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Tomé un ansiolítico antes de salir de casa y fui dando un paseo hasta la del editor para acumular la mayor cantidad de oxígeno en mi sangre. Llegué de los primeros, según mi costumbre, y me senté en una de las butacas del salón, fingiendo interesarme por un partido de fútbol que pasaban por la tele. El editor vivía en un ático con una gran terraza. Como hacía un tiempo excelente (era primavera), las puertas que daban a la terraza permanecían abiertas y por ellas entraban cantidades industriales de oxígeno.

Mientras saludaba a los que llegaban y fingía prestar atención a sus palabras, no hacía en realidad otra cosa que elaborar planes de fuga atendiendo a diversas emergencias imaginarias. Cada medio minuto, sonaba el timbre de la puerta y aparecían dos o tres personas más que iban ocupando los espacios libres de la sala. En un momento dado hubo que apagar el televisor (que permanecía sobre una mesa de ruedas) y colocarlo junto a la pared, para hacer sitio. La misma suerte corrieron las butacas y las sillas. Pero la gente no cesaba de llegar, y en unas cantidades desproporcionadas para el tamaño del piso. La mayoría de los invitados eran muy conocidos en su actividad. Había escritores, desde luego, pero también periodistas y actrices y jueces, y hasta un entrenador de fútbol. En seguida me di cuenta de que eran varios los escritores convencidos de que la fiesta se daba en su honor, pues el editor nos había dicho a todos lo mismo. Lejos de molestarme, me liberó de la presión del protagonismo. Podía angustiarme cuanto quisiera sin llamar la atención, ya que los niveles de fama de la mayoría de los invitados hacían de mí un perfecto desconocido.

Eso me llenó de un optimismo injustificado que me animó a hacer una excursión a la cocina, donde, según contaban los que venían de ella, había, además de toda clase de bebidas, un jamón excelente que tú mismo podías cortar con un cuchillo capaz de partir un cabello (longitudinalmente) en dos partes. Eso decían. Recuerdo haber emprendido el viaje de ida con espíritu aventurero, incluso con cierta carga de absurda alegría. Conviene añadir que la música de esta primera parte de la fiesta provocó en mí, por razones de orden personal, una suerte de euforia que me hizo pensar en el jamón como en el vellocino de oro. Ya en la mitad del pasillo, rodeado de cuerpos que iban y venían, me sentí como un explorador que debía llevar a cabo una misión peligrosa en un medio hostil, pero controlable. Me engañé: el medio no era controlable.

Tras un esfuerzo colosal alcancé la cocina, una pieza con forma de útero, o de pera, que había al final del pasillo. Una vez en ella, el instinto de conservación me hizo descubrir una ventana que daba a un patio interior y que permanecía abierta. Me asomé a ella y comprobé, todavía sin pánico, pero con preocupación, que apenas había en las paredes del patio elementos a los que aferrarse en el caso de emprender la huida por allí. La altura, un sexto piso, resultaba, por otro lado, disuasoria. Carraspeé un poco, aparentando naturalidad, y me hice un hueco entre la gente que había en la cola del jamón. En realidad, trataba de hacer tiempo para ver si era capaz de decidir algo, pues la euforia y el afán de aventura me habían abandonado. Por otra parte, el cálculo de posibilidades para regresar al salón arrojó un saldo negativo. Resultaba imposible atravesar aquella masa humana (y a contracorriente, pues eran más las personas que entraban que las que salían) sin perecer. Comparé la proeza con una situación que había visto recientemente en una película de aventuras, donde el protagonista, para escapar de un peligro, tenía que atravesar buceando una tubería de cincuenta metros, y comprendí que no sería capaz de aguantar la respiración durante tanto tiempo, así que permanecí en aquella especie de útero fingiendo que me apetecía probar aquel jamón tan elogiado. De vez en cuando, me asomaba a la ventana que daba al patio para tomar un poco del aire exterior, pues el de la cocina resultaba insuficiente para todos.

En esto, un joven escritor latinoamericano, que formaba parte del grupo en el que había logrado empotrarme tras obtener un par de lonchas de jamón, sacó un paquete de tabaco y ofreció un cigarrillo. En aquella época, yo fumaba compulsivamente o dejaba de fumar compulsivamente. Quiero decir que durante las temporadas de abstinencia era consciente de cada uno de los cigarrillos que no me fumaba. Ahora, me decía, no estoy fumándome el cigarrillo de después del café; ahora no me estoy fumando el cigarrillo de media mañana; ahora no me estoy fumando el cigarrillo de las doce; ahora… Me hacía tanto daño fumar como no fumar, pero mi salud era tan frágil que procuraba llevar una vida convencionalmente saludable. Atravesaba, en fin, una época de no fumador compulsivo. Pero el cigarrillo que me acababan de ofrecer era un LM (un LM, Dios mío). Creía que aquella marca de tabaco con la que yo me había hecho un hombre había desaparecido. Y quizá había desaparecido, pero lo cierto es que ahí estaba de nuevo, repitiéndose como un eco de aquella voz lejana. Tomé uno, decidido a no tragarme el humo, por tener las manos ocupadas, y lo encendí con la llama de un mechero ajeno.

El humo explotó, más que dentro de mi boca o de mis pulmones (porque finalmente me lo tragué), dentro de mi cerebro, con toda la carga evocadora de aquel sabor remoto. Sentí un ligero mareo y me retiré a la ventana para tomar aire. Se había hecho de noche y el patio interior había devenido en un pozo cuya oscuridad amortiguaban los grumos de luz amarilla procedentes de las ventanas de las casas. Dejé caer el LM y conté los segundos que tardaba en perder de vista su brasa. Entonces comprendí que la situación era desesperada, pues aunque había hecho como que no me daba cuenta, lo cierto era que el pánico había subido de nivel mientras conversaba con el grupo del joven escritor latinoamericano y no quedaba prácticamente un solo resquicio de mi vaso corporal por ocupar. Giré la cabeza para ver cómo estaba la situación en la entrada del útero, pero no había mejorado. Calculé entonces mis posibilidades de supervivencia en la cocina si permanecía allí hasta que terminara la fiesta y la salida quedara expedita, pero eran muy pocas; en realidad, ninguna: el aire de la estancia resultaba ya irrespirable y el del patio interior se había estancado, corrompiéndose. Por alguna razón, yo necesitaba cantidades mayores de oxígeno que mis contemporáneos. Yo no era uno de ellos (Dios mío, yo no era uno de ellos).

Comprendí que la única solución consistía en tomar aire, aguantar la respiración, y abrirme paso entre aquel océano de cuerpos hasta alcanzar una zona habitable. Calculé la longitud del pasillo (de la tubería) y visualicé todo el recorrido hasta la terraza del salón, que era mi objetivo. Luego, empujado por la angustia más que por una decisión consciente, busqué la salida del útero y comencé a parirme a mí mismo. Las bocas con las que me cruzaba se reían al verme avanzar con aquella tenacidad y yo les devolvía una mueca algo trágica, supongo, sin dejar de contener la respiración. Recuerdo que el director de un periódico en el que había comenzado a colaborar hacía poco, y con el que tropecé hacia la mitad del pasillo, colocó su mano derecha sobre mi hombro, intentando detenerme para decirme algo, y yo le di un manotazo. Poco antes de alcanzar el salón se me acabó el aire y comprendí que no había logrado mi objetivo. Me moriría allí mismo. Quizá, pensé, al verme muerto, el director del periódico comprendiera mi grosera actitud de hacía unos instantes y no ordenara mi despido. Si hasta entonces enviaba las colaboraciones desde casa, ahora las enviaría desde el Barrio de los Muertos. Hacía mil años que no me acordaba de aquel barrio, ni del Vitaminas. Después de todo, había logrado escapar de allí, o eso creía. Todas estas conjeturas desviaron mi atención de la muerte y casi sin darme cuenta me encontré en la terraza de la vivienda. Exhausto, pero vivo.