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¿Por qué hice aquello? Tal vez porque mis padres se pasaban la vida discutiendo. Tal vez porque era el último de la clase. Tal vez porque éramos pobres como ratas. Tal vez porque siempre cenábamos acelgas. Tal vez porque no tenía unos guantes con los que evitar los sabañones. Tal vez porque nunca, durante aquellos años, estrené una camisa, unos pantalones, una chaqueta, ni siquiera, creo, unos zapatos. Tal vez porque Dios no se me aparecía. Podría llenar una página de talveces. En la actualidad paseo todas las mañanas por un parque cercano a mi casa. A la entrada del parque hay una marquesina de autobús que los lunes, indefectiblemente, aparece rota a pedradas. La rompen durante el fin de semana los jóvenes que vuelven de divertirse. Es su último acto de afirmación antes meterse en la cama. ¿Por qué lo hacen? ¿Qué destrozan al destrozar la marquesina? ¿Qué rompía yo al romper el farol de carburo?

Cuando llegué a casa me temblaban las piernas, pues si el señor que me había sorprendido me hubiera llevado a la comisaría, habría acabado en la cárcel, que era, por otra parte, mi destino. Bauticé a aquel individuo como el señor Tálvez por razones obvias, acentuando la «a» porque la palabra sonaba mejor como llana que como aguda. Tálvez. Durante unos ejercicios espirituales, en aquella época, un cura nos dijo que Dios se manifestaba sobre todo en las cuestiones aparentemente pequeñas de la vida cotidiana. Nada más escuchar aquello sentí un escalofrío. Comprendí que el señor Tálvez era Dios. Lo fuera o no, su curiosa actuación cambió mi vida. Nunca volví a cometer un acto incívico, no ya por miedo a que se me apareciera, sino por temor a decepcionarle. Un buen educador (también un buen padre) debería ser capaz de llevar a cabo intervenciones de este tipo, tan indoloras, pero tan eficaces, tan oportunas y precisas. Tálvez no ha dejado de aparecerse nunca. Aún hoy, cuando estoy a punto de hacer algo que no debo, se manifiesta dentro de mi cabeza preguntándome por qué. Hace años empecé a escribir una novela en la que convertí a este individuo en una especie de superhéroe que se aparecía a los jóvenes en momentos decisivos de su vida, pero la dejé a medias, en parte porque me dio la impresión de que lo devaluaba al presentarlo de ese modo; en parte, supongo, porque me molestaba compartirlo. Tálvez llevaba un sombrero de ala, un abrigo gris, una camisa blanca y una corbata negra.

En casa, hasta que llegaba la hora de meterse en la cama, nos reuníamos todos en el salón, pues el resto de las habitaciones estaban tomadas por el frío, y abríamos los libros sobre una gran mesa para fingir que estudiábamos. Mi madre cosía con la radio puesta, pero nos prohibía, incongruentemente, escucharla. El salón estaba en el piso de arriba o en el de abajo, indistintamente, según la época, pues ya he dicho que las habitaciones cambiaban de función con alguna frecuencia, en busca de un ordenamiento de tipo práctico o moral con el que nunca dimos. Yo abandonaba a veces la estancia, como si fuera al cuarto de baño, y acudía a una de las habitaciones que daban al patio, a través de cuya ventana, desde la oscuridad, podía observar a mi padre en su taller, iluminado por una luz amarilla. Allí estaba, él solo, trabajando en sus circuitos eléctricos con la misma tenacidad que yo en mis historias. Habría dado cualquier cosa por que fuera comunista o agente de la Interpol. De la Interpol no podía ser porque parecía inverosímil que hubiera dos agentes en la misma calle. Y comunista tampoco, eso era evidente. Si mi padre llevaba una doble vida, lo hacía al modo en que la llevaba yo con mis historias. En todo caso, al observarle a través de la ventana, mientras escuchaba discutir a mi madre o a mis hermanos por encima de las voces de la radio, comprendía que yo no era uno de ellos.

Yo no era uno de ellos. Empecé entonces a aproximarme al padre del Vitaminas, que vivía en nuestro mundo sin pertenecer a él, como un infiltrado. El padre del Vitaminas se llamaba Mateo, sin duda un nombre de guerra para pasar inadvertido, pues resultaba demasiado vulgar para un espía. Cuando mi madre me mandaba a «Casa Mateo» a comprar esto o lo otro, yo me hacía el remolón en la tienda, dejando que se me colara todo el mundo, con la esperanza de que en algún momento nos quedáramos solos él y yo. Quería decirle que sabía de su pertenencia a la Interpol, pero que no se preocupara porque mis labios estaban sellados. Le pediría también que me permitiera colaborar con él, sustituyendo a su hijo en las labores de información. Tenía preparado un discurso muy económico, casi telegráfico, para que me diera tiempo a soltarlo antes de que entrara en la tienda una mujer o, lo que era peor, otro niño con un recado. Tuve tres o cuatro oportunidades, pero llegado el momento se me secaba la garganta, se me bloqueaban los músculos del pecho, me quedaba pálido, de modo que apenas lograba balbucear, frente a la extrañeza del tendero, el encargo de mi madre.

Preparé entonces una hoja en la que, imitando el lenguaje seco y preciso del Vitaminas, describía los movimientos de la gente del barrio. Fulano entra los martes y los viernes a las siete y media en el número setenta y cinco de la calle y sale con un paquete debajo del brazo. El Vitaminas me había enseñado que en este tipo de informes era muy importante no especular, no opinar, no interpretar. Eso quedaba para los expertos. Un buen agente de información sólo relataba actitudes objetivas, hechos. No me estaba permitido aventurar si en ese paquete había un bocadillo o una bomba. Ya lo averiguarían los expertos enviados al barrio para tal fin. En la segunda cara de la hoja anoté las matrículas de los coches que habían pasado por la calle durante el tiempo que había dedicado a la vigilancia. Esto fue una iniciativa mía, pues al Vitaminas no se le había ocurrido o su padre no se lo había pedido. Hice varios borradores en hojas cuadriculadas, que arranqué del cuaderno de matemáticas, y pasé la versión definitiva a limpio sobre una cuartilla que tomé del despacho de mi padre. Jamás había presentado en el colegio un trabajo tan pulcro, tan ordenado, con una letra tan precisa. Doblé la cuartilla varias veces y la guardé en el bolsillo del pantalón, a la espera de una oportunidad.

En aquella época se producían apagones con frecuencia. En casi todas las habitaciones de las casas había una vela, erguida sobre su propia materia en un plato de postre o en el interior de una taza de café.

En la tienda de Mateo había varias, estratégicamente situadas para alumbrar el establecimiento cuando se iba la luz. Eran, al contrario de las de las casas particulares, anchas y altas, como las de las iglesias. Había una en cada extremo del mostrador y cuatro o cinco distribuidas por las estanterías del negocio. Un día me encontraba en la tienda cuando se fue la luz. Además de Mateo y yo mismo, sólo había dentro del establecimiento una señora. El apagón sucedió mientras atendía a la señora. Tras unos segundos de espera (a veces el apagón duraba lo que un parpadeo), escuché un arañazo y apareció un fósforo encendido entre los dedos del agente de la Interpol, que prendió con él las velas de los dos extremos del mostrador antes de continuar atendiendo a la señora, mientras hacía algún comentario sobre la frecuencia de aquellos apagones. La tienda se convirtió en un depósito de sombras en las que las llamas de las velas apenas abrían un par de grietas luminosas. A la luz de aquellas grietas, observé el rostro del tendero y calibré la habilidad con la que, en efecto, tenía recortado el lado derecho del bigote de manera que pareciera que sonreía permanentemente. Era sin duda el rostro de un seductor que contrastaba con el guardapolvo de color gris que constituía su disfraz de tendero. Sentí por él, en aquellos instantes, una admiración sin límites.

Cuando terminó de despachar a la señora y nos quedamos solos, le pedí un cuarto de galletas hojaldradas, tal como me había encargado mi madre. Mientras las preparaba, saqué del bolsillo mi informe y se lo pasé con un ataque de pánico, confiando en que la oscuridad reinante le impidiera apreciar los efectos calamitosos que el miedo y la vergüenza estaban provocando en todo mi organismo. Mateo debió de creer que se trataba de una lista de artículos preparada por mi madre, lo que no era infrecuente, de modo que desplegó el papel, se acercó a la luz de una de las velas, donde su rostro y su calva adquirieron un brillo diabólico, y comenzó a leer en voz baja. Al tiempo que leía iba digiriendo o tratando de digerir la sorpresa, porque tardó mucho en ver toda la hoja (para mí, una eternidad), como si intentara dilatar la respuesta a aquella acción que comprometía su trabajo de espía. Finalmente, sin mirarme, volvió a doblar la hoja en varias partes, como yo se la había entregado, abrió el cajón de la enorme caja registradora y la guardó en lo que a mí me pareció un compartimiento secreto.