– Papá, quiero ser misionero, como el tío Camilo -me oí decir de súbito, mucho antes de lo previsto.
Mi padre se quitó el paño húmedo que tenía en la frente y se incorporó un poco.
– ¿Qué dices?
– Que quiero ser misionero. Como el tío Camilo.
Mi padre era religioso en un sentido más profundo que mi madre. Alternaba la lectura de publicaciones técnicas con la de la Biblia, obteniendo de ambas misteriosos beneficios espirituales. Nunca supe lo que pasaba por su cabeza, quizá ningún hijo lo sepa. Tampoco él sabía lo que pasaba por la mía. De hecho, parecía desconcertado.
– ¿Estás seguro? -acertó a preguntar.
– Sí -dije y en ese momento se fue la luz, como el día en el que solicité a Mateo, el padre del Vitaminas, mi ingreso en la Interpol. Quizá no era muy distinta una iniciativa de la otra.
Al poco llegó mi madre con una vela encendida que colocó sobre la mesilla de noche. Tras suspirar, se sentó al pie de la cama, en el lado contrario al mío. La escena adquirió unos tonos algo sombríos. La llama de la vela se reflejaba en el espejo del cuerpo central del armario del dormitorio. Todo el mundo tiene un espejo de referencia, un espejo que le gustaría atravesar para llegar al otro lado de la vida. El mío era éste. Quizá lo sea aún. Cuando me ponía enfermo y me permitían pasar el día en la cama de mis padres, fantaseaba durante horas con esa posibilidad. Creo que aquel día lo atravesé limpiamente, a la luz de la vela.
– ¿Sabes lo que me acaba de decir tu hijo? -dijo mi padre con un punto de emoción (y de fiebre, claro).
– ¿Qué?
– Que quiere ser misionero. Como tu hermano.
A partir de ese instante la escena empezó a discurrir al otro lado del espejo. Allí estábamos mi padre, mi madre, yo y el pabilo prendido de la vela, que daba una luz fantasmal al conjunto. Mamá se levantó y me abrazó emocionada.
– ¿Cómo es eso? -dijo.
– Lo he pensado -dije yo.
– ¿Y cuando te gusten las chicas? -preguntó ella.
– Ya me gustan -respondí yo.
Creo que ellos no se dieron cuenta de que la escena, lúgubre por la naturaleza de la luz que la alumbraba, sucedía al otro lado del espejo, al otro lado de la vida. Yo sí, yo sabía que misteriosamente habíamos atravesado la frontera. Yo supe que el resto de la vida transcurriría en ese lado falso que sin embargo me ponía a salvo de todo. Tardaría años en regresar de él, en construirme una vida real. Cuando a lo largo de mi análisis salía a relucir esta escena (y salió mil y una veces, como si hubiera sucedido también a lo largo de mil y una noches), siempre me quedaba con la impresión de que había ocurrido en ella algo que entonces no capté (el día que di con ello fui devuelto bruscamente a este lado del espejo), y lo que entonces no capté fue que mi madre supo desde el primer momento que aquello era una fuga. ¿Cómo no lo iba a advertir si lo sabía todo? ¿Por qué entonces no hizo nada para evitarlo? ¿Por qué entró conmigo en una complicidad que no le había solicitado? Quizá porque tampoco a ella se le ocurría otro modo de arreglar las cosas. Quizá porque comprendía oscuramente que teníamos que separarnos. Un día, al salir de la consulta de mi psicoanalista y para digerir antes de volver a casa algo que acababa de descubrir en el diván, me metí en una cafetería donde sonaba un bolero. Sentado a la barra, frente a una copa de coñá, comprendí como en una revelación que la receptora de ese género popular dedicado a los amores imposibles, desgraciados, quiméricos, jamás es la mujer: es la madre.
El resto fueron trámites. Se habló con mi tío. Se escribió a quien correspondía solicitando mi admisión en el seminario. Hubo una espera un poco angustiosa provocada por mi deficiente currículo académico. Pero se les hizo saber que me había trasformado de repente en un estudiante ejemplar, lo que venía a ser un modo de conversión en un mundo que tanto valoraba la figura del hijo pródigo. Finalmente me citaron para el siguiente curso, que empezaría en septiembre. La fuga estaba prácticamente consumada. Pasé los meses siguientes fantaseando acerca de un futuro cuyo dato principal sería el desarraigo, la separación, la pérdida, valores que aún tenían connotaciones literarias. Me convertiría en uno de aquellos héroes de las películas que veía en el cine López de Hoyos, un tipo de ninguna parte que huía de un pasado cruel (y si quieren saber de mi pasado, es preciso decir una mentira). Me acostumbré a ver todo lo que sucedía en la academia como si ya hubiera ocurrido, pues pasaba más tiempo de mi vida en el futuro que en el presente. En ese futuro, vivía en medio de la selva, ocupándome de la construcción de vidas ajenas, pues aunque la mía había quedado inconclusa, tampoco disponía de materiales para continuar edificándola. Pensaba a menudo en María José e imaginaba que de mayor, por alguna circunstancia especial, me convertía en su director espiritual.
Pasó un siglo hasta que llegó el mes de junio. La academia no tenía capacidad para calificar a sus alumnos, por lo que nos examinábamos «por libre», en el instituto que correspondía a nuestro barrio. Obtuve unas notas excelentes y con ellas el pasaporte definitivo al seminario.
El verano fue desasosegante, pues a medida que se acercaba el momento de la partida un miedo que no había figurado entre mis cálculos se iba instalando en el estómago. Y aunque quería huir de mi familia, de mi barrio, de la academia, empecé a intuir que comenzar de nuevo no sería fácil. La información que tenía sobre los internados era muy escasa, pero sospechaba que eran espacios en los que no resultaba sencillo conquistar un lugar, ser alguien. Realizaba permanentemente ejercicios de visualización, imaginaba circunstancias, conversaciones, escenarios. Rezaba para que todo saliera bien, pues la idea de solicitar desesperadamente el regreso a las dos semanas de haberme ido me ponía los pelos de punta. Atrapado entre el deseo de huir y el pánico de llegar, averigüé que la mayoría de los compañeros del seminario procedían del medio rural, pues en aquella época la Iglesia se nutría de los vástagos más inteligentes de las familias más pobres. No imaginaba cómo se comportarían, cómo me mirarían, hasta qué punto yo sería allí, una vez más, un excéntrico. El estrés me hacía adelgazar y me provocaba dolores de cabeza. Mamá me llevó al médico y habló en un aparte con él. Luego nos dejó solos. El médico me preguntó si estaba preocupado por algo. Le respondí que no.
– Me ha dicho tu madre que en septiembre te vas al seminario. Si estás arrepentido, a mí puedes decírmelo.
– No estoy arrepentido -dije conteniendo el pánico.
Me recetó un complejo vitamínico. Era la primera vez que escuchaba aquella expresión, complejo vitamínico, y se me quedó grabada por extraña. La palabra «complejo», en mis redes lingüísticas, estaba asociada al término «inferioridad». Complejo de inferioridad. ¿Qué había visto en mí aquel médico para recomendarme tal medicina? Tomaba los comprimidos con ansia, deseando que se me quitara la inferioridad. Y así, entre unas cosas y otras, llegó el mes de septiembre.
Dio la casualidad de que unos días antes de la fecha señalada para mi viaje apareciera por casa un hermano de mi padre, el tío Francisco, que además era mi padrino. Vivía en Tánger y tenía entre nosotros el prestigio de los que residían en el extranjero (estamos hablando de una época en la que a lo más que se podía aspirar era a ser de otro sitio). Solía aparecer una vez a lo largo del verano con su mujer y sus hijas a bordo de un Mercedes. El coche constituía otro elemento de prestigio, pues era prácticamente el único que se veía a lo largo de toda la calle.