– ¿Algo más? -me preguntó con una seriedad terrible desde las profundidades de las sombras.
– No -respondí a punto de llorar o de ponerme de rodillas. Pensé que no tenía derecho a participar de aquel secreto, por lo que quizá la Interpol se viera en la obligación de quitarme de en medio.
– Está bien -dijo.
Yo me di la vuelta, pero cuando estaba a punto de salir me llamó.
– No me has pagado las galletas.
Saqué torpemente las monedas que me había dado mi madre y se las entregué. Cuando emprendía la huida, volvió detenerme.
– Espera -dijo.
Entonces sacó diez céntimos de la caja y tomó de detrás del mostrador una golosina envuelta en papel de celofán.
– Ahora puedes irte -añadió-. Y gracias por la información.
Yo gané la calle en un estado deplorable del que me recuperé en cuestión de segundos gracias a un ataque de euforia como no he vuelto a sentir, creo, jamás. Ni cuando publiqué mi primer libro, ni cuando obtuve mi primer premio literario, ni cuando me contrataron la primera traducción de una de mis novelas… Nunca he vuelto a gozar de un escape de adrenalina (o lo que fuera aquella sustancia estupefaciente) que se liberó dentro de mí. El apagón no había afectado a las farolas, que eran de gas, pero el hecho de que las ventanas de las casas permanecieran oscuras, mudas, o con el leve resplandor de las velas al otro lado de los cristales, otorgaba a la calle un tono hiperreal, muy semejante al que tenía vista desde el sótano de Mateo. En medio de aquella atmósfera invernal (cómo me gustaría, años después, aquella película, El espía que surgió del frío, basada en una novela no menos notable de Le Carré), avanzaba yo convertido al fin en un agente de la Interpol.
Al llegar a casa, tras dejar las galletas en la cocina, tomé el cabo de una vela, lo prendí, y me encerré en el cuarto de baño para cerciorarme de que los diez céntimos que me había dado Mateo eran de verdad diez céntimos. Y lo eran. Se podía vivir de espiar, te pagaban por ello. ¿Qué más daban entonces las malas notas, los suspensos? Nunca más volvería a preguntarme qué iba a ser de mí porque ya lo estaba siendo: era un espía de la Interpol que se encontraba, en calidad de infiltrado, en un mundo al que no pertenecía.
En cuanto a la golosina, se trataba de un «pan de higo», un dulce de forma rectangular con una porción de la pulpa de esta fruta entre dos galletas muy delgadas. Costaban dos reales (cincuenta céntimos), pero a veces llevaban dentro, de regalo, una moneda que tenía un agujero en el centro y cuyo valor equivalía al precio de la golosina. Creo que aquellas monedas adquirieron tras su desaparición cierto valor numismático. Pues bien, nada más desenvolver el pan de higo y morderlo, mis dientes tropezaron con una dureza que era, en efecto, el premio de dos reales protegido por un papel de celofán. Di por supuesto que Mateo me había dado aquella golosina sabiendo que tenía premio. Cuando sucedió lo de la peseta de mamá, en la playa, no advertí que había sido ella. Ahora, en cambio, atribuía lo que sin duda no pasaba de ser una casualidad a la intencionalidad del espía. Todo al revés.
En esto, vino la luz, pero no desapareció con ella el encantamiento. Salí del cuarto de baño y me incorporé a la vida familiar fingiendo ser uno de ellos, aunque mi madre, que era adivina, me preguntó si me pasaba algo.
A partir de aquel día, y con una periodicidad semanal, entregué a Mateo un informe minuciosamente elaborado que él escondía en el compartimiento secreto de la caja registradora y a cambio del que me entregaba diez céntimos. Nunca más volvió a darme un pan de higos, lo que de un lado me decepcionó y de otro me gustó. No se podía ser al mismo tiempo un agente de la Interpol y un crío que suspirara por aquellas golosinas. Nuestra relación como espías se limitaba a este intercambio de informes y dinero. Jamás cruzamos una palabra sobre nuestra actividad clandestina. Las paredes oyen, decía un refrán muy utilizado en aquella época por nuestros padres. Y las paredes oían, en efecto, pues de acuerdo con mi colección de cromos sobre el FBI y la Interpol, el mundo (ya entonces) estaba sembrado de micrófonos ocultos.
Pero Mateo tenía otra cosa que me interesaba: su hija María José, aquella especie de fantasma que atravesaba la calle sin que nadie reparara en su presencia. Era tal su levedad, su ligereza, quizá su insignificancia, que fantaseé a menudo con la idea de que se tratara de un fantasma al que sólo a mí, por alguna misteriosa razón, me estaba permitido distinguir. A diferencia de Luz, la belleza oficial, pero vacía, de la calle, María José daba la impresión de estar habitada por alguien (y por alguien que sabía cosas de mí).
Pero si a María José no la veía nadie, tampoco ella nos veía a nosotros. Pasaba a nuestro lado y sólo yo volvía la vista disimuladamente para aprenderme su rostro como el que se aprende una canción. Tenía unos ojos un poco saltones en los que, si querías (o si lo necesitabas, como seguramente era mi caso), podías advertir un movimiento de asombro, quizá de pánico. Sobre ellos, había unas cejas muy anchas y muy negras que oscurecían esa zona de la cara provocando la impresión de que observaba la vida desde un callejón lóbrego. Sus labios, finos y un poco torturados (especialmente el superior), sugerían la existencia de un malestar permanente, pero aceptado con una forma de sumisión perturbadora. Y llevaba una cola de caballo (muy común entre las chicas de la época) que en vez de arrancar de la nuca, como la de Luz, salía absurdamente de la coronilla, como un manantial, desembocando casi al nivel de la cintura. Todos estos accidentes físicos se daban en el territorio de una línea, pues su delgadez era tal que parecía haber sido hecha sin levantar el lápiz del papel. Resultaba sorprendente que aquella raya llamada María José pudiera soportar el peso de un uniforme colegial tan abundante como espeso.
Aquella primavera, cuando cambió el uniforme de invierno por el de verano, advertí en su cuerpo una trasformación portentosa: tenía pechos. Quizá resulte exagerado llamar pechos a aquellas dos provocaciones que aparecieron debajo de su blusa, pero en un cuerpo tan lineal parecían, si no una calamidad natural, un acontecimiento extraño. Nadie reparó tampoco en la aparición de sus pechos, excepto yo, que comencé a desfallecer por ellos. Resultaba del todo incomprensible que siendo míos (de quién si no) aparecieran en un cuerpo distinto, ajeno, impracticable. De hecho, me costó más contactar con ella que con su padre, en cuyas manos reposaba la seguridad del universo.
En clase, mientras el profesor decía no sé qué cosas junto al encerado, imaginaba que María José y yo nos casábamos, convirtiéndome de este modo en el hijo de Mateo (en aquella época, los yernos llamaban padre o papá a sus suegros, lo que los convertía, en cierto modo, en hermanos de sus mujeres: el incesto siempre al acecho). En mis sueños, me acogían entre ellos y con el tiempo me ocupaba de la tienda de ultramarinos (de la tapadera). Durante el verano fingíamos que nos íbamos a la casa del pueblo, pero viajábamos en realidad a Estados Unidos para hacer cursos de espionaje. María José y yo tendríamos varios pasaportes de diferentes nacionalidades y utilizaríamos unos u otros en función de cómo estuvieran las cosas o adonde nos dirigiéramos, pues no sería raro que con el tiempo me encargaran la realización de algún trabajo al otro lado del Telón de Acero.