Cenizas.
Ya he dicho que detrás de mi escritorio, en un pequeño armario donde guardo las agendas y los cuadernos usados, se encuentran también desde hace algún tiempo las cenizas de mi madre. Y las de mi padre. Las recuperé con el objetivo de llevarlas a Valencia y arrojarlas al mar, tal como deseaban, de modo que hace un par de semanas, coincidiendo casualmente (¿casualmente?) con los primeros días de la Cuaresma, acepté dar una conferencia en un centro cultural valenciano que venía pidiéndomelo desde hacía un par de temporadas. Aprovecharía el viaje para desprenderme de las cenizas cuya posesión comenzaba a pesarme.
Para este tipo de desplazamientos de un día o dos suelo llevar una maleta pequeña, de las que no hay que facturar, en la que caben el ordenador, una muda y poco más. Pensé ocupar el sitio del «poco más» con las cenizas de mis padres. Pero las urnas abultaban demasiado, de modo que el día anterior a mi partida, en un momento en el que me encontraba solo en casa, las abrí muerto de miedo, sin saber con qué tropezaría allí dentro después de tantos años. Comprobé con alivio que las cenizas se encontraban a su vez dentro de una bolsa de plástico que me dispuse a extraer de las vasijas.
Empecé con las de mi madre, pero la boca de la urna era más estrecha que el cuerpo de la bolsa, por lo que se resistía a salir. La vasija tenía además un borde afilado que acabó haciendo un corte en el plástico. Parte de las cenizas se derramaron sobre la mesa, junto al ordenador. Traté de imaginar, sudando de angustia, qué les diría a mi mujer o a mis hijos si en ese momento aparecieran.
Logré sacar al fin la bolsa, que pesaba y abultaba más de lo previsto, y la coloqué a un lado. Después, con el borde de una cuartilla recogí los restos que se habían salido y los devolví a su sitio. Quedó un polvillo que soplé esparciéndolo por la atmósfera. Parte de las cenizas fueron a parar al teclado del ordenador. Supongo que se colarían por sus ranuras y que ahora formarán parte de sus vísceras, quizá de mi escritura. En cualquier caso, la bolsa original había quedado muy deteriorada, de manera que busqué otra en la que introducirla y encontré una de El Corte Inglés, lo que no dejaba de resultar irónico dado el gusto de mi madre por los grandes almacenes, a cuyas rebajas acudía cada año. Desde el punto de vista de los significados últimos de la sociedad de consumo, se trataba de una operación de alto contenido simbólico.
Con las cenizas de mi padre sufrí menos, fueron menos rebeldes (también eran más escasas), pero acabaron asimismo en otra bolsa de El Corte Inglés, pues la original tampoco estaba bien. En ambos casos, me sorprendió comprobar que las cenizas son algo más que cenizas. Son la osamenta del difunto triturada, reducida a fragmentos muy pequeños, pero en los que resulta reconocible el tejido del que proceden. Sellé las bolsas con cinta adhesiva, para evitar sorpresas, y las introduje en el maletín de viaje, con idea de dejarlo todo dispuesto para el día siguiente. Abultaban más de lo que había imaginado, por lo que prescindiría del ordenador, que en la mayoría de los casos me acompaña como un fetiche, más que como una herramienta: en viajes de ida y vuelta apenas tienes tiempo para trabajar. Mi idea era llegar a Valencia a primera hora de la mañana, tomar un taxi que me condujera a la playa, esparcir las cenizas, dar la conferencia, comer con los organizadores y regresar a Madrid a media tarde.
Aunque Isabel sabía que conservaba las cenizas, no le dije que me las llevaba en ese viaje para evitar que se ofreciera a acompañarme, pues se trataba de algo, creía yo, que debía hacer solo. Llamé a un taxi con mucha antelación, según mi costumbre, y llegué al aeropuerto con hora y media de anticipo sobre el vuelo. En el mostrador de facturación, presenté mi carné de identidad, pues se trataba de un billete electrónico, y me dieron la tarjeta de embarque. Luego me dirigí al control de policía con idea de pasar a la zona de embarque y hacer tiempo leyendo los periódicos.
Me puse, pues, a la cola del control de policía y al llegar mi turno coloqué la bolsa de viaje en la cinta transportadora. Entonces, justo en el instante en el que entraba en la boca del túnel, me di cuenta del disparate que acababa de hacer. Quizá me preguntaran qué rayos era aquello cuya textura se parecía tanto a la de la pólvora, y yo tendría que responder, delante de todo el mundo, que las cenizas de mis padres. Estuve a punto de meter la mano para intentar recuperar la bolsa, pero me pareció que resultaría más sospechoso, de modo que pasé por debajo del arco de seguridad intentando mantener la compostura. Siempre había tenido la fantasía de que un día me detendrían en uno de esos controles, pues soy un culpable nato. De hecho, me parecía mentira que después de haber viajado tanto aún no me hubieran descubierto nada sospechoso en las aduanas. Pero todo llega: cuando mi maleta y yo alcanzamos el otro lado, el guardia que se encontraba frente al monitor me preguntó qué contenían aquellas raras bolsas y me pidió que se las mostrara. Blanco como la pared comencé a abrir el maletín de viaje mientras pronunciaba en voz baja la palabra cenizas.
– ¿Cómo dice?
– Cenizas, las cenizas de mis padres -añadí sacando las bolsas de El Corte Inglés.
– Restos humanos -tradujo el guardia llamando la atención de un superior que se encontraba muy cerca de nosotros y de los otros viajeros, que empezaron a moverse despacio, a ver en qué terminaba aquello. Me dirigí al superior educadamente y le dije que se trataba de las cenizas de mi padre y de mi madre, cuyo deseo era que se esparcieran en el Mediterráneo. El superior me miró con desconfianza y habló con alguien a través de una especie de móvil. En seguida apareció un guardia civil. Le repetí lo mismo, en voz baja, para no dar ninguna satisfacción a los curiosos. El guardia civil sospechaba de mí.
– ¿Y dice que son los restos humanos de su padre y de su madre?
Me di cuenta de que utilizaban la expresión «restos humanos», en vez de cenizas, de un lado para asustarme y, de otro, para justificar el interrogatorio. Respondí que sí, que eran las cenizas de ambos, dándole el gusto de que en mi propia voz pareciera una excentricidad. Finalmente me dijo que esperara, pues tenía que consultar a un superior jerárquico. Yo estaba a punto de derrumbarme por la vergüenza y por el susto, no sé qué sentimiento dominaba sobre el otro. Me veía durmiendo en la comisaría. Mientras esperaba, atravesó el arco de seguridad un escritor al que detesto, pero con el que mantengo unas relaciones educadas. Me preguntó si tenía algún problema, por si necesitaba que me echara una mano, y le dije que no, que estaba a punto de arreglarse todo. Mientras se alejaba, lo vi hablar con uno de los curiosos, que sin duda le estaba contando que me habían sorprendido en el control con restos humanos.
Llegó un guardia civil con más galones, o con más estrellas, no recuerdo, y volví a explicarle la historia. Esta vez añadí que en realidad iba a dar una conferencia a la Universidad de Valencia, pero que como tenía pendiente la tarea de arrojar las cenizas al mar, había decidido llevarlas para matar dos pájaros de un tiro. Habría sido preferible que me saliera otra expresión, pero me salió la de matar dos pájaros de un tiro, que en presencia de aquellos restos humanos envueltos en bolsas de El Corte Inglés sonaba algo siniestra. Al guardia civil no le impresionó el hecho de que yo fuera conferenciante, de modo que ignoró esa parte de la información y me preguntó por los papeles.
– ¿Qué papeles? -dije yo.
– Los de los restos humanos. En el cementerio le darían una documentación.
Reconocí que me habían dado una documentación, en efecto, pero que no se me había ocurrido que fuera necesaria.