En efecto, di un estirón. Cuando salí de la cama, una semana más tarde, los brazos y las piernas me habían crecido de un modo anormal. Además, estaba muy delgado. Tenía de mí la percepción de un insecto palo. En cuanto a la realidad, no dejaba de dar vueltas. Averigüé en seguida que aquel raro estado se llamaba convalecencia. La convalecencia tenía algunas de las virtudes de la fiebre, pues todo, desde ella, parecía nuevo, sin estrenar, incluido el propio cuerpo. Recuerdo la impresión que me produjo el sol cuando salí al jardín (a aquello que llamábamos jardín). No he olvidado tampoco el asombro que me proporcionaba el mero tacto de las cosas. Antes de abrir una puerta acariciaba el picaporte mientras repetía para mis adentros su nombre, picaporte, pues también el lenguaje había adquirido, durante la enfermedad, una consistencia extraña. Me encontraba, literalmente, inaugurando todo.
Sentado en los escalones que daban al patio trasero y al taller, viendo cómo trabajaba mi padre, dediqué unos minutos casi exclusivamente a respirar, pues me había quedado muy débil. Del mismo modo que era consciente de mis brazos, de mis piernas, de mi lengua, de mi cerebro, era consciente también de mis pulmones, a los que imaginaba como dos bolsas de papel de seda que se inflaban y se desinflaban cada vez que tomaba o expulsaba el aire. Con el aire, a veces, expulsaba palabras: bobina de cobre, por ejemplo. Pronunciaba dentro de mí, a la altura del pecho, la expresión bobina de cobre y sentía cómo atravesaba la garganta, cómo se humedecía al deslizarse por la lengua (donde dejaba un sabor a electricidad), cómo buscaba un hueco entre la empalizada de los dientes para salir al exterior, donde flotaba como el humo de los cigarrillos, deshilachándose hasta perder el sentido.
Las palabras adquirieron algunas cualidades de los objetos sólidos, de las cosas macizas. Podía tomar una palabra y darle vueltas dentro de la boca, como a un caramelo, antes de tragármela o escupirla. Me hacía preguntas locas sobre el lenguaje. ¿Por qué, por ejemplo, todo el mundo comía lentejas, cuando lo lógico era que los hombres comieran lentejos? Estoy hablando de un mundo en el que la frontera entre lo masculino y lo femenino era brutal (quizá sigue siéndolo). No es que no hubiera educación mixta, es que no había nada mixto. En un mundo así, resultaba contradictorio que ellas comieran garbanzos, en vez de garbanzas; que ellos se sentaran en sillas, en vez de en sillos; que ellas tuvieran cabello, o pelo, en vez de cabella, o pela; que ellos usaran camisas, en vez de camisos… Estaba todo patas arriba y así se lo dije a mi madre, con un hilo de voz, cuando salió a darme una yema de huevo batida con azúcar y vino dulce, que era el reconstituyente de la época. Mi madre me escuchó con perplejidad y me pidió que no le contara a nadie aquella reflexión, que ella se ocuparía de arreglarlo todo. Otra promesa falsa, como la de su inmortalidad. Mi madre no arregló la realidad, lo que tardé mucho tiempo en perdonarle. En cuanto a mí, caí en la obsesión de corregir, para mis adentros, todas las frases mal empleadas por los demás. Si uno de mis hermanos decía, por ejemplo, que se había hecho daño en una pierna, yo susurraba pierno, se ha hecho daño en un pierno. Si era una de mis hermanas, se había hecho daña en una pierna. Arreglar la realidad resultaba agotador, pero alguien se tenía que ocupar de ello.
No todo, en el lenguaje, resultaba así de imperfecto. Me asombraba, por ejemplo, la capacidad de las palabras para encontrarse con los objetos que nombraban. Así, una mesa no podía ser otra cosa que una mesa, la misma palabra lo decía, mesa. O caballo. Decías caballo y estabas viendo las crines del animal, su cola, sus ojos inquietos… ¿Acaso habríamos podido llamar caballo a la mesa y mesa al caballo? Imposible. ¿Cómo habría sido la operación por la que las palabras y las cosas, en un tiempo remoto, se habían encontrado? Había en el mundo tantas palabras, y tantas cosas, que podría haberse producido con facilidad alguna confusión, algún matrimonio equivocado. Pero no hallé ninguno. Cada cosa se llamaba como debía. Me parecía inexplicable en cambio que si al pronunciar la palabra gato aparecía un gato dentro de mi cabeza, al decir «ga» no apareciera medio gato. No le dije nada a mi madre para no preocuparla, pues me pareció que escuchaba mis reflexiones acerca de las palabras con cierta angustia.
La convalecencia de aquellas anginas duró mucho, toda la vida en realidad, pero a los dos o tres días de abandonar la cama dejé de ser objeto de preocupación para los mayores y regresé a mi invisibilidad anterior. Lo primero que hice fue visitar al Vitaminas, que al contemplar mi transformación corporal aseguró que parecía un niño araña. Él, por el contrario, había engordado de una forma rara. Cuando más tarde se lo comenté a mi madre, me dijo que no estaba gordo, sino hinchado. Me pareció una precisión asombrosa y me pregunté si algún día controlaría las palabras con aquella exactitud. Quizá fue entonces cuando empecé a aficionarme al diccionario, descubriendo que la definición era el resultado de aplicar el bisturí sobre la realidad (sobre la realidad verbal), pero ya he dicho que entonces no había ninguna diferencia entre la palabra y la cosa. ¿La hay ahora?
Mientras yo había sufrido un estiramiento, el Vitaminas se había encogido. Le daban medicinas para retrasar o atenuar el «estirón», que para él constituía una sentencia de muerte. Me habría gustado hablar de esto con él, pero no me atreví. Nunca supe hasta qué punto era consciente de su situación. Quizá había descubierto que si se enquistaba duraría más, incluso eternamente. Se decía entonces de las garrapatas que cuando las condiciones ambientales les eran desfavorables, se ensimismaban, creando una corteza dura alrededor de sí en cuyo interior permanecían hasta que llegaban tiempos mejores.
– Una garrapata -me explicó un día el Vitaminas- puede estar cincuenta años en la rama de un árbol esperando que pase un perro para dejarse caer.
Me pareció un ejercicio de paciencia increíble. ¿Y qué ocurriría si al dejarse caer cometía un error de cálculo y, en vez de posarse sobre el perro, se precipitaba en la tierra? No se lo pregunté, pero la imagen de aquella garrapata me ha acompañado durante toda la vida. Años más tarde, cuando conocí el budismo, la bauticé como la garrapata budista. Tengo pendiente escribir un relato con este título.
Aquel día, el Vitaminas me invitó a ver la calle. Debían de ser las tres de la tarde, la hora en la que el barrio parecía el producto de una explosión nuclear. Bajamos, pues, al sótano, y nos dirigimos excitados al observatorio. Al poco, y debido al contraste entre la oscuridad de dentro y la luz inclemente de fuera, el Vitaminas descubrió unos pelillos sobre mi labio superior.
– Tienes bigote -dijo.
– Y más cosas -añadí yo pensando en el vello púbico y en la pelusilla que comenzaba a aflorar en los sobacos.
El Vitaminas me miró nostálgico, con una nostalgia del futuro, pues resultaba evidente que, adondequiera que yo fuese, él no podría seguirme. Luego sacó del bolsillo un destornillador y comenzó a quitar los tornillos que sujetaban a la pared la rejilla que nos separaba de la calle.
– Vamos a salir a la calle por aquí, a ver qué pasa -dijo.
Intuí que salir a la calle por allí tendría consecuencias, pero no imaginé de qué tipo. Una vez fuera, comprobé con asombro que no perdía la calidad hiperreal que apreciábamos al mirarla desde el sótano. Todo estaba nuevo, por estrenar, lo mismo que mi cuerpo convaleciente. Incluso las esquinas más rotas emitían una suerte de resplandor que te obligaba a admirarlas. El Vitaminas era, evidentemente, un niño acabado, pero se percibía también en su acabamiento una perfección admirable. Recuerdo que pasó a nuestro lado un perro al que observé como si se tratara del primer perro de la Creación. Nunca un animal de esa especie había reclamado mi atención de aquel modo. Al detenerse para mear, levantando la pata, nos observó con el mismo asombro con el que nosotros lo observábamos a él. Quiero decir que se trataba de un asombro de ida y vuelta, un asombro que compartíamos con la normalidad con la que compartíamos la calle, como si el perro y nosotros fuésemos extensiones de la misma sustancia. El Vitaminas y yo nos miramos y nos echamos a reír, pero su risa y la mía eran también la misma. Se trataba de una risa colocada en el mundo para que la compartiéramos.