Estuve sentado en un banco de la parroquia una hora, quizá dos, no sé. Quizá estuve un cuarto de hora que parecieron siete. No tenía reloj. Los niños, en aquella época, preguntábamos la hora a los adultos, pero temía que si preguntaba la hora se extrañaran de que no estuviera en el colegio. Recé a Dios, a la Virgen, a los santos. Me arrodillé frente a un crucifijo extrañamente realista al que le pedí que hiciera algo para dar fin a aquella situación. Recuerdo, en medio de un contexto tan trágico, haberme preguntado irónicamente que a quién se me ocurría pedir ayuda: a un sujeto al que habían azotado, escupido y crucificado. Y eso que era hijo de Dios. Intuí que había en la situación algo cómico, pero lo censuré en seguida.
Luego anduve por esa red de calles que había alrededor del mercado, peligrosamente cerca de la academia. ¿Y si me presentara allí con toda naturalidad? Me he dormido, diría. ¿Se atreverían a pegar a un niño con las ropas mojadas, con el pelo chorreando, con todo el cuerpo temblando de frío y miedo? Quizá les diera pena. Pero la pena, ya lo había comprobado, excitaba más a nuestros torturadores.
Finalmente, mis pies decidieron volver a casa sin encontrar demasiada resistencia en mi cabeza. Mi madre, al verme entrar, preguntó espantada que de dónde venía:
– No he ido a la academia -dije sorbiéndome los mocos y las lágrimas y el agua de la lluvia.
– ¿Por qué?
– Porque me pegan.
Mamá me quitó la ropa, me envolvió en una manta y me secó el pelo con una toalla. Luego me dio una taza de algo caliente y encendió el brasero de la mesa camilla, a la que estuve sentado el resto de la mañana. En un momento dado apareció con el calcetín lleno de sangre coagulada.
– ¿Qué es esto? -dijo.
– Nada -dije yo.
Me pidió que le enseñara el pie.
– ¿Por qué no has dicho nada? -preguntó al ver la herida.
– Para que me diera el tétanos -dije y me puse a llorar.
Cuando me calmé, aseguró que hablaría con el padre Braulio, para que no me volvieran a pegar. Había en su voz un tono de condescendencia, como si yo exagerara o fuera demasiado sensible. Comprendí que aquello sólo era una tregua y tuve más miedo que antes.
Me habría gustado soñar este capítulo, escribirlo bajo hipnosis. Me lo he llevado días y días a la cama, dentro de la cabeza, para ver si lograba que atravesáramos juntos la frontera de la vigilia. Pero los guardianes del sueño lo detectaban al atravesar el arco de seguridad, como los vigilantes del aeropuerto detectaron en su día las cenizas de mis padres, y me lo arrebataban. No he podido soñarlo, en fin. Pero tampoco podía dejar de escribirlo. Me pongo a ello ahora. Son las cuatro de la madrugada y acaba de despertarme el timbre de la puerta. He bajado a abrir con precipitación, pensando que Alejandro o Juan habían salido de casa sin la llave, pero, como en otras ocasiones, el timbre sólo había sonado dentro de mi cabeza.
La casa, a estas horas, parece otra, quizá «la otra», la que hay oculta dentro de ella, su inconsciente. Es idéntica y distinta a la del día, como si fuera la casa que hay al otro lado del espejo grande que tenemos en el salón. Todo adquiere un significado diferente a estas horas, todo da miedo. También yo me doy miedo. ¿Por qué este sueño repetido de que el timbre suena en medio de la noche? ¿Por qué no soy capaz, al despertarme, de distinguir si ha sonado dentro o fuera de mi cabeza? ¿Acaso espero a alguien que no llega? En todo caso, sé que no volveré a dormirme, de modo que me pongo sobre el pijama un albornoz de baño y sin hacer ruido, para no despertar a Isabel, subo a la buhardilla. Mientras el ordenador se pone en marcha, observo con pánico los libros. Algunos, sobre todo los de poesía, llevan conmigo desde la adolescencia. Me han acompañado a lo largo de la vida de una casa a otra, hemos crecido juntos. Sus páginas dejan un tacto raro en la yema de los dedos porque están hechas de una pasta química que envejece mal. Quizá si pusiera un poco de música lograría aliviar la tensión. Pero la música no me dejaría escuchar los ruidos que salen de las habitaciones (de las habitaciones de mi cabeza) a estas horas en las que todo es excéntrico respecto a la norma.
Mi madre, lógicamente, debió de relatar el suceso de los novillos a mi padre. Pero éste no me dijo nada, quizá por indicación de ella. Sí noté que durante los siguientes días me observó con algo de piedad, de lástima, quizá de angustia, como si me considerara inhábil para la vida o se preguntara, al mirarme, qué iba a ser de mí con aquella sensibilidad enfermiza. Esto mismo me preguntaba yo, qué iba a ser de mí, pues si los primeros días después de este episodio los profesores me trataron como si fuera invisible (lo que constituía otro modo de tortura), poco a poco fui apareciendo de nuevo en su campo de visión y volvieron los malos tratos.
Un día mi madre me preguntó qué tal iban las cosas en la academia. Le dije que iban bien porque no soportaba la humillación de reconocer de nuevo que me pegaban, pero lo cierto era que sí, que habían vuelto donde solían, de modo que todos los días de mi vida me acostaba soñando con no despertar. Pero me despertaba para entrar en una vigilia alucinada, una vigilia en la que todo adquiría una relevancia especial, como la que debe adquirir el mundo para el condenado a muerte, mientras camina hacia el cadalso. Si durante el desayuno se posaba una mosca sobre el mantel, yo veía los movimientos de la mosca como a través de una lupa. Si se precipitaba una gota de leche al suelo, a mí me era dado observar la caída a cámara lenta. Si me cruzaba con un ciego por la calle, se me quedaban anormalmente grabados los movimientos de la punta de su bastón sobre el empedrado. Cuando llegaba a clase, tenía la cabeza llena de imágenes absurdas -la mosca, la gota de leche, la punta del bastón- que sin embargo funcionaban como un extraño modo de defensa frente a aquella realidad hostil. Había aceptado como algo irremediable que aquel curso lo pasaría en la academia, por lo que puse todas mis energías en encontrar el modo de librarme de ella al siguiente. Si no lo lograba, me suicidaría durante el verano.
Por aquellos días vino a vernos el hermano pequeño de mi madre, que era misionero y estaba destinado en África. Merendó con nosotros, nos hizo unos juegos de manos con cartas y monedas y desapareció. Esa noche le oí decir a mi madre que lo más grande que podía sucederle a una mujer era tener un hijo sacerdote (y misionero). Ya se lo había escuchado otras veces, pero en aquella ocasión adquirió un significado especial (como las moscas, las gotas de leche, los bastones de ciego). De súbito, vi una grieta por la que escapar de la academia, de la calle, de la familia, de la vida. No obstante, me tomé mi tiempo, de un lado para que no se notara que se trataba de una fuga; de otro, supongo, porque necesitaba digerirme como sacerdote. Nunca había tenido fantasías muy concretas sobre mi futuro y entre ellas no figuraba desde luego la de entregar mi vida a Dios. Pero si ingresaba en la orden del tío Camilo (los Oblatos del Corazón de María), quizá acabara también en África o en Sudamérica, lo que en cierto modo era estudiar para aventurero.
Comuniqué la decisión a mi padre (intentando darle el trato de una «conversación entre hombres») un día que se encontraba enfermo, lo que resultaba excepcional. Creo que fue la primera vez que lo vi postrado en la cama con fiebre. Había cogido una neumonía por ir en la vespa sin ponerse periódicos debajo de la chaqueta. Yo acababa de volver de la academia y era de noche, pues estábamos en pleno invierno. Me senté a los pies de la cama, como para hacerle un poco de compañía, y esperé a que salieran de mi boca las palabras que llevaba semanas preparando.