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¿Descubrí primero las herramientas o los fármacos? No estoy seguro. Las herramientas estaban, en apariencia, más a la vista que los fármacos, pero recuerdo ahora una noche en la que mi hermano mayor nos enseñó un frasco de éter que había descubierto en el taller de papá. Ignoro qué utilidad le daría a aquel anestésico y tampoco sé de qué forma había descubierto mi hermano sus efectos narcóticos. El caso es que un día, al poco de que mis padres se fueran al cine tras habernos dejado en la cama, mi hermano cruzó el patio, entró en el taller y regresó con el frasco, cuyo contenido empapó en un trapo que luego aplicó a nuestras narices. Empezó por Manolo, continuó por mí y, finalmente, se lo aplicó a sí mismo.

Sucedió que mis padres no encontraron entradas y regresaron en seguida. Al entrar en nuestro cuarto y percibir el olor se pusieron a dar gritos, muy alarmados. Los recuerdo despertándonos con violencia, abriendo las ventanas y moviendo el aire con las sábanas. Pero los recuerdo como si ellos se encontraran en una dimensión de la realidad y yo en otra, para lo que tampoco me era necesario el éter.

Mi madre me quiso. Quiero decir que me prefería. Eso me salvó. Tengo acerca de mí la idea, posiblemente absurda, de que me he salvado. ¿De qué? Del infierno, desde luego. La idea de la salvación, en nuestra cultura (en nuestro mundo) está asociada a evitar el infierno más que a conquistar el cielo. ¿En qué habría consistido el infierno? En ser un individuo opaco, intransitivo, sin intereses culturales, sin inquietudes filosóficas, sin ambiciones literarias, tal vez sin tendencias burguesas.

¿Mi madre me salvó? Quizá sí, pero en el instante mismo de perderme. Actuó, pues, como el bisturí eléctrico de mi padre, que hería y cauterizaba la herida al mismo tiempo. Sueño a veces con una escritura que me hunda y me eleve, que me enferme y me cure, que me mate y me dé la vida.

Al poco de nacer mi hermano pequeño, estaba yo un día viendo cómo mi madre le daba de mamar, cuando se volvió hacia mí y me ofreció el pezón.

– ¿Quieres tú también? -dijo.

Me quedé espantado. Tendría ocho o nueve años. Creo que salí corriendo del dormitorio. Trabajé esta escena durante horas en mi análisis, sin alcanzar ninguna conclusión. Hace poco leí en algún sitio que para entender una experiencia has de convertirla primero en una vivencia. De otro modo, se queda ahí, enquistada, como un tumor al que todos los días, al desnudarte, observas con perplejidad, sin saber qué debes hacer por él o él por ti. Quizá aquella experiencia, debidamente elaborada (transformada en vivencia), podría haberme sido de alguna utilidad. Pero continúa dentro de mí como una materia prima intratable.

Cuando digo que mi madre me prefería, quiero decir que estaba enamorada de mí. Por lo visto, me parecía mucho a ella; era, en palabras de la gente, su «vivo retrato». Vivo retrato, qué conjunción tan extraña de términos. Quizá fue la primera de una serie de expresiones del tipo de gas natural, penosa enfermedad, revestimiento cerámico, flema británica, envejecimiento prematuro, capilla ardiente, alivio sintomático, tiempo muerto, rojo vivo, etc., que empecé a almacenar, como un coleccionista, en la memoria.

Su vivo retrato, eso era yo. Tenía su nariz, su boca, sus dientes, su pelo. Cuando me veía a mí, se veía a sí misma, como Narciso en el reflejo del agua. Yo, en cambio, no me veía en ella. Yo no me veía a mí ni en el espejo. Pero parece que la deseaba, y mucho. A esa conclusión llegué en el diván. Mi vida ha estado determinada por aquel deseo que en el momento de manifestarse provocaba un gran rechazo (de nuevo la unión de contrarios). No me veía en el espejo porque cuando me asomaba a él descubría, en efecto, el rostro de mi madre sobre un cuerpo infantil. Era un espanto. Entonces tomé la decisión de no parecerme a ella y ése fue el proyecto más importante de mi vida. Me miraba en el espejo y ponía caras. «Poner caras» era un modo de buscar una identidad. Me pasaba las horas poniendo caras que no se parecieran a la de mi madre. Llegué a adquirir tal práctica que podía mantener durante horas las cejas en una posición antinatural. Corregí la forma de los labios, sobre todo la del superior, que se elevaba en el centro mostrando los dos dientes centrales, las dos palas, que eran idénticas en la boca de mamá y en la mía. Ignoro cuántos músculos tiene el rostro, pero creo que llegué a controlarlos todos y cada uno. Aún hoy, cuando me cruzo por la calle con alguien a quien no me apetece saludar, altero mis facciones de manera que no se me reconoce. Mi héroe de adolescencia sería, lógicamente, Fantomas.

Tras el rostro, le tocaba el turno al cabello, así que un día, en la peluquería, pedí que me cortaran el pelo a cepillo. El peluquero soltó una carcajada. Era imposible hacer ese corte en alguien con un cabello tan rizado como el mío (como el de mi madre, puesto que era suyo). Todo el mundo se rió de mi ocurrencia. Mientras la gente se reía, escuché el ladrido de un perro proveniente del patio interior al que daba el local. El animal pertenecía a uno de los peluqueros, que era cazador. Nunca he olvidado aquellas risas, ni aquel ladrido. Ni el patio interior, al que logré asomarme un día para ver al perro, cuya mirada mantuve durante unos segundos angustiosos.

No parecerme a mi madre. Comencé a comparar sus gestos y los míos, su entonación de voz y la mía, sus giros verbales y los míos… Me quedé espantado al comprobar que era, en efecto, una réplica suya. Hablaba como ella, movía los brazos como ella, intentaba imponer mis opiniones como ella. Durante años (durante toda la vida en realidad), estuve desmontándome y volviéndome a montar de otro modo. Hacía esto mientras crecía, mientras mis piernas y mis brazos se alargaban y me convertía en un adolescente. No desmontaba, pues, una materia inerte, una naturaleza muerta, sino un proceso. Cuando desmontas un proceso, al volver a montarlo, las piezas han cambiado de tamaño.

Los resultados, creo, fueron sorprendentes. En la actualidad me parezco más a mi padre que a mi madre. Un día, no hace mucho, al entrar en un hotel de una ciudad extranjera, me miré en el espejo de la recepción y vi a mi padre en el tránsito de la madurez a la vejez. Estuve observándome -observándolo- un buen rato con expresión de sorpresa. Mamá había perdido la batalla.

Pero no la había perdido. Mamá ganó todas las batallas, aunque perdió la guerra. Pobre.

Mi primera novela, Cerbero son las sombras, fue calificada por un crítico solvente como un extraño experimento «antiedípico». Creo, en efecto, que me convertí en una especie de antiedipo. Habría matado con gusto a mi madre para quedarme a vivir con mi padre…

En cuanto al asunto del pezón, durante una época lo olvidé, lo borré más bien, y no sólo el pezón de mi madre, sino todos los demás. Cuando veía un escote en el cine, deducía el pecho entero, claro, pero sin pezón. Llegué a creer que los pechos de las mujeres eran completamente lisos. Un día, mirando una revista pornográfica con un par de amigos, tuve un ataque de pánico al descubrir el pezón. Pensaba que algo tan brutal, tan biológico, no podía formar parte del diseño original del pecho. Le he dado muchas vueltas al pezón, más que a un nudo, como si el pezón no fuera más que eso: un nudo que venimos a la vida a desatar, a deshacer. Casi no tenemos otra función que la de deshacer el nudo del que nos alimentamos al venir al mundo y que luego encontramos en todas las mujeres. A veces lo deshacemos con los dientes.

A mamá siempre le dolía algo y siempre estaba embarazada. Sus hijos fuimos parte de sus enfermedades. No tuvo hijos, tuvo síntomas. Yo fui el síntoma preferido de mi madre. Cuando caía enfermo, me llevaba a su cama, a cuyos pies había un armario de tres cuerpos con un espejo en el del centro. En aquel espejo fue donde al mirarme la vi a ella.

La ventaja de ser tantos hermanos (nueve) es que llegó un momento en el que los mayores perdieron el control sobre nosotros. Podías desaparecer durante horas sin que nadie te echara de menos. En cierta ocasión, pasé una tarde entera dentro del cuerpo central de aquel armario: una tarde entera al otro lado del espejo. No hay mucho que añadir porque no vi nada. En el otro lado no hay nada, quizá en éste tampoco.