Y no sólo el lector, sino el protagonista de la novela, el padre del difunto, que invitaba a la chica a sentarse a tomar un café. La conversación con ella le da una idea de la magnitud del desencuentro permanente que había vivido con su hijo. En realidad no sabía nada de él, pero a través de su novia descubre a un joven lleno de vida, de intereses, repleto de inquietudes que en cierto modo le recuerdan las de su propia juventud. Siente entonces una nostalgia brutal de aquel hijo, lamentando no haberse acercado a él en vida y, antes de que la joven se despida, la invita a ir un día a su casa para recoger las fotos que de ella había allí y elegir, como recuerdo, algún objeto del que fuera su novio.
Pocos días más tarde, tal como habían quedado, la chica acude al domicilio del padre de su novio. Recuerdo aquel encuentro como si hubiera estado presente en él. Todavía puedo ver el vestíbulo de la casa del hombre, amueblado con «elegancia y rigor» (así se describía). Puedo ver el pasillo por el que el hombre maduro y la joven avanzan en dirección a una especie de biblioteca donde él ha dispuesto las pertenencias de su hijo para que la chica elija la que más le guste. Veo, como si lo tuviera delante de los ojos, el sillón orejero forrado en piel y las vitrinas con los libros ordenados por materias al otro lado del cristal. Veo la tensión sexual que hay en el ambiente como si la padeciera yo, como si yo fuera al mismo tiempo el hombre y la mujer. Yo la habría abordado, habría abordado sexualmente a la chica, sin ninguna duda, pero el personaje de la novela no, decepcionando de este modo al lector, que espera que lo haga. Comprendí que se trataba de una decepción estratégica y que la literatura, como leería años más tarde, era una «espera decepcionada» (la misma definición que da Bergson del humor). Lo mejor de la novela era que a partir de entonces el hombre comienza a velar por la chica sin que ésta se entere de que tiene un ángel de la guarda. A mí me habría gustado que alguien velara por mí de aquel modo.
Todo este mundo imaginario me alejó aún más de los estudios y de la realidad, pero me permitió llevar una doble vida, pues ahora era lector como antes había sido agente de la Interpoclass="underline" de forma clandestina, y ese secreto me aliviaba de las penalidades de mi existencia oficial. Así llegó el verano y con él una abundante cosecha de suspensos, por lo que mis padres me matricularon en la misma academia de nuestra calle en la que Luz estudiaba mecanografía y taquigrafía. Fue entonces cuando averigüé que tales enseñanzas formaban parte de unos estudios más amplios (Secretariado) en los que había una materia -hecha de retales de las asignaturas del colegio- llamada Cultura General. Gracias a ella Luz y yo empezamos a coincidir en las clases de gramática, una de cuyas actividades principales era el dictado.
Milagrosamente, el profesor me colocó a su lado, en un banco de las últimas filas que parecía un híbrido entre mesa y pupitre. Yo llevaba pantalón corto y Luz falda. Mientras escribíamos, mi pierna izquierda y su derecha se aproximaban y permanecían juntas, en una suerte de caricia prolongada, sin que nada, por encima del mueble híbrido, delatara esta actividad subterránea. Actuábamos como si la parte inferior del cuerpo fuera autónoma respecto a la superior. Por arriba sucedían unas cosas y por abajo otras, así de simple.
Y así de complicado también, pues cuando en los descansos me acercaba a Luz, esperando reconocer en sus ojos o en sus labios la pasión que evidenciaban sus piernas, sólo encontraba indiferencia, cuando no un grado de hostilidad indudable. Me trataba con cierto desprecio, como a un crío pequeño. Llegué a pensar que su cabeza no era consciente de lo que hacían sus extremidades, lo que tampoco resultaba excepcional en un mundo tan compartimentado como el nuestro, un mundo en el que siempre había una vida oculta en el interior de la manifiesta. Comprendí oscuramente que la realidad estaba dividida en dos mitades (una de ellas invisible) que, pese a ser complementarias, estaban condenadas a no encontrarse.
Fue un verano raro, dominado por la extrañeza que me produjo esta división corporal (y sentimental) de la existencia. Era como si nuestras sombras se amasen y nuestros cuerpos se ignoraran. ¿Sería posible una situación semejante? Por las noches, en la cama, imaginaba que mi sombra y la de Luz se encontraban a escondidas en algún callejón del barrio, bajo aquellos faroles de gas que proporcionaban al mundo una dimensión moral inexplicable, y se amaban locamente con todo su cuerpo y no sólo con la mitad de él. El relato fue creciendo noche a noche, insomnio a insomnio, dentro de mi cabeza, hasta alcanzar un punto de delirio en el que nuestras sombras se casaban y tenían hijos. Y así ocurrió, en cierto modo, pues cuanto más se acercaban nuestras piernas más alejados estaban nuestros rostros. Más tarde, siempre que pensaba en Luz, imaginaba a su sombra y a la mía llevando una vida feliz y oculta en algún sótano de la ciudad, con sus hijos y nietos, protegidos por una red familiar que comenzó a tejerse entonces.
Un día, hace tres o cuatro años, estaba firmando en la Feria del Libro de Madrid, cuando se acercó una señora (digo «señora» en el peor sentido de la palabra) y me pidió que le dedicara un título.
– ¿Para quién es? -pregunté.
– Para Luz -dijo.
Yo escribí la fórmula habitual («con mi sincero afecto» o algo semejante) y se lo devolví.
– ¿No me has reconocido? -añadió ella entonces.
La observé y supe al instante, como en una revelación, que se trataba de la Luz de aquellos años, aunque ni en su cuerpo ni en su mirada quedaba nada de ella. Le faltaba un diente, a cuya oquedad, mientras hablábamos, se dirigían una y otra vez mis ojos de manera fatal. Pero a ella no parecía importarle, no era consciente de aquella ausencia ni de su desaliño general. Me contó que se había casado con un idiota del barrio del que me dio pelos y señales hasta que fingí saber de quién me hablaba. Luego, tras una pausa algo dramática, recordó los roces de nuestras piernas durante los dictados. Le rogué que se callara porque me parecía una profanación que viniera a reconocer con tantos años de retraso lo que había sucedido debajo del pupitre (en la otra mitad de la realidad o del mundo).
– Cállate -le pedí.
– Pues me callo -dijo ella con un punto de insensibilidad atroz. Luego, como había un grupo de personas aguardando su turno, anunció que se marchaba no sin antes preguntar si tenía que pagar el libro o se lo regalaba.
– Te lo regalo -dije haciendo una seña al librero.
La vi alejarse, bamboleándose un poco, como si tuviera un problema de caderas. Busqué en el suelo su sombra, pero no se la encontré, pese a que hacía mucho sol. Al llegar a casa, me encerré en el cuarto de baño y lloré no por Luz ni por mí, sino por las células. Eso es lo que me dije absurdamente frente al espejo. Lloro por todas y cada una de las células del cuerpo humano. Lo dije con la convicción de que la célula, en biología, es la unidad fundamental de los seres vivos; con el conocimiento de que está dotada de cierta individualidad funcional; con la conciencia de que sólo es visible al microscopio.
Y mientras el mundo de las sombras, o de las células, se organizaba a su manera, el mundo de la realidad evolucionaba hacia el desastre, pues tampoco en septiembre aprobé nada de lo suspendido en junio.
Entonces ocurrió algo que cambió mi vida. Como sucede en las catástrofes históricas (y en las grandes migrañas), todo empezó con un aura, con un rumor, con un movimiento telúrico apenas apreciable en la zona alta de la realidad. Unos meses antes, al otro lado de López de Hoyos (en Mantuano esquina a Pradillo), se había abierto una academia especializada en repetidores cuyos métodos, según decían, había hecho milagros en los exámenes de septiembre. Enterados mis padres, decidieron matricularme en ese centro cuyo propietario y director era un cura (el padre Braulio) de enorme barriga y rostro hinchado, recorrido por infinidad de líneas rojas y violetas que evocaban el abdomen de algunos insectos, un rostro que he vuelto a distinguir a lo largo de la vida en algún tipo de alcohólico, no en todos. Cuando fuimos mi madre y yo a verlo, nos recibió en medio de la calle y nos habló con las manos metidas en los bolsillos de la sotana, mostrando exageradamente la barriga, como si estuviera orgulloso de su volumen. Había en su actitud un punto de grosería consciente, una brutalidad intencionada. Tras intercambiar unas palabras con mi madre me observó de arriba abajo, como a una mercancía, y emitió un veredicto incomprensible: