Fue una experiencia demoledora. Salí de la novela trasformado, salí, sin que nadie se hubiera dado cuenta, convertido en un lector. Y en un bastardo, pues seguramente tampoco yo era hijo de mis padres. Es cierto que me parecía a mi madre, pero entonces vino en mi ayuda una de las palabras que más influencia han tenido en mi vida: mimetismo. Había cerca de casa una mujer con el rostro idéntico al de su perro, lo que mis padres explicaban por un fenómeno según el cual las cosas próximas tendían a establecer semejanzas y que recibía el nombre de mimetismo. Quedaba el problema del secuestro, pues no resultaba verosímil imaginar a mi madre secuestrando un niño, cuando los tenía a pares, a menos que tenerlos a pares constituyera una enfermedad mental.
Aquél fue un relato fundacional en muchos sentidos, también en el de mi obsesión posterior por la paternidad (una variante de la autoría), de cuyo asunto me ocupé profusamente en Dos mujeres en Praga. Durante una época, además de acumular dudas sobre mi filiación, adapté el relato del Selecciones a mi propia historia, de manera que me convertí simultáneamente en su protagonista y en su autor, cosas ambas improbables si pensamos que por aquella época tendría doce o trece años y que el verdadero autor era de nacionalidad norteamericana (no recuerdo su nombre). A partir de ese instante, hacía mío cada relato que leía y que me cautivaba. En cierto modo, hacía con ellos, con los relatos, lo mismo que la mujer de la novela con el bebé: los raptaba, me los llevaba a casa y los alimentaba cada día con una pasión enfermiza, como si yo fuera su padre. Si había gente dispuesta a cualquier cosa por tener hijos, yo estaba dispuesto a pagar cualquier precio por tener relatos. Llegué a tener ocho o nueve en muy poco tiempo (los hijos, curiosamente, que tenía mi madre). Lo que quiere decir que pasé de no leer nada a leerlo absolutamente todo. Y la lectura se convirtió en una grieta por la que podía escapar de aquella familia, de aquella calle, de aquel barrio, de aquella opacidad.
También fantaseé con la idea de que mis padres, en vez de haber tenido nueve hijos, una cantidad a todas luces inviable, hubieran tenido sólo uno, que era yo. Entonces éramos una familia feliz, sin los problemas económicos que al parecer estaban en el origen de todos los demás (la infraestructura y la superestructura). Mis padres se amaban y me amaban y yo les correspondía a mi vez siendo un estudiante modelo, pues en esa situación de hijo único gozaba de una habitación propia y de una mesa propia, con un cajón para mí solo, donde no me costaba trabajo estudiar. El chico de la granada de mano («mi casa es de mucho lujo») era hijo único, lo que se percibía en su modo de vestir y de hablar y de andar y de sentarse. En aquella época el hijo único era una rareza, pero tampoco eran comunes las familias de nueve. Entre nueve y uno había estados intermedios que también exploré fantásticamente, aunque el hecho de tener que elegir a qué hermanos liquidar y a cuáles no, me creaba enormes problemas de conciencia. Cuando la culpa alcanzaba un nivel insoportable, le daba la vuelta a la situación e imaginaba que yo era el único de mis hermanos que no había nacido (una boca menos era una boca menos). Entonces me pensaba a mí mismo sin nacer, llevando una existencia fantasmal dentro de la familia. Me levantaba con ellos, iba al colegio con ellos, comía con ellos, pero desde una condición en la que los dramas familiares no me afectaban porque no había nacido. Mi hermano mayor y mi padre empezaron a tener por entonces discusiones muy violentas que me proporcionaban más pánico, si cabe, que las peleas entre mi padre y mi madre. Pero cuando lograba convencerme de que no había nacido, aquellas situaciones me daban igual. Las contemplaba con una neutralidad que ahora, con la perspectiva que da el tiempo, me parece una neutralidad atroz, aunque normal en alguien sin nacer.
Con el tiempo, buscando las sucesivas variantes de esta idea, imaginé la historia de un matrimonio que había tenido un hijo y no había tenido ocho. De alguna manera que entonces me pareció verosímil, lograba que los ocho hijos que no habían nacido guardaran alguna relación entre sí y con el que había nacido. Creé de este modo una familia con nueve hijos, ocho de los cuales carecían de existencia, lo que resultaba muy beneficioso desde el punto de vista de la economía.
Recuerdo haber leído, en el Selecciones también, la historia de un tipo que un día, al volver del trabajo, sufre en medio de la calle un ataque de amnesia y olvida quién es. El hombre no lleva la documentación encima, por lo que acude, para solicitar ayuda, a una comisaría donde, tras un breve interrogatorio que no proporciona ningún resultado, lo conducen a un lugar lleno de gente con el mismo problema. Se trata de una especie de barrio por el que las personas deambulan sin saber quiénes son. Fuera de eso, llevan una vida normal, con intercambios económicos y sentimentales que reproducen el mundo del que proceden. En un momento dado el protagonista del relato recupera la memoria, pero no se lo dice a nadie, pues ha observado que a quienes la recuperan los dan de alta y los llevan al mundo anterior (y exterior), que era más áspero que el actual. Desde esta situación, en seguida descubre que hay más gente que finge continuar amnésica para no hacerse cargo de las servidumbres de su vida pasada. Me identifiqué mucho con aquel personaje, pues también para mí habría sido un privilegio olvidarme de quién era. Más de una vez, al pasar cerca de una comisaría, estuve a punto de entrar y decir que había perdido la memoria, pero me faltó valor.
Hubo todavía otro relato, también relacionado con la paternidad, que me marcó profundamente. Empezaba con la historia de un individuo que ha perdido a su único hijo en un accidente y cuya esposa ha enloquecido de dolor hasta el punto de acabar en el psiquiátrico. Un día, en el restaurante cercano a su trabajo, donde suele comer solo, se acerca a saludarlo una chica que se presenta como la novia del hijo muerto. El hombre tenía un conocimiento vago de la existencia de aquella joven por la que, dadas las relaciones más bien distantes que guardaba con su hijo, no había mostrado ningún interés. Ahora, al verla delante de sí, la identifica con una de las presencias dolorosas que le habían llamado la atención en el entierro y de la que más tarde, al ordenar las pertenencias del difunto, encontraría varias fotos con las que no supo qué hacer. El autor del relato, que describía profusamente el aspecto de la chica, decía de ella que tenía una nariz aguileña, por lo que busqué esta palabra en el diccionario, resultando significar «del águila o con algunas características de este animal». Al principio me costaba imaginar a una mujer con la nariz aguileña hasta que descubrí que precisamente la de mi madre era de este tipo. Entonces admiré la pertinencia con la que estaba utilizado el término, aunque siempre que recuerdo al personaje de aquel relato me viene a la memoria como si tuviera no sólo la nariz, sino todo el rostro de águila, quizá porque de los ojos decía el narrador que eran pequeños y perspicaces (también tuve que buscar esta palabra, perspicaz). El resto de la descripción proporcionaba la imagen de una chica voluntariosa, pero desvalida también, desamparada, sola… Estas contradicciones funcionaban increíblemente bien, pues trasmitían una imagen moral compleja de la que el lector quedaba prendido.