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– Pues lo es -dijo-. Me temo que vamos a tener que tomarle los datos y retener los restos humanos hasta que demuestre su procedencia.

Las cenizas de mis padres quedaron requisadas en la comisaría del aeropuerto, donde antes de dejarme ir comprobaron que no era un psicópata en busca y captura. Naturalmente, suspendí el viaje a Valencia y regresé a casa pálido. Dije que me había sentido mal en el aeropuerto y me metí en la cama, donde permanecí tres días con sus noches. Al tercero, me resucitó una llamada de la comisaría. Querían saber cuándo pensaba recoger aquellos «restos humanos», de modo que me puse a buscar los papeles de las cenizas y di milagrosamente con ellos entre las páginas de un cuaderno donde había tomado apuntes para un cuento, quizá una novela corta, que no llegué a escribir y que contaba la historia de un libro que había nacido sin palabras, un libro mudo. El asunto era grave si pensamos que se trataba de un manual de gramática. Los padres de este libro, una gramática macho y otra hembra, lógicamente, eran muy apreciados en el mundo académico, por lo que no podían aceptar haber tenido un hijo con todas las páginas en blanco. El cuerpo central del relato estaría compuesto por el deambular de los padres de la gramática muda por las consultas de los mejores médicos de la época, que no se ponían de acuerdo, pues para unos se trataba de un problema físico y, para otros, de orden psicológico. Unos proponían soluciones quirúrgicas de efectos inmediatos y otros tratamientos farmacológicos muy prolongados. Lo que pretendía con aquel proyecto era escribir una gramática alternativa, para niños (para mí), una gramática en la que se explicaran las nociones de sustantivo y adjetivo y verbo y adverbio de un modo distinto a como lo hacen las gramáticas convencionales. Pues bien, entre las páginas de aquel proyecto se encontraba, por alguna misteriosa razón, la documentación de los restos humanos de mis padres, que recogí ese mismo día y volví a guardar en el armario que hay detrás de la mesa en la que escribo estas líneas. Ahí continúan.

Aquel Miércoles de Ceniza me acordé mucho del Vitaminas, cuya muerte había devenido en una mutilación. Yo continué andando sin sangrar, sin dolor aparente, como una mosca o una araña a la que arrancas una pata. Pero cualquier mirada atenta habría percibido que me faltaba algo. Ese año, en el colegio, me colocaron en las últimas filas, al lado de una de las ventanas que daban al patio. Delante de mí había un crío que tenía una protuberancia extraña en la nuca. Creo que se llamaba Jesús. Un día me contó que le habían quitado un trozo de piel del muslo para colocárselo dentro del oído, sustituyendo a un tímpano dañado. Como llevábamos pantalones cortos, se subió un poco los bordes para mostrarme la zona de donde habían tomado la piel. Se apreciaba, en efecto, un rectángulo de carne más vulnerable de lo normal. Más rosada.

Durante las clases, yo miraba por la ventana y me perdía en ensoñaciones. Mientras el profesor hablaba, imaginaba historias a las que cada día añadía nuevos ingredientes, prestándoles una solicitud artesanal. Las trabajaba con el cuidado con el que un carpintero repasa los bordes de un mueble o un electricista modifica un circuito. Imaginar historias se convirtió en una enfermedad. No hacía otra cosa. Por lo general, disponía de tres o cuatro argumentos a los que daba vueltas alternativamente para completarlos o perfeccionarlos. Y yo vivía dentro de cada uno de esos argumentos que en ocasiones se trenzaban para dar lugar a una historia de mayores dimensiones. Parecía que estaba en clase, en casa, en la calle, pero siempre me encontraba en una dimensión distinta, puliendo una fábula con el empeño con el que la termita construye túneles en la madera. Me movía dentro de esos túneles con la agilidad con la que el topo recorre el laberinto de galerías excavadas debajo de la tierra, aunque sin dejar de prestar atención a lo que ocurría en la superficie, pues más de una vez me sacó violentamente de mis ensoñaciones un grito del profesor. La comparación con la termita y el topo es oportuna porque yo abría realmente en la superficie de la existencia agujeros por los que me colaba para vivir dentro. Vivía en un hormiguero con un solo habitante, yo, que era el protagonista de las historias en las que me refugiaba. Pero las galerías subterráneas se construyen también para escapar de algún sitio. Yo huía, a través de ellas, del barrio, de la familia, de aquella vida que, incluso sin haber conocido otras, no valía la pena.

Por supuesto, suspendía todas las asignaturas, incluida la gimnasia. No podía estudiar, no era capaz de atender en clase ni de organizarme en casa. Había en los libros de texto, o en mí, una suerte de opacidad que nos hacía incompatibles. Dicho en términos actuales, teníamos problemas de conectividad. Aunque pasaba mucho tiempo delante de ellos, a los cinco minutos de haberlos abierto ya me había fugado a través de una trampilla imaginaria por la que se accedía al sótano, donde excavaba nuevas galerías narrativas, nuevas extensiones arguméntales por las que avanzaba a ciegas, como un animal sin ojos. Con frecuencia, al mismo tiempo de inventar historias, dibujaba rostros de manera mecánica en el margen de las páginas de los libros de texto. Rostros de perfil y rostros de frente, con barba o sin ella, con bigote o sin él. Siempre con los ojos abiertos y la boca entreabierta, con las cejas un poco fruncidas y con el pelo peinado hacia atrás. Siempre hombres. En cada página cabían quince o veinte rostros. Dibujé miles de ellos que se perdieron con los libros de texto, dónde estarán ahora. Soy muy mal dibujante, pero tengo un repertorio notable de rostros (todos procedentes de aquella época) que aún sería capaz de reproducir. No sé por qué hacía aquello. Nunca he logrado encontrarle una explicación.

En invierno, los días eran cortos. Cuando volvía a casa por las tardes ya era de noche. Desde el colegio a casa habría veinte minutos si regresaba por el borde del barrio, a través de los descampados, y unos quince si lo hacía por el interior, a través de una serie de calles cortas y torturadas, como los conductos de un sistema digestivo. De noche, el descampado daba miedo, de modo que elegía la segunda posibilidad. Con frecuencia, volvía solo, para continuar imaginando historias por el camino. A veces, sin darme cuenta, hablaba solo. Iba con una cartera de mano muy vieja, heredada de alguno de mis hermanos, y vestido con las ropas que se les quedaban pequeñas a los mayores. Era un niño de segunda mano prácticamente en todos los sentidos. Si cierro los ojos, puedo ver dentro de mi cabeza una calle iluminada por farolas de gas. La calle está dentro de mí, pero yo también estoy dentro de la calle y ambas cosas son posibles de forma simultánea. El cine ha reproducido muy bien la atmósfera moral de las farolas de gas, cuya luz, paradójicamente, es una gran generadora de tinieblas. Tu propia sombra, bajo aquellos fanales, se convertía en la sombra de Hyde, aunque entonces no sabíamos quién era Hyde. Es pleno invierno y llevo una camiseta de manga larga, una camisa, un jersey y una bufanda. Sobre todo ello, intentando contenerlo o someterlo a cierta unidad, me han puesto la chaqueta de uno de mis hermanos mayores, ligeramente arreglada para que se adapte a mi cuerpo. Se trata de una chaqueta de tres botones, ninguno igual a otro, pues se han ido sustituyendo a medida que se caían por el primero que se encontraba en el cesto de la costura. A lo mejor ha nevado y las aceras están llenas de nieve sucia. O ha llovido y el empedrado irregular de la calle brilla a la luz del gas.

Un día, volviendo del colegio, tropecé con una obra protegida por una valla de hierro. Los obreros, antes de irse, habían colgado un farol de carburo para avisar a los transeúntes del peligro. No había nadie más en ese instante en la calle, de modo que cogí una piedra y la arrojé contra la lámpara de carburo, que cayó al suelo rompiéndose con singular estrépito. En ese instante, se materializó frente a mí un señor que me preguntó por qué lo había hecho. Me quedé mirándolo sin responder. Durante unos instantes terribles el señor y yo nos miramos sin decirnos nada. Finalmente, él hizo un gesto de censura y desapareció.