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¿No eran conscientes mis padres de lo que sucedía en aquella academia? Mis padres vivían en otro mundo. Quizá lo sabían y les parecía bien. O no les parecía bien y miraban hacia otro lado, pues bastantes complicaciones tenían para sacar adelante a nueve hijos en aquellos años difíciles. Yo, por otra parte, no decía nada porque me habría dado una vergüenza atroz confesar aquellas torturas. Qué mecanismo psicológico tan raro, y tan común, el que provoca el sentimiento de culpa y de pudor en la víctima y no en el verdugo.

Una de aquellas atroces tardes de domingo tomé la decisión de no ir al día siguiente a la academia. Recuerdo aquel lunes como un conjunto de escenas de una película cuyo actor era yo. Me levanté con el cuerpo aterido, lo que era habitual, desayuné con el resto de mis hermanos (un confuso conjunto de sombras), me crucé la bufanda sobre el pecho, la sujeté con la chaqueta (una chaqueta heredada, que hacía también las veces de abrigo) y salí a la calle tomando la dirección opuesta a la del colegio. Caminaba pegado a la pared, como un prófugo, temiendo encontrarme con algún compañero o algún adulto que me hicieran desistir de aquella rara decisión, pues yo no era así, yo no era tan valiente, yo no había hecho novillos en la vida, aquello no formaba parte del repertorio de acciones que era capaz de llevar a cabo. Se trataba además de una decisión sin horizonte, pues qué pasaría cuando se dieran cuenta en la academia, cuando se lo comunicaran a mis padres, qué pasaría al día siguiente y al día siguiente del día siguiente… No creo que entonces conociera la expresión «huida hacia delante», pero aquello era una fuga de este tipo.

De modo que ahí estoy, con mis pantalones cortos y mis calcetines largos. Me he levantado las solapas de la chaqueta heredada, para ofrecer mayor resistencia al frío. Llevo unos guantes de lana rotos, por cuyos extremos asoma la punta de los dedos y cargo a la espalda con una mochila que ha hecho mi padre en su taller, una mochila que fue el regalo de Reyes del año pasado. Tiene remaches por todas partes. Los agujeros de las correas están hechos con una herramienta llamada sacabocados que a la muerte de mi padre llegó casualmente a mis manos. Sacabocados, parece el nombre de un personaje de cuento infantil. Un día estuve haciendo agujeros con ella en un cinturón de piel toda la tarde, lo que me proporcionaba un placer absurdo, semejante al de reventar burbujas. Tengo la herramienta ahí, guardada en un cajón situado encima del receptáculo donde conservo las cenizas de mis padres, de quienes eran mis padres aquel lunes en el que yo salí a la calle y tomé la dirección que no era. Cojeaba al revés, cargando el peso del cuerpo sobre la pierna mala, sobre el pie herido por el clavo de la suela del zapato, el clavo que tenía que haber acabado conmigo, pues decir tétanos era decir muerte.

Aunque ha pasado tanto tiempo, continúo corriendo calle abajo para huir de la vergüenza que me producían las palizas de la academia. Escribo estas líneas a la misma hora, más o menos, de la huida. Mientras el cursor de la pantalla se mueve de manera nerviosa (porque escribo deprisa, escribo como huyo, con la cabeza agachada y una expresión de sufrimiento infinito en el rostro), suena una música de violín (Bach) que he puesto en el reproductor de música. Habitualmente no escribo con música, porque me distrae, pero hoy la he puesto porque no me sentía con fuerzas para contar la historia de aquel lunes. La he puesto para que me distrajera, pero en lugar de eso está marcando el ritmo con el que golpeo las teclas, que suenan bajo mis dedos como las gotas de agua que empezaron a caer aquel lunes por la mañana sobre la calle, al poco de que emprendiera mi huida. Suenan como los clavos sobre el ataúd. Tuve que detenerme debajo de una cornisa por culpa de la lluvia y desde allí observé a la gente apresurarse. Había algún paraguas, no muchos, porque el paraguas era un artículo de lujo en aquella época, en aquel barrio al menos. De modo que escucho a Bach y oigo al mismo tiempo las gotas de lluvia, unas gotas muy gruesas que golpeaban contra el empedrado irregular de la calle, todo ello al ritmo con el que las yemas de mis dedos caen ahora sobre el empedrado del ordenador, fingiendo escribir, cuando en realidad están clavando los clavos de un ataúd en el que pretendo encerrar definitivamente aquellos años, los clavos de un libro que debería tener la forma de un féretro. Cuando lo acabe, cuando acabe este libro, o este sarcófago, arrojaré las cenizas de mis padres al mar y me desprenderé a la vez de los restos de mí mismo, de los detritos de aquel crío al que hemos abandonado debajo de una cornisa, con sus pantalones cortos, sus calcetines largos, su angustia masiva, su falta de futuro, un crío con toda su muerte a las espaldas. Un crío que me produce más rabia que lástima porque no me pertenece. Es imposible que este hombre mayor que escucha a Bach mientras golpea con furia el teclado del ordenador haya salido de aquel muchacho sin futuro. Podría presumir de haberme hecho a mí mismo y todo eso, pero lo cierto es que resulta imposible entender lo que soy a partir de lo que fui. O soy irreal yo o es irreal aquél. Me viene a la memoria la escena de Blade Runner en la que los replicantes observan las fotos de sus padres falsos, de sus hermanos falsos, de sus abuelos falsos, al tiempo que construyen una historia familiar falsa (todas lo son). Sospecho desde hace algún tiempo que todos nosotros, también usted, lector, somos replicantes que ignoramos nuestra condición. Nos han dotado de unos recuerdos falsos, de una biografía artificial, para que no nos demos cuenta de la simulación. En el reparto, me ha tocado la infancia de aquel niño al que hemos abandonado debajo de una cornisa, en los primeros y últimos novillos de su vida.

Lo misterioso es que ocurren las dos cosas a la vez. Estoy aquí escribiendo, con Bach al fondo, y estoy allí, debajo de la cornisa, observando la lluvia. A veces, sucede una cosa después de otra, pero en el orden que no es: primero soy mayor y estoy escuchando a Bach, y luego soy pequeño y me muero de frío debajo de la cornisa. El orden cronológico, por lo que a mí respecta, es tan arbitrario como el alfabético: una convención que en mi cabeza no funciona todos los días. Hoy no funciona. Por eso estoy aquí y allí de forma simultánea. Allí, para no llamar la atención, me he puesto a caminar debajo de las cornisas. De tanto en tanto, los días de lluvia, las cornisas se desprenden y matan a alguien. Si no funciona el clavo del zapato, si tampoco funciona el brasero, que funcione al menos la cornisa. Miro hacia arriba y veo un edificio húmedo, de ladrillo gastado y sucio, como la pared de un patio interior. Así era mi barrio entonces, como un patio interior, un patio interior por el que me muevo como un ratón ciego por un laberinto, buscando refugio en los portales.

Si me mojo, podría morirme de una pulmonía, pero les daré una oportunidad más a las cornisas. Si no se desprende ninguna, me mojaré. Cuento cien pasos buscando las casas más deterioradas, con los remates en peor situación. Después de esos cien, cuento otros cien más y luego otros cien (siempre hago los ritos en series de tres). Pero no pasa nada. Sigo vivo, vivo y sufriente. Entonces salgo a la calzada y comienzo a caminar debajo de la lluvia. Era noviembre, quizá primeros de diciembre, como ahora, mientras escribo este capítulo atrapado en el desorden cronológico. El agua caía helada y empapaba cruelmente la chaqueta. Algunas gotas se colaban por el cuello y bajaban por las paredes del patio interior de mi cuerpo. Todo era patio interior en aquel mundo, incluida mi espalda.

Atravesé el descampado donde hoy se encuentran las calles de Clara del Rey y Corazón de María y me dirigí hacia las cercanías del colegio Claret, donde había estudiado, es un decir, hasta el curso anterior. Tenía la esperanza de encontrar abierta la puerta del patio para colarme desde él en la iglesia, pero estaban todos los accesos cerrados, parecía una fortaleza. Vi las ventanas de las clases con las luces encendidas, pues la mañana estaba tan oscura que parecía la tarde. Entonces se me ocurrió buscar refugio en la parroquia, de modo que subí por Cartagena hacia López de Hoyos. Había comprendido que tampoco iba a ser sencillo matarse de aquel modo. De hecho, no podía mojarme más de lo que ya estaba. Ni podía tener más frío. No me era posible sufrir más. Lloraba de tanto sufrimiento, sorprendido de que las lágrimas y las gotas de lluvia se confundieran. La gente me miraba.