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No todo el caudal de esta época está formado por imágenes inconexas. Es verano, sábado o domingo, y mi madre, mamá, está preparando la comida para ir a la playa. Esa noche he soñado que al hacer un hoyo en la arena encontraba una peseta. Se lo cuento a mi madre, que va de un lado a otro de la cocina, colocando cosas, y no sé si me escucha. Luego estamos en la playa, debajo de una sombrilla. Mis hermanos han corrido al agua. Mi madre dice que por qué no hago un hoyo, a ver si encuentro la peseta del sueño. Me pongo a escarbar y al poco aparece, en efecto, la moneda, el tesoro. Todos los días de mi vida recordé esta historia que implicaba la realización de un sueño. Me la contaba a mí mismo una y otra vez, como si no comprendiera su sentido. Muchos años después, tumbado en el diván de una dulce psicoanalista, una mujer llamada Marta Lázaro, la volví a contar, volví a contarme la historia de aquel sueño realizado y de súbito, para no ahogarme por la emoción, tuve que incorporarme: acababa de descubrir que mi madre, mamá, había escondido aquella moneda en la arena antes de sugerirme que hiciera el hoyo. En el instante de este segundo descubrimiento, mi madre llevaba más de un año muerta y ocupaba casi todas las horas de mi análisis. La anécdota está atribuida a un personaje de La soledad era esto, publicada en 1990.

Otra imagen de la playa: voy por la arena solo, corriendo entre los cuerpos tumbados al sol. Uno de esos cuerpos reclama mi atención. Pertenece a un hombre vestido con pantalones y camisa blancos. Lleva unos zapatos, también blancos, de los de rejilla, y se tapa la cara con un sombrero del mismo color. Duerme. Me quedo mirándolo, extrañado. En esto, viene un poco de aire que le descoloca el sombrero y veo su rostro. Es mi padre, pero sobre todo es un hombre. Salgo corriendo, espantado, hacia donde se encuentra mi madre, pero no le digo que papá está allí a unos metros de nosotros, como si no nos perteneciera o no le perteneciéramos. No sé qué hacía allí.

Otro día, también en la playa, hemos alquilado un patín, esa embarcación rudimentaria compuesta por dos flotadores paralelos unidos por cuatro o cinco travesaños. Estamos sobre él, en equilibrio inestable, mis hermanos y yo, además de papá. De repente, al imaginar el abismo que se abre debajo de nosotros, tengo un ataque de pánico. Quiero volver a la orilla. Mi padre me coge del brazo, me aprieta muy fuerte y me mira como si me quisiera matar, como si me fuera a matar. Se ha convertido en un hombre. Esa noche, en la cama, tengo la fantasía de que me peleo con él y le venzo.

Todavía un poco más de Valencia: Voy al colegio de la mano de mi madre (la mano de mi madre, ¿cuántas veces ha de emplear esta expresión un hombre que relata su vida?). Voy, pues, de la mano de mi madre. Todos los días nos cruzamos con otra madre que lleva de la mano a su hijo ciego, quizá, pienso yo, a un colegio especial, de alumnos ciegos y profesores ciegos. Los imagino moviéndose como bultos por las estancias de ese centro especial. No sé por qué, me viene a la cabeza la idea de que entre todos esos niños hay uno que, aunque finge ser ciego, ve. Me estremece la idea. Todavía ahora, al imaginar a ese crío impostor en clase, en el comedor, en el recreo, siento una incomodidad inexplicable. El caso es que cuando nos cruzamos con el niño que no ve, yo cierro los ojos y camino algunos metros a ciegas para intentar averiguar qué siente el niño ciego, cómo es su universo, de qué manera percibe los peligros. Pero los abro en seguida, aterrado. Un día se me ocurre la idea de que mientras yo permanezco con los ojos cerrados, el niño ciego ve, de modo que empiezo a cerrarlos con frecuencia, en clase de matemáticas, de geografía, durante la comida, en el recreo, también en el pasillo de casa, en el cuarto de baño, en la cocina… Tengo la convicción absurda de que entre ese niño y yo hay un vínculo misterioso que nos obliga a compartir la vista. Llega así un momento en el que paso casi la mitad del día con los ojos cerrados. Las monjas empiezan a llamarme la atención; mi madre me pregunta si me ocurre algo; empiezo a producir inquietud a mi alrededor. Poco a poco, abandono esta costumbre. Un día, dejamos de cruzarnos con el niño ciego. Me olvido de él. Muchos años más tarde, ya convertido en escritor, me acuerdo de aquella historia y decido hacer un reportaje sobre los ciegos. Para ello, paso una jornada en su compañía, con los ojos tapados por un antifaz. Lo hago para que el niño ciego de mi infancia pueda ver el mundo, sin interrupciones, durante un día entero. Caso cerrado, deuda cancelada. Ya no debo sentirme culpable de ver.

El colegio, en Valencia, era de monjas. Dejábamos los abrigos, al llegar, dentro de un armario. Durante la jornada, pensaba a veces en él, en el abrigo dentro del armario. Me parecía que las prendas de vestir tenían un poco de vida y que estaban deseando que volviéramos a rescatarlas de la oscuridad. No recuerdo cómo aprendí a leer, me recuerdo leyendo en un libro de texto algo sobre don Pelayo. Se me quedó ese nombre, don Pelayo. Por lo demás, pronunciaba muy mal. En casa me llamaban lengua de trapo. A veces me miraba la lengua en el espejo, para comprobar que era de carne. Pero cuando dejaba de mirarla, la sentía realmente como un pedazo de fieltro. En más de una ocasión, la pasé por encima de las chaquetas, de los pantalones, de la ropa interior de mis hermanas y mi madre, convencido de que, al ser de trapo, poseía cualidades especiales para apreciar el sabor de aquellas prendas. Mi dificultad para pronunciar determinadas letras hacía gracia a los mayores. En las reuniones familiares me pedían que recitara poesías subido a una silla.

Cuando entraba en clase una monja determinada, cuyo nombre no recuerdo, yo notaba entre las ingles un movimiento anormal que sólo podía tratarse de una forma muy primaria de excitación venérea. El sexo.

El viaje de la familia a Madrid marcó un antes y un después, no sólo porque después fuimos pobres como ratas, o porque antes no hiciera frío, sino porque gracias a aquel corte sé perfectamente a qué etapa corresponde cada recuerdo. En la etapa de antes, una noche de Reyes vi, mientras me desnudaba, a un rey mago al otro lado de la ventana. Observé que mis hermanos no se habían dado cuenta y no dije nada.

Hay un momento en la etapa de antes de Madrid en el que se empieza a hablar del viaje. Parece que nos vamos de Valencia, pero la información se nos da de forma harto contradictoria. Las bocas de los adultos dicen cosas que sus ojos desmienten. Lo que aseguran las bocas es que se trata de mejorar. Madrid es la capital, un lugar en el que las oportunidades se multiplican, en el que hay de todo (pronto advertiría que no había playa, ni mar, ni calor, entre otras cosas esenciales), en el que uno puede llegar a ser lo que quiera… Estos mensajes van dirigidos sobre todo a mis hermanos mayores. Yo soy un oyente residual que escucha voces cuyos significados desconoce, aunque soy quizá el único capaz de advertir el contraste entre el mensaje de las bocas y el de los ojos.

Se trataba, en realidad, de un viaje desesperado. Una de las noches anteriores a la partida estoy en la cama, despierto. Se abre la puerta y entran mis padres. Me hago el dormido. Mis hermanos lo están. Mis padres nos dan un beso y vuelven a salir de la habitación, pero se dejan la puerta abierta. Están quitando los cuadros del pasillo. Mi madre, con un rencor inconcebible, pide a mi padre que arranque también las alcayatas, que no deje nada, aunque destroce la pared. Impresiona escuchar su rabia, su amargura, su desesperación. Quizá su miedo. El miedo de los mayores produce pavor en los pequeños.

Viajamos en un tren con los asientos de madera. Llegamos a Madrid muy tarde, por la noche, y dormimos en una pensión de Atocha. Mi padre, mis hermanos y yo ocupamos una habitación enorme, con camas muy altas, de hierro. En la habitación hay un lavabo en el que mi padre, antes de acostarse, orina. Al darse cuenta de que lo estoy observando con extrañeza, se vuelve y me dice:

– Todo el mundo hace esto en las pensiones.