hallaba en el centro de un ancho valle, bordeado al Norte y al Sur por dos cerros relativamente altos. Hacia el Sur distinguí claramente las huellas del riel que había sido extraído, cruzadas por las cuatro marcas paralelas de los durmientes y los cimientos.
Hacia el Norte, las vías se elevaban parejas por la cuesta. Allí no había mucho movimiento, aunque vi que un vagón subía lentamente con su cargamento de rieles, durmientes y obreros. En la cima del cerro se desplegaba mucha actividad, pero desde esta distancia me resultaba imposible determinar lo que hacían.
—Este es un buen terreno —dijo Malchuskin, e inmediatamente precisó su idea—. Para un Constructor de Vías.
—¿Por qué?
—Porque es llano. Podemos superar exitosamente valles y cerros. Lo que me fastidia es el terreno quebrado, las piedras, los nos y aun los bosques. Es una ventaja estar alto en este momento. En esta zona hay roca vieja que ha sido alisada por la naturaleza. Pero no me hable de ríos porque me pongo nervioso.
—¿Qué tienen de malo los ribs?
—¡Dije que no me los mencionara! —Sonriente, me dio una palmada en el hombro y retomamos el camino de vuelta a la ciudad—. Los ríos hay que cruzarlos. Eso significa que hay que erigir un puente a menos que ya haya uno, cosa que nunca ocurre. Tenemos que quedamos esperando hasta que lo terminen, y ello provoca demoras. Por lo general, las demoras se las achacan al gremio de Vías. Así es la vida. El problema con los ríos es que todo el mundo tiene sentimientos mezclados con respecto a ellos. La ciudad siempre carece de suficiente agua, y si nos topamos con un río, podemos solucionar al menos un problema momentáneamente. Pero aun así tenemos que construir un puente, y eso molesta a todos.
Los obreros no se mostraron precisamente contentos al vernos llegar, pero Rafael los hizo levantar y pronto recomenzó el trabajo. Ya se había extraído el último riel, y lo único que quedaba por hacer era instalar el último amortiguador, una estructura de acero montada sobre el tramo final de la vía, empleando tres cimientos de los durmientes de hormigón. Cada uno de los cuatro rieles tenía un amortiguador, y a éstos se los colocaba de manera tal que, si la ciudad llegaba a deslizarse hacia atrás, se mantendría sujeta. Debido a la forma irregular del lado Sur, los amortiguadores no estaban puestos en hilera, pero Malchuskin me aseguró que su ubicación era la correcta.
—No me gustaría que hubiera necesidad de utilizarlos —dijo—, pero si eventualmente la ciudad se corriera, servirían para hacerla detener. Creo.
Cuando completamos el amortiguador, terminó nuestro trabajo.
—¿Qué viene ahora? —pregunté. Malchuskin levantó la vista hacia el sol.
—Tendríamos que trasladar la casa. Quiero llevar mi cabaña del otro lado del cerro, y también las chozas de los obreros. Pero se está haciendo tarde. No creo que podamos acabar antes de la noche.
—Podríamos hacerlo mañana.
—Es lo que estoy pensando. Les voy a dar a estos desgraciados unas horas de descanso. Ya verá cómo les gusta.
Habló con Rafael, quien a su vez consultó con los otros hombres. La decisión era previsible. Casi antes de que Rafael terminara de dirigirles la palabra, algunos ya habían emprendido el camino de regreso a sus chozas.
—¿Adónde van?
—De vuelta a su pueblo, supongo —respondió Malchuskin—. Queda allí no más. —Señalo en dirección al Sudeste, del otro lado del cerro—. Volverán. No les gusta el trabajo pero se sienten muy presionados en su aldea porque les damos lo que ellos quieren.
—¿Y qué es eso?
—Los beneficios de la civilización —dijo, sonriendo con aire cínico—. Es decir, la comida sintética de la que usted vive quejándose...
—¿Les gusta?
—No más que a usted. Pero es preferible eso a tener el estómago vacío, que es lo que le pasaba a la mayoría antes de llegar nosotros aquí.
—Yo no haría todo este trabajo por ese potaje. No tiene gusto a nada, no alimenta, no...
—¿Cuántas comidas diarias hacía en la ciudad?
—Tres.
—¿Y cuántas eran sintéticas?
—Solamente dos —respondí.
—Bueno, esos pobres diablos son los que tienen que trabajar como burros para que usted pueda disfrutar de una comida verdadera por día. Y, a juzgar por lo que escucho, lo que hacen bajo mis órdenes es lo menos.
—¿Qué quiere decir?
—Ya lo averiguará.
Más tarde, sentado en su cabaña, Malchuskin se explayó sobre el tema. Descubrí que él no estaba tan mal informado como aparentaba. Le echó toda la culpa al sistema de los gremios, como siempre. Desde tiempos inmemoriales las costumbres de la ciudad se transmitían de generación en generación, no por medio de la enseñanza sino que se adquirían por el descubrimiento personal. Un aprendiz apreciaría mucho más las tradiciones de los gremios si comprendía de entrada sobre qué hechos de la existencia se basaban, que si lo instruían teóricamente. En la práctica, ello implicaba que yo debería descubrir por mi mismo por qué los hombres venían a trabajar a las vías, qué otras tareas desempeñaban, y demás temas relacionados con la existencia de la ciudad.
—Cuando yo era aprendiz —dijo Malchuskin— levanté puentes y extraje rieles. Trabajé en el gremio de Tracción y alternaba con hombres como su padre. Sé el mecanismo que permite que la ciudad siga existiendo, y en consecuencia conozco lo valioso de mi labor. Extraigo vías y vuelvo a instalarlas, no porque me guste el trabajo sino porque sé por qué hay que hacerlo. He andado con el gremio de Tráfico y he visto cómo se consigue que los lugareños trabajen para nosotros, de modo que comprendo qué tipo de presiones soportan los hombres que ahora están bajo mis órdenes. Todo es muy oscuro, muy misterioso... así le parecerá a usted, pero llegará a saber que todo se relaciona con la supervivencia, y con lo precaria que es esa supervivencia.