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El escalador, al borde ya del desfallecimiento, golpea el cristal para llamar la atención de la mujer, que levanta los ojos con expresión de extrañeza. Al poco, y dado que no distingue bien lo que ocurre, se levanta de la butaca, va hacia la ventana y la abre descubriendo con cierta sorpresa al hombre que se encuentra al borde del desfallecimiento. Impulsada por un movimiento reflejo, le ayuda a penetrar en el salón, cerrando la ventana tras él, pues el viento ha alcanzado tal violencia que amenaza con inundar de nieve la vivienda.

Tras ayudarle a despojarse de las prendas propias de un alpinista, le sirve un consomé caliente mientras el hombre le cuenta que había salido con idea de coronar una cumbre, cuando le sorprendió una tormenta que no habían anunciado los partes meteorológicos. En apenas unos minutos la nieve creció medio metro y tuvo que buscar amparo en una grieta. Tras ponerse el sol, las temperaturas habían caído en picado, sin darle tiempo a buscar un refugio para pasar la noche. Y en éstas, cuando daba por seguro que había llegado su fin, descubrió en medio de la montaña una ventana iluminada que logró alcanzar haciendo acopio de sus últimas energías.

Como es lógico, el hombre está seguro de encontrarse dentro de una alucinación que tiene lugar mientras agoniza de frío en la grieta en la que sin duda permanece encajado al modo de una cucaracha. Pero como la casa es tan acogedora, la mujer tan amable, el perro tan manso y el fuego tan caliente, decide fingir que se cree lo que le pasa. Después de todo, ¿qué tiene que perder? Le sorprende, no obstante, que a la mujer no le parezca extraña la situación, pues pasado el primer movimiento de asombro da la impresión de estar viviendo algo, si no completamente normal, posible.

Pasadas las horas, el hombre sospecha que al atravesar aquella ventana ha atravesado también una dimensión de la realidad. Se encuentra, en efecto, en una época que no es la suya. La casa parece estar situada en una especie de no-lugar. Lo advierte al darse cuenta de que la mujer no entiende determinadas referencias geográficas que él cita cuando le narra su aventura. La vivienda posee adelantos que si bien se intuían en la época de la que viene el hombre, aquí constituyen una realidad material. La sospecha de que ha ido a caer en una época más avanzada que la suya desde el punto de vista tecnológico se confirma cuando la mujer le invita a pasar la noche en la casa, ofreciéndole la habitación de invitados, cuya ventana, sorprendentemente, da a una playa del Caribe. Bastaba cambiar de habitación para cambiar de clima y de paisaje. Cuando el hombre se queda solo, abre la ventana y escucha el rumor del mar, que viene de allá abajo, junto a un olor muy intenso a algas y una humedad característica del trópico. Deduce entonces que se encuentra en el interior de una vivienda cuyos adelantos virtuales permiten que cada una de las habitaciones se asome a un panorama diferente, en función de los deseos del inquilino. No obstante, y agotado como está por la experiencia de la nieve, se acuesta y duerme ocho horas seguidas.

Al día siguiente, tras pasar por el cuarto de baño e incorporarse al desayuno, advierte que su presencia produce en la dueña de la casa una incomodidad que no había percibido la noche anterior. Tras investigar las causas con cautela, deduce que la mujer le había tomado por un elemento virtual más del paisaje que se apreciaba desde el salón. Pero al darse cuenta de que tenía verdaderas necesidades fisiológicas y que producía la misma suciedad que un hombre analógico, comprende que su presencia es el producto de un error, de un cruce de dimensiones, de un desajuste mecánico que no formaba parte del proyecto original de la vivienda, por lo que decide telefonear a sus constructores para informales sobre lo sucedido. Los constructores llegan, analizan al visitante y alcanzan en seguida la conclusión de que se trata, en efecto, de una anomalía que corrigen fumigándolo con un líquido que le hace desaparecer. El montañero se llamaba Juan José y la dueña de la casa María José. Pero podía haber sido al revés. Uno de los dos vivía en la dimensión equivocada.

CUARTA PARTE . LA ACADEMIA

Tras aquel «Tú no eres interesante (¿para mí?)», y el cese voluntario de mis actividades como agente de la Interpol, la opacidad se acentuó. Era opaco el patio del colegio; eran opacos los curas y los compañeros; opacos los libros de texto; opacos mis hermanos y los confesionarios y las absoluciones; opacas las misas; eran opacos Dios y el diablo y opacas las horas de la vigilia y el sueño; el frío era opaco y opacas las discusiones de mis padres; opacos los bultos de todos los pasillos y opacas las acelgas que se manifestaban cada noche en los opacos platos desportillados de la cena. Era opaco yo, entre las sábanas, y opacas las manos con las que me tapaba desesperadamente los oídos para no escuchar las peleas de los mayores. Eran opacas mis fantasías sexuales y opaco mi sexo. Eran también opacos los meses y los años, que pasaban unos detrás de otros, como la procesionaria. Era opaco el futuro.

Entonces estrené unas botas de color marrón. No sé cómo llegaron a casa ni por qué fueron directamente a mis pies, pero se trataba de la primera vez que estrenaba algo, por lo que cada minuto del día era consciente de ellas. Me llegaban hasta el tobillo, de forma que ceñían todo el pie, trasmitiendo una rara sensación de seguridad al resto del cuerpo. Proporcionaban a mis piernas una ligereza sorprendente, como si estuvieran impulsadas por un aliento invisible. En uno de los cromos de la colección sobre el FBI y la Interpol salía un zapato cuyo tacón se desplazaba hacia un lado dejando al descubierto un receptáculo secreto, donde se podían esconder un microfilm y una cápsula de cianuro. Los tacones de mis botas tenían un grosor semejante al del zapato del cromo, pero no eran móviles. A mí me gustaba imaginar que el interior contenía un pequeño motor que aminoraba la fuerza de la gravedad. ¿Cómo explicar, si no, la ligereza que adquiría cuando las llevaba puestas?

Se acoplaban al cuerpo como la masa al molde. En mi fantasía constituían una extensión de mi piel, de tal manera que por la noche, más que quitármelas, me las tenía que extirpar. Debido al uso intensivo al que las sometí y a su probable mala calidad, pronto se manifestó sobre su superficie un conjunto de grietas que yo intentaba aliviar aplicando sobre ellas, a modo de ungüento curativo, una capa de jabón de cocina. Pese a mis cuidados, las grietas no tardaron en convertirse en heridas abiertas por las que asomaban, a manera de vísceras, los calcetines. Guardo un recuerdo muy penoso de la agonía de aquellas botas fabulosas.

Un día nos echaron a un compañero y a mí de clase, por hablar. Salimos del aula y nos sentamos en el suelo, junto a la puerta, con la espalda apoyada en la pared y las piernas extendidas, como un par de cómplices. Me dijo que había en su casa una granada de mano de la guerra que le gustaría enseñarme, pero que su padre le tenía prohibido sacarla a la calle. Le indiqué que podía ir yo a verla. Entonces, observando críticamente mis botas, heridas ya de muerte, apuntó: