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La terraza estaba también llena de gente, pero allí había aire para todos. Se había levantado además una pequeña brisa que barría al instante el producto corrompido de las respiraciones ajenas. Logré alcanzar sin problemas la zona de la barandilla, donde descubrí un poyete en el que me senté para recuperarme. Entonces alguien me colocó la mano en el hombro y me preguntó si me encontraba bien. Era M., un escritor hipocondríaco con el que había coincidido en un viaje colectivo a París y con el que había intercambiado, durante una semana enloquecedora, información sobre los ataques de pánico y las lipotimias. Por aquella época yo había sufrido dos (acababa de estar a punto de sufrir la tercera).

– ¿Te encuentras bien? -preguntó con expresión solidaria.

– Sí, sí, he sentido un poco de claustrofobia ahí dentro.

– Y has entrado en fuga.

– He entrado en fuga, claro.

– Si quieres un ansiolítico…

– No…, bueno, sí, dámelo por si acaso.

– Es de última generación. Puedes mezclarlo con alcohol.

M. me dio una pastilla pequeña, que contemplé durante unos instantes en la palma de la mano.

– ¿Cómo es posible -dije por decir algo- que una cosa tan pequeña pueda resultar tan eficaz?

– Las conjunciones -respondió M. extrañamente- son también pequeñas y eficaces.

Acumulé un poco de saliva y me la llevé a la boca.

– Gracias -dije.

– De nada, voy a dar una vuelta.

Me quedé solo. Como era de noche, mi presencia pasaba prácticamente inadvertida al resto de los bultos que hacían relaciones públicas en la terraza. El pánico se había retirado. Cuando se retiraba el pánico, regresaba el cálculo. Comencé a calcular los movimientos que sería preciso llevar a cabo para alcanzar, desde donde me encontraba, la puerta de la vivienda. No resultaría fácil, pues tendría que atravesar de nuevo la terraza, cruzar el salón en diagonal, y desde él conquistar el tramo de pasillo que conducía al vestíbulo, donde se encontraba la puerta. El número de cuerpos era infinito y aun llenando los pulmones hasta arriba de oxígeno, aparecerían sin duda obstáculos no previstos. Podía cruzarme, por ejemplo, otra vez con el director del periódico, con quien me tendría que detener para pedirle disculpas por el suceso del pasillo. Tampoco sería raro que me tropezara con el anfitrión, que estaba en todas partes, y tuviera que explicarle por qué me retiraba tan pronto…

Aunque con mayores reservas de oxígeno, me encontraba de nuevo en una situación semejante a la de la cocina. Y los efectos del ansiolítico no empezaban a manifestarse todavía. Me levanté para distraerme un poco y observé la calle seis pisos más abajo. La terraza estaba rematada, por la parte exterior, con una especie de cornisa que no conducía a ningún sitio. Para disimular la inquietud que había comenzado a alterar el funcionamiento de mis vísceras, me hice un hueco en un grupo de cuatro personas que criticaban a una quinta que, por suerte, no era yo. Llevaba allí medio minuto, sonriendo y diciendo que sí a todo, cuando la persona de mi izquierda me pasó un canuto. Guardaba en aquella época unas relaciones ambiguas con el hachís, pues unas veces me caía bien y otras mal, de manera azarosa. Di de todos modos una calada y al expulsar el humo recordé que acababa de tomarme un ansiolítico. Quizá no fuera una combinación adecuada. Entonces ocurrió lo siguiente: la angustia se concentró toda en el pecho y el cálculo, todo, en la cabeza. Podía estar simultáneamente muy calculador y muy angustiado, sin que la angustia acabara con el cálculo, gracias a que aquélla y éste se habían instalado en zonas estancas de mi cuerpo. Si lograba que permaneciese cada una en su sitio, pensé, mi parte calculadora encontraría una solución para mi parte angustiada.

Así fue: sin dejar de prestar una atención fingida a la conversación, comencé a mirar disimuladamente a mi alrededor para evaluar las posibilidades de fuga. Advertí entonces que la terraza en la que nos hallábamos se encontraba separada de la de la casa vecina por un tabique muy fácil de superar. En realidad, pasar de una casa a otra era un juego de niños, aunque había que exponerse, desde luego, durante unos segundos al vacío, cuya atracción, calculé, quedaría suavizada por la visión de la cornisa. Una vez alcanzada la terraza de la casa de al lado, y si la puerta que daba al salón se encontrara abierta (lo que sería normal en aquella época del año), resultaría muy fácil llegar a la entrada de la vivienda y escapar de aquel infierno. La condición indispensable era que no hubiera nadie en el salón.

Sin dejar de sonreír, me aparté del grupo, regresé a la zona de la barandilla y asomé la cabeza a la terraza de la casa de al lado. En efecto, la puerta que comunicaba con el salón -completamente vacío- estaba abierta. Si la disposición de la vivienda, como suele suceder, fuera idéntica, aunque en espejo, respecto a la del editor, no tendría más que saltar a la terraza, atravesar el salón, salir desde él al pasillo, y caminar tres o cuatro pasos hasta la puerta de la casa. Teniendo sus riesgos, la huida, por ese lado, era infinitamente más sencilla que por éste. ¿Sería capaz? Ante la posibilidad real de llevarla a cabo, creció el pánico en el pecho, pero también el cálculo en la cabeza.

En esto, nuestro anfitrión pidió silencio desde el interior del salón. Quería dirigir unas palabras a los presentes. Todo el mundo, en consecuencia, se volvió hacia allí, dándome la espalda. Ahora o nunca, me dije. Y fue ahora, porque me vi, de súbito, subir a la barandilla para dejarme caer en seguida en la terraza de la casa de al lado. Tres segundos, cuatro, no sé, menos de lo que se tarda en contar. Luego, con movimientos cautelosos, sorteando los muebles, que dada la oscuridad reinante habían devenido en bultos, atravesé el salón de la vivienda y me asomé al pasillo. A mi izquierda, a no más de dos metros, se encontraba el vestíbulo, con la puerta de entrada al piso. A mi derecha, como había previsto, el pasillo se prolongaba para dar paso a las habitaciones, muriendo en una cocina con forma de útero. De una de las habitaciones del fondo, que permanecía con la puerta abierta, salía el resplandor intermitente característico de una televisión encendida y el diálogo apagado de los personajes de una película. Quizá se trataba de una de esas viviendas con cuarto de estar. Como los segundos discurrían con cuentagotas y mis sentidos estaban muy despiertos, anoté que la casa olía a verduras hervidas, y no porque las estuvieran hirviendo en aquel instante, sino porque el olor formaba parte de la identidad del piso, lo que no era raro teniendo cuarto de estar.

Y bien, la libertad estaba a tres o cuatro pasos, pero antes de darlos estudié desde mi posición, a la escasísima luz ambiental, las características de la cerradura, para no dudar una vez que me encontrara frente a la puerta. Por suerte, para abrirla sólo tuve que liberarla del resbalón, pues un cerrojo que había en la parte de arriba estaba sin echar. Una vez en el descansillo de la escalera, volví a cerrarla despacio, para evitar el ruido, y emprendí una carrera loca de alegría escaleras abajo. Descendía con tal ligereza y a tal velocidad que en algún momento tuve la impresión de que me deslizaba por la rampa de un tobogán de feria. Y mientras caía y caía, las puertas de las casas pasaban ante mis ojos como construcciones fantásticas al otro lado de las cuales se repetían vidas idénticas, existencias clonadas, dificultades y rutinas semejantes a la de la vivienda de la que acababa de fugarme. Tuve en aquellos momentos de euforia la impresión de haber escapado no de un piso, sino de una forma de vivir, de una dimensión de la realidad. Como se trataba de uno de esos edificios antiguos en los que el hueco del ascensor ocupa el alma de la escalera, hacia el tercer piso me crucé con la cabina de madera y cristales, que subía, mientras yo bajaba, y saludé a las personas que iban dentro como si desde un avión hubiera dicho adiós a los ocupantes de otro avión.