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– ¿A ti qué es lo que más te cuesta hacer con la mano izquierda? -me preguntó ella de súbito.

– Abrocharme los botones de la camisa -dije, aunque estaba pensando en los de la bragueta, por lo que me puse colorado.

Ella asintió como si hubiera dado la respuesta correcta, lo que me llenó de seguridad. Nunca en mi vida me he sentido tan seguro de mí como en aquel instante. Los botones de mi camisa me hicieron pensar en los de su blusa y me la imaginé abrochándoselos, lo que hizo que mis pies tropezaran y diera un traspiés.

El trato con María José provocaba una acumulación continuada de excitación sin descarga, de ardor sin bálsamo, de exaltación sin caída. Me acostumbré a encontrarme con ella por las tardes, pues salía del colegio media hora después que yo. Supe, desde la tercera tarde, que estaba haciendo las cosas mal, pues si bien ella se dejaba querer (es un modo de decir que no me rechazaba abiertamente), tampoco aportaba nada a la relación. Un sexto sentido me decía que debía espaciar mis encuentros, disimular mi pasión, añadir a mi trato con ella una porción de indiferencia. Pero un instinto de destrucción más poderoso que el sexto sentido me empujaba a perseverar en el error. Lo cultivé con tanta minuciosidad que la historia apenas duró un par de semanas (en realidad duraría toda la vida, pero de mala manera, como veremos).

Un día, mientras caminábamos hacia nuestra calle, intenté tocar su mano derecha. Tomé la decisión de empezar por la derecha pensando que al ser zurda se trataba de una mano periférica, menos sensible o importante que la izquierda. Se opuso, como era lógico, asegurándome que lo que yo intentaba hacer con ella era pecado mortal. Añadió, para desconcierto mío, que desde los últimos ejercicios espirituales había aprendido a vivir como si fuera a morir al minuto siguiente. Se trataba de una recomendación hecha por el cura que los había impartido. Si te acostumbrabas a vivir como si fueras a morir al minuto siguiente, cambiaban todas tus preferencias (ahora habríamos dicho prioridades).

– Si me dejara tocar -añadió- y me muriera al minuto siguiente, iría al infierno por toda la eternidad.

Volví a casa perplejo, tratando de imaginar qué haría yo en aquel instante si fuera a morir al minuto siguiente. Desde luego, lo último que se me ocurriría sería masturbarme, que era lo primero que se me venía a la cabeza cuando no me iba a morir al minuto siguiente. Era cierto, pues, que las prioridades cambiaban. Y no sólo cambiaban, sino que se invertían. Cuando entré en casa, escuché a mi madre dando gritos a alguno de mis hermanos. Si supiera, pensé, que se iba a morir al minuto siguiente, lo abrazaría en vez de reñirle. Conté hasta sesenta, pero no se murió nadie. Por mi parte, viví varios días fingiendo ser zurdo y fingiendo que me iba a morir al minuto siguiente, de modo que acabé agotado física y psíquicamente.

Uno de aquellos días, al acudir al encuentro con María José, me preguntó por qué la perseguía. Le aseguré que se trataba de lo que haría si fuera a morir al minuto siguiente. Continuamos caminando en silencio hasta que ella se volvió y dijo con crueldad:

– Tú no eres interesante para mí.

Yo continué caminando a su lado, pero al modo en que un pollo sin cabeza continúa volando, o sea, muerto. Aquella frase me había roto literalmente el corazón. Un cuchillo oxidado no habría tenido efectos más devastadores. Continué andando, pues, por pura inercia hasta su casa y luego seguí hasta la mía sabiendo que ya no era necesario imaginar que iba a morir al minuto siguiente porque ya estaba muerto. Entré muerto en casa y logré alcanzar, muerto, el cuarto de baño para ocultar la trágica situación a la familia. Al mirarme en el espejo reconocí en mi rostro todos los atributos de un cadáver. Tenía la nariz afilada y el rostro pálido como la cera. Sabía que la nariz afilada era un síntoma cadavérico porque se lo había escuchado a mi madre a propósito de una foto del cadáver de Pío XII en el periódico. Ella dijo «nariz afilada» y «rostro cerúleo». Así estaba yo delante del espejo, con la nariz afilada y el rostro cerúleo. No era que la vida hubiera perdido sentido, es que ya no había vida.

Estar muerto era en mi situación un consuelo, pues cómo soportar vivo, no ya aquel rechazo, sino aquella humillación. Tú no eres interesante para mí. En una de las miles de veces que repetí la frase, reconstruyendo la situación para ver si le encontraba una salida, pensé que entre el «tú no eres interesante» y el «para mí» había habido una pequeña pausa, una cesura, que dejaba una vía de escape. Quizá había dicho: «Tú no eres interesante, para mí.» La coma entre el «interesante» y el «para» venía a significar que podía ser interesante para otros, incluso para el mundo en general. Era la primera vez que le encontraba utilidad práctica a un signo ortográfico, la primera vez que le encontraba sentido a la gramática. Quizá al colocar aquella coma perpetré un acto fundacional, quizá me hice escritor en ese instante. Tal vez descubrimos la literatura en el mismo acto de fallecer.

Y bien, ¿podía salir del cuarto de baño e incorporarme a la vida familiar confesando que me había muerto (de amor)? Era evidente que no, de modo que tenía que fingir que continuaba vivo, ya veríamos durante cuánto tiempo. Si llevaba meses ocultando mi condición de espía, ¿por qué no ocultar ahora mi condición de finado? Por unas cosas o por otras, nunca pertenecía al mundo en el que me hallaba, ahora porque ellos estaban vivos y yo no. Me lavé la cara, abrí la puerta y me mezclé con la familia fingiendo que era uno de ellos. Años más tarde aproveché este suceso para construir una de las líneas arguméntales de mi novela Tonto, muerto, bastardo e invisible, donde relataba la historia de un individuo que fallece de pequeño en el patio del colegio, aunque, por no dar un disgusto a sus padres, finge que continúa vivo. Yo también fingí que continuaba vivo. Y hasta hoy.

Una vez rotas mis relaciones con María José, perdí el gusto por los informes para la Interpol, de manera que fui espaciándolos hasta suprimirlos sin que Mateo mostrara algún tipo de extrañeza. Me dio la impresión de que se había dejado querer, como su hija. Pero al poco, cuando comprendí que seguramente todo aquello no había sido más que un juego en el que el tendero me había seguido la corriente en memoria de su hijo, me morí por segunda vez (ahora de vergüenza), al pensar que podía haberlo comentado en su casa, delante de María José. Por supuesto, dejé de hacerle a mi madre recados que exigieran ir a Casa Mateo. Ella lo entendió porque ya he dicho que lo sabía todo.

Pese a todo, mi relación con María José se prolongaría de un modo absurdo a través del tiempo, atravesando (¿debería decir ensartando?) distintas épocas de mi vida. En el barrio nos volvimos a ver en contadas ocasiones, pues ella continuó llevando una existencia fantasmal y yo empecé a dar rodeos para no pasar cerca de la tienda de su padre. Nos encontramos de nuevo en 1968, al desplomarme yo sobre su espalda en el autobús que iba desde Moncloa a la Facultad de Filosofía y Letras, como consecuencia de un frenazo que me cogió distraído mientras leía La náusea, de Sartre (qué, si no). Ella se volvió con expresión de fastidio y nos reconocimos.

– Hola -articulé.