Al contrario que en la mayoría de este tipo de experiencias, la alucinación se mantenía de forma milagrosa minuto a minuto, quilómetro a quilómetro, manteniendo su textura onírica, su calidad de ensueño. Así, sin dejar de avanzar por la carretera, progresaba al mismo tiempo por la superficie de mi libro, aunque en sentido inverso a su escritura, ya que lo recorría desde atrás hacia adelante, en dirección a sus orígenes, hacia el primer capítulo, en el que hablaba de Valencia, que era también mi destino geográfico. Partí, pues, del instante mismo en el que me quedaba solo en el dormitorio del seminario, atravesé la zona de la academia, pasé a cien por hora por los relatos del Reader's Digest y llegué al capítulo de Nueva York, donde me encontraba con María José en un hotel de la calle 42. De un modo inexplicable, como sucede en las alucinaciones y en los sueños, el paisaje que se veía a través de la ventanilla era de forma simultánea un paisaje real -con sus campos y sus colinas y sus nubes y sus gasolineras-, y un paisaje mental, imaginado, escrito, una quimera.
Al atravesar cada uno de los capítulos del libro, los revivía intensamente, esta vez como espectador, quizá como lector, pues lo que sucedía en sus páginas se veía desde el interior del coche con la misma lucidez con la que se apreciaban los automóviles, a los que adelantaba con la facilidad con la que el bolígrafo se desliza por la cuartilla uno de esos días felices en los que tienes la impresión de escribir al dictado. Escribir bien presupone escribir al dictado de aquella parte de ti que permanece dentro del delirio cuando la otra sale de él para comunicarse con los demás o para ganarse la vida. Pensé que mi padre, en sus últimos días, comía dos veces porque alimentaba a dos partes del mismo sujeto. Había en él un padre convencional, un hombre a secas, pero también una especie de místico empeñado en construir un circuito eléctrico capaz de alumbrar problemas de orden moral.
Con estos pensamientos atravesé las zonas de la novela en las que se describía el sótano del Vitaminas, mi relación con él y con su padre, mi encuentro con el ojo de Dios, mi etapa de espía al servicio de la Interpol, mi fracaso con Luz… Aunque no me atrevía a mover un músculo por miedo a que el delirio desapareciera, empezó de repente a llover y tuve que accionar el mecanismo del limpiaparabrisas sin que por ello, afortunadamente, cesara la atmósfera alucinatoria. Llovía dentro de la novela, en algunos instantes con la misma desesperación con la que había llovido dentro de mi vida. Ahora iba por mi calle, por la calle de Canillas, aquella calle húmeda de mi infancia, con su fuente de pistón y sus casas bajas y hasta con sus moscas, pues tal era el detalle con el que se expresaba el espejismo. Vi a mi padre dentro de su taller, inclinado sobre un filete de vaca en el que infligía cortes de una precisión asombrosa con su bisturí eléctrico. Volví a escuchar la frase fundacional de esta novela, quizá del resto de mi obra (cauteriza la herida al tiempo de abrirla), y supe con efectos retroactivos que aquella fascinación de mi padre había constituido para mí un programa de vida. Un programa que seguí al pie de la letra, pues es consustancial al hecho de escribir sentir daño y alivio al mismo tiempo. Quizá, después de todo, aquel niño frágil hubiera sido capaz de sacar adelante algo valioso, algo distinto al resto de los niños, algo que implicaba un grado de coraje que mi padre no imaginó jamás en mí.
Llegué a Valencia hacia el mediodía de un día muy nublado y frío, un día de invierno un poco amenazante, un día un poco triste, aunque no me di cuenta hasta que me vi fuera del delirio, del que había ido saliendo poco a poco, de un modo insensible, como se pasa de la vigilia al sueño. Creo que fue al atravesar el cauce del río seco cuando advertí que me había convertido en un hombre sin más, un mero individuo que conducía un automóvil en cuyo maletero llevaba las cenizas de sus padres. Nunca distinguí con tanta claridad aquellas dos versiones de mí mismo. La realidad había devenido en una extensión mostrenca, en una especie de cuadro de costumbres dentro del que la gente actuaba de un modo práctico, como si no existiera en su interior una dimensión onírica, una instancia delirante, como si la ciudad entera no fuese un delirio en sí misma. De súbito, me encontraba fuera de la novela, pero intentando llevar a cabo un acto (desprenderme de los restos de mis padres) que la completaría.
Así fue como Juanjo, es decir, yo, convertido en un hombre (a la manera en la que mi padre era a veces papá y a veces un hombre), alcanzó la playa de su infancia, aparcó el coche, salió de él, tomó las dos bolsas de El Corte Inglés y se dirigió con ellas a la orilla. Afortunadamente, sólo había un par de personas corriendo y tres o cuatro más paseando. Hacía un frío inusual para Valencia y el cielo estaba cubierto por un techo de nubes extrañamente próximo. Vacié primero las cenizas de mamá, sobre las que a continuación dejé caer las de mi padre, y permanecí allí, con las dos bolsas de plástico en las manos, esperando que una ola se las llevara. Pero no sucedió. Las olas eran muy débiles y cuando alcanzaban el montón se limitaban a humedecer su base.
Empecé a ponerme nervioso, pues me parecía mal dejarlas a la vista de todo el mundo, expuestas a que un perro las oliera o un paseante les diera una patada. Intenté entonces esparcirlas un poco, protegiéndome la mano con una de las bolsas de plástico, pero la humedad había convertido las cenizas en una especie de masa consistente sobre la que las olas pasaban sin ningún efecto. Me agaché de nuevo y extendí la masa sobre la arena fina para facilitar su disolución. Así logré que el mar se llevara una parte sustancial, pero la otra se quedó como impresa en la superficie de la arena, formando dibujos que parecían un alfabeto. Al final, siempre con la bolsa de plástico a modo de guante, tuve que tomar algunos puñados de aquellas cenizas mezcladas con la arena y arrojarlos lejos. Luego limpié minuciosamente las bolsas para desprenderme de ellas sin remordimientos.
Completada la operación, al abandonar la orilla con los zapatos mojados, advertí que un individuo me había estado observando desde un banco del paseo marítimo. Llevaba un chándal y una bolsa de deportes, por lo que lo primero que se me ocurrió fue que se trataba de un corredor. Luego noté que me seguía con la mirada mientras me dirigía inevitablemente hacia su posición, pero preferí no desviarme para no dar muestras de inseguridad (quizá también estaba prohibido arrojar restos humanos al mar). Cuando llegué a su altura, se dirigió a mí.
– Perdón -dijo.
– ¿Sí? -respondí en guardia.
– No he podido evitarlo. Le he visto y me parecía que estaba arrojando unas cenizas al mar.
– ¿Está prohibido? -pregunté con cierta carga agresiva.
– No es eso, es que, verá…
El hombre tragó saliva y comprendí que lo estaba pasando mal, aunque no lograba imaginar por qué.
– Es que, verá -continuó al fin-, yo vengo desde hace siete meses a este lugar con la idea de desprenderme de las cenizas de mi hija, pero aún no he sido capaz de hacerlo.
– ¿…?
– Las llevo en esta bolsa. Mi mujer cree que están en el mar desde hace mucho tiempo. Le prometí que lo haría yo porque a ella le faltaba valor. Como voy al gimnasio todos los días, las guardé en su momento en la taquilla de la ropa y cada día las saco para traerlas aquí con intención cumplir mi promesa, pero siempre regreso con ellas.