Recuerdo el tacto de las sábanas, heladas como mortajas, al introducirme entre ellas con mi sesenta por ciento de esqueleto, mi treinta o cuarenta por ciento de carne y mi cinco por ciento de pijama. Recuerdo la frialdad de las cucharas y de los tenedores hasta que se templaban al contacto con las manos. Recuerdo la insensibilidad de los pies, que parecían dos prótesis de hielo colocadas al final de las piernas. Recuerdo los sabañones, Dios Santo, que se ponían a picar en medio de la clase de francés o de matemáticas, y recuerdo que si caías en la tentación de rascártelos sentías un alivio inmediato, pero en seguida respondían al estímulo multiplicando la sensación de prurito. Recuerdo que aprendí esta palabra, prurito, a una edad absurda, de leerla en los prospectos de aquellas cremas que no servían para nada. Recuerdo sobre todo que el frío no venía de ningún lugar, por lo que tampoco había forma de detenerlo. Formaba parte de la atmósfera, de la vida, porque la condición de la existencia era la frialdad como la de la noche es la oscuridad. Estaba frío el suelo, el techo, el pasamanos de la escalera, estaban frías las paredes, estaba frío el colchón, estaban fríos los hierros de la cama, estaba helado el borde de la taza del retrete y el grifo del lavabo, con frecuencia estaban heladas las caricias. Aquel frío de entonces es el mismo que hoy, pese a la calefacción, asoma algunos días del invierno y hace saltar por los aires el registro de la memoria. Si se ha tenido frío de niño, se tendrá frío el resto de la vida.
Colocábamos en el alféizar de la ventana, antes de acostarnos, un vaso con agua que al día siguiente amanecía helada, lo que nos parecía un milagro. Tocábamos el hielo con la punta de los dedos para ver si comprendíamos con ellos, con los dedos, lo que no comprendíamos con la cabeza. Pero tampoco los dedos entendían aquel fenómeno explicable en términos científicos, no emocionales. Más complicado fue entender que el frío quemaba, pero lo cierto es que un día me abrasé los labios al llevarme a la boca un pedazo de cobre que encontré en el jardín, a primera hora de la mañana. Me gustaba el sabor del cobre; todavía, al pronunciar la palabra cobre, siento un cosquilleo eléctrico en la punta de la lengua. El cobre sabe a electricidad. Mi padre guardaba decenas de bobinas de cobre en la parte de su taller dedicada a almacén.
Nos colocábamos la chaqueta del pijama sobre la camiseta de tirantes, que era una segunda piel, y nos metíamos tiritando en la cama. A veces me masturbaba, no tanto por placer como por la curiosidad de que de un cuerpo yerto saliera un jugo caliente. Cuando las heladas alcanzaban una crueldad insoportable, se preparaban botellas de gaseosa con agua hirviendo para introducirlas entre las sábanas. A mí me daban pánico porque a veces estallaban. En el colegio circulaban leyendas según las cuales el estallido, si te masturbabas, coincidía con la eyaculación, de modo que durante unos instantes se confundía una cosa con otra. Para que no estallaran, metíamos dentro una alubia. Aunque de mayor averigüé que aquel remedio carecía de base científica, nadie recuerda que reventara una botella sometida a este tratamiento.
Una vez a la semana tocaba limpieza general del cuerpo. El cuarto de baño era una estancia destartalada y fría, fría, fría. Tenía una bañera con patas, pero nos lavábamos en un barreño que mamá colocaba en el centro de la habitación. He empezado a decir «mamá» ahora, tan mayor, pero siempre he dicho «mi madre». Mamá, pues, colocaba un barreño de agua hirviendo en el centro del cuarto de baño. Como era imposible desnudarse allí sin perecer, prendía un plato lleno de alcohol cuya llama, casi invisible, proporcionaba un calor tan intenso como fugaz. Aprendí entonces que el aire caliente tiene la propiedad de ascender hacia las capas altas de la atmósfera. El aire templado por el alcohol subía, pues, hacia el hondo techo y el frío procedente del suelo te envolvía de nuevo en seguida, como un sudario. Pero durante los segundos de calor el cuerpo era feliz.
Mi padre (todavía no me sale el «papá», pero estamos empezando) calentaba el taller con una de esas estufas redondas, de hierro fundido, como la que teníamos en el cuarto de estar y que, alimentada con carbón, se ponía al rojo vivo. Qué expresión, rojo vivo. Se llama así, supongo, porque es un rojo dinámico, agresivo, elocuente, vivaz. A veces, el hierro daba la impresión de trasparentarse, pero se trataba de una alucinación proporcionada por aquellas tonalidades violentas. Como las habitaciones eran grandes y los techos altos, sólo notabas el calor en la parte del cuerpo expuesta a la estufa. Se daba el caso de tener la cara ardiendo y la nuca helada, o al revés. Era un mundo hecho a la mitad: teníamos la mitad del calor que necesitábamos, la mitad de la ropa que necesitábamos, la mitad de la comida y el afecto que necesitábamos para gozar de un desarrollo normal, si hay desarrollos normales. De algunas cosas, sólo teníamos la cuarta parte, o menos.
Mi padre se pasaba las horas muertas en el taller, ensimismado sobre un circuito eléctrico, canturreando tangos. Se sentaba en un taburete muy alto, como los de aparejador, con la estufa colocada a su espalda. Un día, un hermano mío y yo nos encontrábamos allí, castigados por algo, cuando pasó cerca de nosotros un gato (había tantos como ratas) al que mi hermano cogió e introdujo en una media de nylon desechada que había ido a parar al taller. No sé cómo logró hacerlo sin que el animal se quejara. Pero lo cierto es que lo consiguió y remató la tarea con un nudo. Después arrojó aquel raro embutido debajo de la mesa, a los pies de mi padre, como si fuera una bomba que estalló, literalmente, pues al animal le dio un ataque de desesperación y se liberó de la media como una llama negra, colocándose en uno de los extremos del taller en posición de ataque. Mi padre hizo volar el circuito en el que trabajaba por los aires. Se asustó tanto que, en vez de reñirnos, todavía pálido, nos explicó que los gatos eran mucho más peligrosos que los perros. Saltaban, dijo, sobre la cabeza de sus víctimas, de donde no había forma de apearlos, y le arrancaban los ojos en un suspiro. El suelo del taller estaba roto, como todo lo demás, y lleno de limaduras frías.
Todo estaba roto. Cuando yo nací, el mundo no estaba roto todavía, pero no tardaría en estarlo. Soy el cuarto de una familia de nueve. Me preceden una chica y dos chicos. Cada uno se lleva con el anterior quince o dieciséis meses. Nací en Valencia, donde pasé los seis primeros años de mi vida, antes del traslado a Madrid. De Valencia recuerdo, el sol, la playa y algunas secuencias inconexas, como pedazos de película rescatados de un rollo roto:
• Me veo, por ejemplo, de la mano de mi madre. Estamos en un mercado donde ella adquiere algo que paga con las monedas que extrae de un monedero negro, con el cierre de clip. Pienso que en ese recipiente lleva el dinero que le han dado (¿el Gobierno?, ¿Dios?) para toda la vida y se me ocurre que es una irresponsabilidad sacarlo a la calle. Si lo perdiera o se lo robaran, qué sería de nosotros.
• Ahora estoy en un sitio alto, quizá en la cama de arriba de una litera. Hay a mi alcance unas cortinas que dividen el espacio en dos partes. Sé que no debo ver (ni oír) lo que ocurre al otro lado de las cortinas, pero no puedo dejar de hacerlo. Aunque no comprendo lo que veo (ni lo que oigo), me da miedo.
• En otro de esos trozos de película hay un pasillo en uno de cuyos extremos estoy yo con mi madre. Ella permanece agachada detrás de mí, cogiéndome de la cintura. Me pregunta al oído, riéndose, quién creo yo que es la persona que se encuentra al otro extremo del pasillo, detrás de las cortinas que limitan el recibidor. Las cortinas tiemblan ligeramente. Todo está oscuro, en blanco y negro. Yo sé que es mi padre el que las hace temblar, pero también sé que es un hombre. Hay ocasiones en las que papá es sólo papá y ocasiones en las que es sólo un hombre. Cuando sólo es un hombre, como ahora, me da miedo. Mi madre me empuja para que corra a abrazarle y yo me echo a llorar porque no quiero abrazar a aquel hombre.