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– Entre junio y julio -decía- me envían cuatro piezas de chorizo, cuatro de salchichón, un lomito, una panceta, una morcilla grande y una sobrasada. En octubre, dos chorizos culares curados en tripa natural, dos salchichones culares curados en tripa natural también, y un primer lomo. En diciembre, un segundo lomo, otro chorizo cular curado en tripa natural, un salchichón cular curado en tripa natural, un segundo lomito y un morcón extra en ciego natural…

Le pregunté qué significaba «en ciego natural» porque la expresión me dio miedo.

– El ciego -dijo satisfecho de mostrar su erudición porcina- es la parte del intestino grueso que termina en un fondo de saco.

– Un culdesac -tradujo alguien instintivamente.

– Eso -aprobó el editor, que continuó con la retahíla anterior-: En marzo, una paletilla; en septiembre, la otra. Los dos jamones te los envían en diciembre, por las Navidades.

– Yo -dijo un individuo que había a mi lado- compré hace un par de años las obras completas de Tolstoi del mismo modo. Es decir, compré a Tolstoi entero, pero me lo fueron enviando por piezas a lo largo de los doce meses siguientes. Pero donde ponía Tolstoi era Tolstoi, no era Dostoievski ni Zola ni Balzac. ¿Cómo sabes tú que las paletillas y los jamones y el morcón extra en ciego natural pertenecen al cerdo que has comprado y no a distintos animales?

– Te tienes que fiar -dijo el editor con expresión de franqueza-, porque tú no le ves la cara al cerdo. Ya digo que se hace todo por correo.

– Seguramente será un cerdo simbólico -añadió otro de los participantes-, no un cerdo concreto, con nombre y apellidos. Lo que estás comprando son dos paletillas, dos jamones, equis chorizos, salchichones y lomos, etcétera. Te lo venden como si pertenecieran al mismo cerdo para que te hagas la ilusión de poseer ganado.

– Es como cuando apadrinas a un niño en el Tercer Mundo -terció una escritora-; no quiere decir que el dinero que envías sea para ese niño concreto, porque la organización lo administra para la comunidad, pero lo personalizan para que tú tengas un rostro en el que volcar el afecto que te ha impulsado a suscribirte.

– Exacto -dijo el individuo de antes.

– ¿Y qué pasa con la piel? -intervine yo.

– ¿Con qué piel? -preguntó el editor.

– Con la del cerdo que has comprado. ¿No te la envían?

– Pues no -respondió un poco receloso.

– Con la piel encuadernan las obras completas de Tolstoi que compra éste -saltó un guionista de la tele.

Echamos una carcajada y el editor cambió de grupo no sin animarnos a hacer una excursión a la cocina, para que comprobáramos las excelencias del jamón.

– Y del cuchillo -añadió-, pues al hacer el pedido te regalan un cuchillo jamonero capaz de partir un cabello, longitudinalmente, en dos partes.

Emprendí el viaje de ida con espíritu aventurero, incluso con cierta carga de absurda alegría. Conviene añadir que la música de esta primera parte de la fiesta provocó en mí, por razones de orden personal, una suerte de euforia que me hizo pensar en el jamón como en el vellocino de oro. Ya en la mitad del pasillo, rodeado de cuerpos que iban y venían, me sentí como un explorador que debía llevar a cabo una misión peligrosa en un medio hostil, pero controlable. Me engañé: el medio no era controlable.

Quiero decir que se repitió todo de manera idéntica a la vez anterior. Alcancé, pues, la cocina con forma de útero que había al final del pasillo. Descubrí la ventana que daba a un patio interior, comprobé que sus paredes carecían de elementos a los que aferrarse en el caso de emprender la huida por allí. Partí un par de lonchas de jamón, acepté un LM (¡un LM!) de un joven escritor latinoamericano. El humo explotó dentro de mi cerebro. Sentí un ligero mareo. Arrojé el LM encendido por la ventana del patio y conté los segundos que tardaba en perder de vista su brasa, etcétera.

Sabía a cada instante lo que haría al siguiente y me entregaba sumisamente a la repetición con la esperanza de que en algún momento apareciera un recodo, un callejón, una grieta que me permitiera escapar de aquella situación duplicada. El recodo apareció cuando, decidido a alcanzar la terraza en busca de oxígeno, braceaba con desesperación por el pasillo, poco después de que el director del periódico me pusiera la mano sobre el hombro y yo me liberara de ella de un manotazo. De repente, vi, a mi derecha, la puerta de una habitación en la que me colé. Allí había una reserva de aire sin estrenar, una burbuja gigantesca de oxígeno. Había también una cama de matrimonio, una cómoda con un espejo redondo, dos mesillas de noche y una puerta que daba a un cuarto de baño al que entré ya agonizante y sobre cuyo retrete logré sentarme unos segundos antes de expirar, pues aunque lo que ocurrió en términos técnicos se llama lipotimia, a mí me pareció que era una muerte, una pequeña muerte, si me pidieran que lo rebajara, pero una muerte al fin, con su agonía, sus estremecimientos, incluso con su túnel. Al final del túnel, en vez de la aglomeración de luz a la que se refieren los que han pasado por experiencias semejantes, había un ojo: el ojo de Dios, quizá el mío, como si me encontrara dentro de uno de aquellos tubos fabricados por el Vitaminas. Recuerdo que unas décimas de segundo antes de perder el conocimiento dije: Ahí os quedáis. Y durante esas décimas (que quizá eran de fiebre, más que de tiempo) fui el hombre más feliz que jamás ha pisado la Tierra.

Pasó un tiempo indeterminado durante el que debí de soñar que lograba llegar a la terraza para alcanzar desde ella la casa vecina y salir a la calle, al mundo, por la puerta falsa. Alguien agitaba mi hombro y me llamaba por mi nombre. Abrí los ojos y vi al editor con expresión de susto. Dos metros más allá de él estaba su mujer con cara de asco. Yo me encontraba en el suelo, encogido en posición fetal. Mientras me incorporaba, reconstruí lo sucedido y casi me muero una vez más, en esta ocasión de vergüenza. La fiesta había terminado y, al ir a acostarse, el editor y su mujer habían dado con mi cadáver en el cuarto de baño de su dormitorio. Balbuceando una excusa, les expliqué que me había sentido mal y que buscando un cuarto de baño me había metido sin querer en el que no era. A todo esto, me observé fugazmente en el espejo y tenía, en efecto, una cara de resucitado de la que yo mismo me espanté. Al caer desde la taza del retrete debía de haberme golpeado, por lo que tenía en la frente un bulto de considerables proporciones. El editor se ofreció a llamar a un médico y su mujer a prepararme una infusión, pero yo les dije que no se preocuparan, que me encontraba bien, y salí a la calle, al mundo, a la realidad, esta vez por la puerta correcta. Eran casi las cinco de la madrugada y apenas había transeúntes, ni circulación, pero encontré abierto un bar en el que entré y pedí un té para reconstruir mi sueño, en el caso de que hubiera sido un sueño, pues lo recordaba todo, absolutamente todo, como real, incluso como hiperreal. Habría sido capaz, aun dentro del aturdimiento que implica toda resurrección, de repetir una a una las palabras del taxista que me había relatado la historia de su hijo, cuyas fotografías (el antes y el después de la locura) se me habían quedado grabadas de un modo indeleble. Recordaba también, segundo a segundo, mi paseo por el barrio, y la sensación de que los edificios y las farolas y los semáforos y los automóviles despedían un halo de singularidad inolvidable. Recordé asimismo la decisión de deshacer el camino para regresar al mundo por la puerta de verdad y me pregunté qué habría ocurrido si no lo hubiera hecho. Quizá, pensé con nostalgia, continuaría dentro, para siempre, de un mundo luminoso, diáfano, un mundo decente, en fin. Tal vez no me habría despertado.

He visto la Calle, es decir, una especie de versión platónica de mi calle, en otras ocasiones, después de haberla recorrido en aquel sueño, y siempre la Calle era una especie de maqueta del mundo. La vi una vez en Nueva York, caminando desde el edificio Grand Central, la extraña estación cuyo vestíbulo parece un hormiguero, hacia mi hotel. Los escaparates y las personas, mientras yo pasaba a su lado, comenzaron a resplandecer súbitamente como resplandecían las personas y las cosas observadas desde el sótano de la tienda del Vitaminas. Permanecí quieto en la acera, temiendo que la visión desapareciera en seguida, pero se prolongó durante varios minutos. Y aunque yo estaba en Nueva York, tan lejos de casa, me encontraba en realidad en mi calle, como si mi calle, mi mundo, estuviera en todas partes. He tenido experiencias semejantes en Quito, en Manchester, en México… Es muy frecuente, cuando viajo solo, que me encuentre con mi calle vaya donde vaya. Por eso, al llegar a una ciudad, sobre todo si se trata de una ciudad desconocida, lo primero que hago, tras dejar el equipaje en la habitación del hotel, es salir a pasear sin rumbo. Tarde o temprano, al torcer una esquina, se me aparece la calle. Y cada vez que se me aparece la calle me veo también a mí mismo e intento entenderme con una piedad a la que, con el paso del tiempo, he logrado despojar de lástima. No me doy lástima, sino curiosidad. ¿Cómo logró sobrevivir a todo aquello alguien tan frágil? ¿Cómo, me pregunto, logró salir adelante aquel conjunto de huesos, aquel puñado de carne que creció en el hueco de una escalera, en la oscuridad de un sótano…? Si hubiera muerto entonces, y quizá lo hice, cómo denominar todo lo que ha ocurrido después, todo lo que continúa ocurriendo cada día. A lo largo de la vida he ido encontrando sustitutos del sótano del Vitaminas, lugares desde los que de un modo u otro también se veía el mundo. El psicoanálisis fue uno de esos lugares. Los cincuenta minutos de sesión significaban cincuenta minutos de visión. No era raro que al abandonar la consulta tuviera que pasear durante una o dos horas para digerir lo que había visto desde el diván. La lectura y la escritura son también espacios desde los que no siempre, pero de vez en cuando, se ve la calle, quiero decir la Calle, o sea, el mundo.