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El tío Francisco era un tipo jovial, con una barbilla muy interesante, a la que no le faltaba el hoyuelo del que disfrutaban las de los grandes actores del cine norteamericano. Trasmitía una sensación de seguridad personal que tampoco era muy frecuente en nuestro mundo. Como el seminario se encontraba en un pueblo de Valladolid, a doscientos quilómetros de Madrid, se ofreció a llevarme en su coche. Mi única experiencia del tren era la del viaje entre Valencia y Madrid, que había resultado deprimente, por lo que se lo agradecí muchísimo. Era como dilatar unas horas la decisión. El único problema es que me tendría que dejar en el seminario un día antes de la llegada oficial, pero mi padre telefoneó y le dijeron que no había ningún problema.

Mamá preparó la maleta con la ropa que había estado marcando a lo largo de las últimas semanas. Se trataba de una maleta honda, gris, de tela, que tenía las esquinas reforzadas con una cantonera de metal (tal vez un añadido de mi padre). No sé de dónde había salido, ni qué fue de ella, pero ahora daría algo por asomarme a aquella hondura, por olería, para ver si las cantidades de miedo que se depositaron en sus entrañas habían dejado algún rastro olfativo. Se decidió, ignoro con qué criterio, que nos acompañaría mi padre. De modo que ahí estamos, a la puerta de casa, cargando la maleta en el único automóvil que hay en la calle. Ahí estamos expuestos a las miradas de los vecinos. Ahí estoy yo con un nudo en la garganta, pero sin soltar una lágrima, despidiéndome apresuradamente de mis hermanos, de la calle, de mamá, que dilata incómodamente el beso y el abrazo. Cuando por fin arrancamos, lanzo una mirada a la tienda del padre del Vitaminas. Hace meses que no coincido en la calle con María José, como si se la hubiera tragado la tierra. De todos modos, cuando coincidíamos, uno de los dos cambiaba de acera o se metía por la primera bocacalle que le salía al paso. Durante los primeros minutos del viaje, mientras escucho la conversación entre mi padre y mi tío, me ataca una fantasía estimulante: Ya soy sacerdote, pero, en vez de en la selva, trabajo en una parroquia de Madrid. Un día, confesando, aparece María José al otro lado de la celosía y sin saber quién soy comienza a relatarme su vida, que es un desastre del que me propongo rescatarla. Cuando la fantasía comienza a excitarme sexualmente, me pregunto si habré cometido un pecado mortal y regreso a la realidad.

Del viaje recuerdo sobre todo una extensión de terreno desoladora. Siempre que he atravesado Castilla en coche a lo largo de mi vida se ha reproducido en un grado u otro la angustia que sentí entonces. También recuerdo que a medio camino nos paró la Guardia Civil. Un agente, sin duda impresionado por el coche, se limitó a decir a mi tío que había pasado un cambio de rasante por en medio de la carretera, que era muy estrecha. Mi tío se disculpó y el agente nos permitió continuar. Yo pregunté qué significaba «cambio de rasante» y mi tío me lo explicó con precisión. Años más tarde, en el examen teórico del carné de conducir, me tocó una pregunta relacionada con esta figura y la memoria reprodujo, mientras realizaba el test, aquella escena. Siempre se reproduce ante tal expresión.

Llegamos al seminario de noche, por lo que el rector sugirió a mi tío y a mi padre que cenaran antes de emprender el regreso. Mientras hablaban al pie del automóvil, vi la sombra de un caserón inmenso colocado en medio de la nada. La oscuridad que circundaba el edificio era tal que la luna y las estrellas adquirían un protagonismo que jamás antes, en mi vida, había observado.

La cena, llevada a cabo en un refectorio muy oscuro (quizá se había ido la luz y estábamos alumbrados por velas, aunque no podría jurarlo) fue un espanto, pues todo en ella conducía al instante en el que mi padre y mi tío me abandonarían en aquel lugar sombrío, inhóspito, tan ajeno a mi vida. El rector, que era cojo y muy delgado, calzaba en el extremo de su pierna mala, mucho más corta que la otra, una bota enorme, pesada y negra, como un yunque, en la que parecía residir el centro de gravedad de todo su cuerpo (está minuciosamente descrito en mi novela Letra muerta). Cenó con nosotros, servidos por un hermano lego que entraba y salía de la habitación como un fantasma. En algún momento me pareció que atravesaba la puerta en vez de abrirla. Hablaron de los planes de estudio del seminario. El rector señaló que habían reducido el bachillerato un año respecto a los estudios oficiales tras considerar que en un internado se podía hacer en cinco años lo que en el siglo se hacía en seis. Me llamó la atención la expresión «el siglo», que entonces no comprendí. También recuerdo que mi estómago se había cerrado de forma literal y que aunque intentaba comer lo que me presentaban, me resultaba imposible. Mientras masticaba, ensayaba una vez más el instante de la despedida. Lo había hecho mil veces, pero tenía la impresión de que no me iba a servir de nada. Sobre todo, me decía, no llores, no llores, por favor. Dios mío, si no lloro, haré lo que me pidas el resto de mi vida. Me atacó el pánico a llorar como a otros les ataca el de mearse en la cama.

Los adultos, que sin duda habían advertido mi ataque de angustia, pues debía de estar pálido como el papel en medio de la penumbra reinante, procuraban ignorarme, para no desencadenar una situación incómoda. Hablaban y hablaban, unas veces de prisa, otras a cámara lenta, de vez en cuando se producía un silencio de un segundo o dos, quizá más corto todavía, que mi pánico alargaba como si hubiera llegado el momento de la ejecución, pues yo estaba a punto de ser ejecutado. Continuaría viviendo, evidentemente, porque se trataba de una ejecución limpia, incruenta, pero una vez que mi padre y mi tío partieran en medio de la noche a bordo del Mercedes, un Juanjo habría muerto, dejando como resultado de aquella combustión un Juanjo inerme, desvalido, un Juanjo huérfano, desamparado, solo.

Y así se fueron, en medio de la noche, tras unos besos de trámite, pues también ellos, mi padre y mi tío, tenían miedo de que me echara a llorar. No sucedió. Logré detener milagrosamente el llanto a la altura del pecho. Aún continúa ahí. Jamás he llorado aquel momento, ni siquiera cuando me quedé solo.

Me acompañó al dormitorio el hermano lego que nos había servido la cena. Dijo que al haber llegado un día antes que el resto de los alumnos tendría que dormir solo y me preguntó si me daba miedo. Le dije que no. El esfuerzo de arrastrar la maleta por aquellos pasillos infinitos, por aquellas escaleras que me digerían a medida que las subía y las bajaba, me ayudaba a disimular el resto de los sentimientos y de las sensaciones físicas que me embargaban. La arrastraba con la desesperación o el pánico del herido que en el campo de batalla reúne sus vísceras y corre con ellas en las manos al hospital de campaña.

El dormitorio era una enorme nave con cincuenta o cien camas, no habría podido calcularlo, dispuestas en batería, separadas por una breve mesilla de madera. Estaba también muy mal iluminado. Vaciamos la maleta encima de mi cama, situada hacia la mitad de la nave, y el lego me asignó una taquilla para que ordenara en ella mi ropa. La maleta se la llevó él, pues se guardaban todas juntas en algún lugar, como una colección de ataúdes. Cuando me quedé solo, tras cerrar la taquilla y visitar el cuarto de baño, que estaba situado en un extremo del dormitorio, pensé que iba a llorar, pero el mecanismo del llanto, quizá por la presión que había ejercido sobre él, se había roto. No podía. Me puse el pijama, me metí entre las sábanas, cerré los ojos y me dije: Qué va a ser de mí.

EPÍLOGO

Un día, meses después de terminar este libro, metí las cenizas de mis padres en el maletero del coche, y salí con ellas rumbo a Valencia, dispuesto a cumplir su última voluntad, tantas veces aplazada. Al poco de tomar la autopista, sufrí una especie de alucinación según la cual conducía en realidad por el interior del libro al que acababa de dar fin. La carretera se encontraba dentro de mi novela, formaba parte de ella. Como el ensueño me proporcionara una suerte de extrañeza sugestiva, que no afectaba a mis reflejos, procuré no hacer nada que pudiera acabar con él. Los estados delirantes, en mi experiencia, son frágiles como burbujas. A veces basta con cambiar de postura para que desaparezcan y la realidad se precipite bruscamente a la literalidad que le es habitual. Por eso no puse música ni encendí la radio. Conducía con suavidad, sin prisas, procurando no realizar movimientos bruscos. Resultaba fantástico que aquel viaje tantas veces aplazado formara parte de la trama de El mundo, pues así había decidido titular la novela.