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María José se despertó a las nueve de la mañana.

– ¿Qué haces? -preguntó al verme sentado en la butaca, con los pies sobre el borde de la cama y los ojos abiertos al futuro.

– Se me ha aparecido una novela -dije-, una novela que escribiré dentro de unos años, todavía no estoy preparado, y que se titulará Tonto, muerto, bastardo e invisible.

– ¿Y qué hora es?

– Son las nueve.

Entró corriendo en el baño y salió al poco medio recompuesta. Le pregunté si quería desayunar, yo la invitaba en mi hotel de la calle 42 de Nueva York, todo pagado por la Universidad de Columbia, pero me dijo que no, que la acompañara si quería a la estación (Grand Central), que estaba allí mismo, a cuatro calles, porque se le había hecho tarde para algo. Estaba seca, desabrida, brusca, antipática, intratable, quizá se arrepentía de haber llorado o de haber dormido o de haberme escuchado, quizá se arrepentía de trabajar en Columbia.

Nos despedimos en la puerta de la estación, con dos besos por persona, y yo regresé al hotel despacio, mientras las aceras se llenaban de gente y revivían los escaparates de las tiendas. Fue entonces cuando noté que estaba ocurriendo algo que al principio no supe distinguir, algo como un murmullo, un rumor, un enjambre de abejas… Me detuve para poner todos mis sentidos al servicio de la percepción, miré a mi alrededor y comprendí que estaba viendo la Calle, o sea, el mundo, y que yo me encontraba dentro de él. Sin dejar de estar en Nueva York, lo que era evidente, estaba en mi calle, en la calle de Canillas del barrio de la Prosperidad, en Madrid, observando desde la bodega del padre del Vitaminas la realidad, que era exactamente así. Mi calle era todas las calles. Volví al hotel y estuve escribiendo tres o cuatro horas seguidas en la cafetería, mientras la gente pasaba por la calle. Al mediodía regresé a la estación, me coloqué en una parte alta del vestíbulo y vi el mundo. Entonces me acordé de que alguien me había recomendado que visitara el Oyster Bar, un establecimiento subterráneo que hay en esa estación donde se sirven las mejores ostras de Nueva York. Bajé y me quedé atónito. En aquella especie de refugio atómico, sentados en bancos corridos, una multitud subterránea consumía ostras y cerveza con una dedicación enfermiza. La escena me trajo a la memoria un día que arranqué la corteza de un árbol muerto y sorprendí a un grupo de escarabajos en plena actividad existencial. El Oyster Bar tenía algo profundamente biológico, pese a las carteras de piel colocadas al lado de sus dueños y las corbatas. Aquello era de nuevo el mundo, es decir, la Calle.

No volvería a tener noticias de María José hasta tres o cuatro años más tarde. Su padre había muerto y al hurgar entre sus pertenencias había encontrado el cuaderno de notas del Vitaminas, que me hizo llegar a través de mi editorial, junto a una carta en la que justificaba su envío asegurando que aquel cuaderno me pertenecía más a mí que a ella, lo que era evidente. Me decía también que, dada por finalizada su experiencia americana, impartía clases de literatura española para extranjeros en una universidad norteamericana con sede en Madrid. Finalmente, me pedía ayuda para conectar con el mundo editorial, que le interesaba más que el de la enseñanza.

Eché un vistazo al cuaderno del Vitaminas, cuya prosa me pareció admirable. Su capacidad de observación sólo estaba a la altura de su imparcialidad. Era preciso como un bisturí (eléctrico) y neutro como un atestado policial. «El hijo del droguero», decía una de sus notas, «se peina a veces con la raya a la izquierda y a veces con la raya a la derecha. A veces, con el pelo hacia atrás». O bien: «Cuando Ricardo, el de la Guzzi, vuelve de trabajar a las siete y media de la tarde, una mujer del tercer piso sacude una alfombra pequeña por la ventana.» O bien: «Siempre que el fontanero pasa en su moto con una taza de retrete en el sidecar, el carbonero coloca en la acera, frente a su tienda, una carretilla con leña menuda.»

Leídas despacio, tantos años después, aquellas notas formaban un tejido de coincidencias en las que habíamos vivido atrapados y cuyos hilos eran nuestras vidas. El lienzo se había deteriorado por sus bordes, como el cuaderno del Vitaminas, pero su trama, de la que yo formaba parte, permanecía intacta.

En aquellos momentos, yo coordinaba una colección de clásicos policíacos y de aventuras dirigida al público adolescente. Cada volumen incluía un epílogo que situaba la obra publicada en su contexto histórico y literario, ofreciendo asimismo una breve biografía del autor y una reseña que facilitaba la comprensión de la obra, orientando al estudiante de cara al comentario de texto. La iniciativa había sido un éxito, por lo que la demanda de personas capaces de escribir aquellos epílogos era creciente. María José aceptó ceñirse al formato que yo mismo le expliqué y se incorporó al grupo de colaboradores con resultados mediocres: entregaba siempre al borde de la fecha de cierre los textos, a los que yo tenía que colocar los acentos y las comas, signos de puntuación que quizá le parecían pequeño-burgueses, pues me lanzó una mirada de condescendencia cuando le rogué que pusiera más atención a estos aspectos. Sí demostró en cambio una habilidad especial para las relaciones públicas, pues sedujo a los directivos de la editorial y acabó dejando las clases para trabajar en el sector.

Durante esa época, y mientras consideró que me necesitaba, fue amable conmigo, incluso publicó una crítica sobre Letra muerta en la que calificaba aquella novela mía de excelente. Luego, a medida que sus relaciones editoriales se afianzaban, volvió a poner entre los dos la distancia habitual, que rubricó con una crítica demoledora sobre Papel mojado, otra novela mía de la época que, pese a su reseña, funcionó muy bien. En general, observaba frente a mí la actitud perdonavidas de los escritores que no escriben. La Historia, pese a sus esfuerzos, continuaba sin alumbrar al lector capaz de comprenderla, por lo que iba retrasando indefinidamente su proyecto de publicar (y quizá de escribir).

En la actualidad, y pese a sus sucesivos fracasos como responsable editorial, goza de la protección de un grupo en el que vegeta a la espera de la jubilación. Entretanto, publica críticas marxistas en medios marginales habiendo logrado crearse una pequeña reputación de intelectual perseguida. Predica un comunismo pintoresco, enemigo de la homosexualidad y adicto a los juicios sumarísimos, con el que se ha abierto un nicho de mercado en el que carece de competencia. Es, de todas las personas que he conocido, la que menos partido obtuvo del privilegio de ser zurda. No se casó ni tuvo hijos. Ya no hablamos nunca y cuando coincidimos en algún acto público, fingimos no reconocernos. Jamás me perdonó que la hubiera ayudado a salir adelante cuando volvió a Madrid. Tampoco que, más tarde, le prestara un dinero que me pidió para pagar el alquiler y que me devolvió, cuando me había olvidado de él, a través de una tercera persona.

Al poco de publicar Dos mujeres en Praga, mi agente me pidió un relato de ciencia ficción para una revista argentina cuyo director se lo había solicitado encarecidamente. Le dije que no era mi registro, pero arguyó que se trataba precisamente de que escritores que no guardaban relación con el género se acercaran por una vez a él. Accedí finalmente por razones de cortesía y escribí un cuento en el que se narraba la historia de un alpinista que se extravía en medio de una tormenta de nieve. Cuando anochece, y encontrándose ya a punto de perecer de frío, distingue en una de las paredes de la montaña una ventana de la que sale una luz amarilla. Aunque sólo puede tratarse de una alucinación, consigue ascender por las irregularidades de la pared, llena de placas de hielo, hasta alcanzar el espejismo y asomarse a él, distinguiendo al otro lado del cristal lo que parece el salón de una casa con una chimenea en la que arde un tronco de leña. También ve, sentada en una butaca de cuero, a una mujer que sostiene un libro en la mano derecha y una copa de vino en la izquierda. A los pies de la mujer reposa un perro grande. A través de la ventana que separa el mundo del alpinista del de la mujer llegan las notas de un violín procedentes de lo que parece un aparato de alta fidelidad situado al lado de la chimenea.