Aunque me había comprometido absurdamente a hablar de la relación entre mis dos novelas publicadas y la agonía del franquismo (tema muy de la época), al abrir la boca me salieron las primeras palabras de una charla que había pronunciado mil veces de forma imaginaria en el interior de esa fantasía en la que María José asistía a una de mis intervenciones públicas. Diserté, en fin, sobre la importancia de lo irreal en la construcción de lo real, ilustrando mi exposición con un relato según el cual en mi barrio, cuando yo era pequeño, había un ferretero cuyo hijo iba a mi colegio. Como éramos amigos, un día me confesó en secreto, y tras hacerme jurar que no se lo contaría a nadie, que su padre era en realidad un agente de la Interpol. La ferretería constituía, pues, una tapadera bajo la que llevaba a cabo su verdadera actividad. Que en un barrio del extrarradio de Madrid, en aquellos años de plomo, hubiera un agente de la Interpol, nos redimía del sarampión y de las ratas y de los piojos y de la sífilis y del hambre y de la poliomielitis… Naturalmente, a partir de aquel instante empecé a dirigirme al padre de mi amigo con un respeto y una admiración sin límites.
Pasaron los años, continué mi relato dirigiéndome a la mujer que se parecía a María José y que me observaba con el mismo punto de indiferencia con el que había escuchado a mi presentador, y nos hicimos mayores sin que yo hubiera echado en cara nunca a mi amigo aquella mentira infantil.
– Pero hace poco -añadí- volvimos a encontrarnos y le invité a comer para recordar viejos tiempos. En realidad quería preguntarle cuál de aquellos dos padres -el imaginario o el real- había sido más importante en su formación. Me dijo que el irreal, sin duda alguna, es decir, el agente de la Interpol. De él había recibido los mejores consejos, las mejores orientaciones, él había sido su verdadero ejemplo de conducta, el modelo que había que seguir, mientras que del padre real -el ferretero- tenía pocos recuerdos, casi todos malos.
El hecho de que la expresión de la mujer no mostrara ninguna emoción frente a mi historia, pese a que a esas alturas me dirigía a ella como si no hubiera más gente en la sala, me confirmó en la idea de que no se trataba de María José.
Cuando terminé de hablar, algunas personas se acercaron a la mesa para saludarme o para que les firmara un libro. Entre ellas, vi avanzar por el pasillo a aquella quimera. Y a cada paso que daba se iba convirtiendo un poco más en la María José real, de modo que cuando estuvo frente a mí resultó que era completamente ella. Nos dimos un beso y le pedí que me esperara unos instantes, mientras atendía a las personas que se habían acercado a saludarme. Me dijo que no me preocupara, que iba a asistir a la cena que la universidad había organizado a continuación en mi honor.
Y bien, resultó que daba clases en la Universidad de Columbia, donde preparaba también un trabajo sobre la novela española de los 50. Me había seguido, dijo, desde la publicación de mi primer libro, sorprendida de que aquel chico de su calle se hubiera convertido en novelista.
– Gracias a ti en parte -le dije.
– ¿Y eso?
– Si luego me acompañas al hotel, te lo digo.
– De acuerdo.
Con aquella perspectiva, la cena y su sobremesa se convirtieron en una tortura. Pero llegó a su fin, como todo en la vida, y me encontré caminando al lado de María José con idéntica torpeza a la de cuando era niño, sólo que entonces nos encontrábamos en un suburbio de Madrid y ahora en el centro de Nueva York. Cada uno por su lado había logrado fugarse de aquella condición infernal, de aquel barrio espeso, de aquella calle húmeda.
La cena había tenido lugar en un restaurante situado en los alrededores del MOMA y mi hotel se encontraba en la 42, cerca de Grand Central, la célebre estación a la que me he referido en otro momento. Estábamos en primavera y la temperatura era agradable, por lo que decidimos caminar por la Quinta Avenida hasta la altura de mi calle. La conversación y los cuerpos fluían con dificultad hasta que le conté el deslumbramiento que supuso para mí descubrir que era zurda. Le dije que durante mucho tiempo, después de aquella revelación, quise ser zurdo, horizonte al que aún no había renunciado del todo. También le relaté mi sueño de escribir una novela zurda.
– ¿Qué es una novela zurda? -preguntó.
– No sé -dije-, una novela escrita con el lado izquierdo, una novela que resulte tan difícil de leer con el lado derecho como cortar un papel con unas tijeras de diestro utilizando la mano izquierda.
Rió cortésmente, pero me aseguró que estaba lejos de alcanzar ese objetivo. Había leído mis novelas, a las que se refirió como si no hubieran logrado estar a la altura de ella como lectora. No lo dijo de un modo brutal, pero sí de un modo claro. Tal como lo entendí, le parecían dos novelas bienintencionadas, pero pequeño-burguesas, sin ambiciones formales, sin instinto de cambio. Advertí que también ella había imaginado en más de una ocasión un encuentro como el que estábamos protagonizando y para el que tenía preparado un discurso demoledor. Comprendí también que ahora creía en la crítica literaria como en otras épocas había creído en Dios o en la lucha de clases. Yo regresaba a Madrid al día siguiente, quizá no nos volviéramos a ver en otros doce o trece años, de modo que podía haber dicho cuatro cosas amables sobre mis libros y aquí paz y después gloria, pero parecía dominada aún por una necesidad feroz de hacerme daño. Tuve la impresión de que al escribir y publicar con cierto éxito aquellas dos novelas pequeño-burguesas, poco ambiciosas formalmente, etcétera, había alterado de forma intolerable el orden de un escalafón imaginario (todos lo son) en el que María José, hasta que mis libros irrumpieran en las librerías, había ocupado uno de los primeros puestos. Le pregunté si escribía y dejó entrever que sí, aunque lo hacía para un lector todavía inexistente, por lo que no podía ni soñar en encontrar editor. Mientras la Historia alumbraba a aquel lector superior, y para colaborar a su advenimiento, había decidido dedicarse a la crítica literaria.
Todo aquello me producía una pena sin límites. El destino nos proporcionaba la oportunidad de cerrar una herida y nosotros hurgábamos en ella en busca del hueso. Me callé dispuesto a no alimentar su rencor ni mi lástima. Entonces me preguntó por qué le había dicho que yo era novelista gracias, en parte, a ella y le recordé aquella frase (tú no eres interesante para mí), así como la coma que había colocado entre el «interesante» y el «para mí» a fin de no suicidarme.
– Siempre quise -añadí- preguntarte si aquella coma la había puesto yo o la habías puesto tú. De modo que te lo estoy preguntando ahora.
– Si la hubiera puesto yo -dijo-, no serías escritor. Eres escritor porque la pusiste tú, porque generaste recursos para contarte la realidad modificándola al mismo tiempo que te la contabas.
Me pareció que se ablandaba un poco y desistí de mi mutismo anterior, aunque explorando zonas conversacionales poco comprometidas o neutras. Le pregunté por sus padres, de quienes me dijo que seguían más o menos bien.
– Siempre soñaron -añadió- que estudiara Económicas para ayudarlos a crecer. Mi padre llamaba crecer a hacerse rico.
– ¿Y tú?
– ¿Yo qué?
– ¿A qué llamas crecer?
Se detuvo un momento observándome como a un marciano.
– ¿De verdad no sabes a lo que llamo yo crecer?
– Quizá sí, pero quiero que pongas palabras a lo que creo.
Y le puso palabras sin pudor a lo que ella llamaba crecer, que resultó consistir en un conjunto de ambiciones de manual de izquierdas expresadas con un lenguaje parecido al que años más tarde descubriríamos en los libros de autoayuda. En eso, al menos (en llevar unos años de ventaja a la explosión de la auto-ayuda), sí parecía una adelantada.