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– Hola -dijo ella alternando el primer gesto de irritación con otro de sorpresa-. ¿Adónde vas?

– A Filosofía.

– ¿Desde cuándo?

– Desde este año, estoy en primero.

– Ah -añadió-, yo estoy en quinto.

Y eso fue todo porque en ese momento la reclamó alguien más interesante (para ella).

Yo estudiaba en el nocturno porque trabajaba por las mañanas en la Caja Postal de Ahorros, pero acudía a primera hora de la tarde a la facultad para coincidir con los grupos diurnos y hacerme la ilusión de que era un verdadero universitario, un hijo de papá. De hecho, establecí más relaciones e hice más amistades con la gente de los diurnos (mis enemigos de clase) que con la del nocturno (personas trabajadoras, como yo). Durante aquel curso vi muchas veces, por lo general de lejos, a María José. Era una dirigente estudiantil con prestigio entre los círculos más politizados de la universidad. A veces coincidíamos en la biblioteca o en el comedor del SEU, adonde yo iba con frecuencia tras salir de la oficina, pero ella siempre miraba hacia otro lado. Si no tenía más remedio, intercambiaba conmigo cuatro o cinco palabras, acertando a hacerme daño con una o dos.

La última vez que la vi durante aquel curso fue en el célebre recital de Raimon, en la Facultad de Económicas. Ella estaba en la primera fila, junto a otros líderes estudiantiles. Yo me encontraba cerca de la salida porque había padecido ya algún leve episodio de claustrofobia y en la sala no cabía un alfiler. La descubrí en seguida, hablando con el cantautor y con personas de su círculo antes de que comenzara el acto, en cuya organización daba la impresión de tener alguna responsabilidad. No la perdí de vista un solo instante. Llevaba una falda escocesa, de cuadros rojos y verdes, cerrada a la altura del muslo con un gran alfiler dorado, y una blusa blanca con el escote en pico, muy parecida, sorprendentemente, a la del uniforme del colegio. Se sabía las letras de todas las canciones, que seguía con el movimiento de los labios. Continuaba siendo muy delgada, pero la línea de su cuerpo se había ensanchado de un modo algo brutal en la cadera. En cuanto al rostro, no había perdido la expresión de perplejidad de la infancia. Continuaba trasmitiendo la impresión de estar habitada por alguien con quien quizá no había llegado a un acuerdo.

Tras el recital salimos en manifestación hacia Moncloa por el centro de la Avenida Complutense. Apenas habíamos recorrido quinientos metros, cuando apareció delante de nosotros un grupo de policías a caballo. Los manifestantes más osados se acercaron a los animales arrojando bolas de acero entre sus cascos. No se cayó ningún caballo, como aseguraba la teoría, pero algunos de los manifestantes rodaron peligrosamente entre las patas de los animales. La carga, brutal, rompió el cuerpo de la manifestación, que se dividió en varios grupos que corrieron, ciegos, en todas las direcciones.

Yo huí hacia el lateral de la derecha, encontrando refugio entre los arbustos que crecían en un terraplén desde el que podía divisar a cubierto lo que sucedía en el centro de la avenida. Estaba paralizado por la posibilidad de que me detuvieran, porque eso significaría la expulsión inmediata de la Caja Postal de Ahorros, de cuyo sueldo dependía absolutamente. Mientras jadeaba oculto entre las ramas de un arbusto, escuché voces y sirenas y asistí a la llegada de las «lecheras» de la policía. Intentando controlar el pánico, continué avanzando de arbusto en arbusto por aquel terraplén desde el que a la altura de la Facultad de Medicina, donde me detuve a tomar aire, vi a María José arrastrada en medio de la avenida por un gris que la metió a golpes en un furgón, junto a otros detenidos. Permanecí unos segundos allí y volví a verla en seguida al otro lado de una de las ventanillas. Su expresión no era de miedo, sino de cálculo, como si estuviera evaluando la situación.

En esto, pasó junto a mí un grupo de cuatro o cinco manifestantes con los que cambié impresiones. Me dijeron que ni se me ocurriera ir hacia Moncloa, que a esas horas se habría convertido en una ratonera, así que alcancé con ellos la carretera de La Corana, donde tras separarnos me puse a correr absurdamente, yo solo, hacia Puerta de Hierro. Corrí hasta que se dejó de escuchar el ruido de las sirenas y aún luego continué andando desorganizadamente por el borde de la carretera hasta la altura del hipódromo, donde permanecí sentado en una piedra sabiendo que en ese instante era el hombre más solo del universo. Cada poco, venían a mi cabeza las imágenes de María José siendo arrastrada de los pelos hasta el furgón de la policía. ¿Acaso podía yo haber hecho algo?

Más tarde encontré el modo de regresar a Madrid por Reina Victoria, atravesando la zona de los colegios mayores, que permanecía en calma. Cuando de madrugada llegué al barrio, observé que salía una luz del ventanuco que daba al sótano de la tienda de Mateo, el lugar desde el que en otro tiempo había visto la Calle. Me agaché sobre la acera, para asomarme discretamente, y vi al padre de María José con expresión de pánico, rodeado por tres o cuatro individuos con aspecto inequívoco de policías. Habían puesto la bodega patas arriba y la estaban registrando palmo a palmo. Al día siguiente nos enteramos de que María José pertenecía al Partido Comunista y que escondía en aquel sótano, camuflada entre el género de la tienda de su padre, abundante propaganda subversiva. Resultaba irónico que Mateo buscara el comunismo fuera de casa teniéndolo dentro.

Tendrían que pasar otros doce o trece años para encontrarme (o desencontrarme) una vez más con María José. Fue en el 79, quizá en el 80. Para entonces, yo había publicado dos novelas, Cerbero son las sombras y Visión del ahogado. Gracias a las críticas obtenidas por esta última, me invitaban a dar charlas de vez en cuando en instituciones culturales, actividad que compatibilizaba sin problemas con mi trabajo en Iberia, de donde no me despedirían hasta el 93. En este caso la invitación procedía de la Universidad de Columbia, en Nueva York, donde daba clases Gonzalo Sobejano, un reputado hispanista que había tenido la generosidad de dedicar un extenso trabajo a estos dos libros.

Se trataba de la primera vez que recibía una invitación de una universidad y la primera que viajaba a Nueva York, por lo que llegué a la ciudad de los rascacielos en un estado de excitación y de pánico comprensibles. Cuando me senté a la mesa desde la que tenía que impartir la charla (yo la llamaba charla para relajarme y los organizadores, para atribularme, conferencia), vi delante de mí un público de profesores y alumnos de español que me observaba con curiosidad. Me presentó un docente con barba leninista que contó de arriba abajo el argumento de Cerbero son las sombras. Minutos más tarde, cuando empezaba a destripar el de Visión del ahogado, distinguí a María José entre el público. Ocupaba un lugar situado hacia la mitad de la sala, al lado del pasillo. Naturalmente, me morí de la impresión, pero hice como que continuaba vivo para no dar el espectáculo (tenía experiencia en las dos cosas: en que ella me matara y en disimular que estaba muerto).

Había imaginado tantas veces que María José asistía a una de mis intervenciones públicas que creí encontrarme dentro de una de aquellas fantasías que elaboraba y modificaba de forma minuciosa durante días y semanas enteros, a veces con sus noches. Continuaba, de adulto, imaginando historias con el mismo tesón que de niño. Y las que imaginaba ahora no eran menos delirantes que las de entonces. Y bien, el caso es que me encontraba a punto de impartir una conferencia en una universidad de Nueva York (un sueño) y que entre el público se encontraba María José (una quimera). Volví a mirar a la mujer situada hacia la mitad de la sala, junto al pasillo, y comprendí entonces que se parecía a María José, pero que no era ella. Para ser exactos, unas veces era ella y otras no. Ahora, me decía, la miraré de nuevo y no será ella. Pero sí lo era. Ahora dejará de serlo. Y a lo mejor dejaba de serlo, pero sólo durante unos instantes. Si fuera ella, pensaba, buscaría mis ojos como yo buscaba los suyos. Sin embargo, estaba atenta a lo que decía mi presentador, al que yo, por cierto, había dejado de escuchar hacía rato. Al fin, para atenuar la impresión, decidí que se trataba de una alucinación discontinua.