Pero no es cierto que en el otro lado no hubiera nada: estaba yo. ¿Qué hacía allí? Asomarme a éste. El otro lado, como el infierno, no era un lugar, sino una condición. Si ésa era tu condición, igual daba que estuvieras dentro o fuera del armario, delante o detrás del espejo, acompañado o solo. Sabías que no pertenecías, que no pertenecíamos, al mundo al que habíamos ido a parar. Y no porque fuéramos pobres como ratas, o porque el frío resultara insoportable, o porque siempre hubiera acelgas para cenar, sino porque había entre el mundo y tú una atmósfera de opacidad manifiesta. El mundo era opaco.
Mi madre tenía trastornos de carácter. Pasaba de la calma a la agitación en cuestión de segundos. Había dentro de ella algo que la impulsaba a estar mal. Cuando estaba muy mal, daba gritos y atravesaba como una furia las habitaciones de la casa quejándose de esto o de lo otro. Podía quejarse de una cosa y de la contraria al mismo tiempo. Cualquier comentario, por ingenuo o bienintencionado que fuera, hecho en su presencia, podía volverse contra ti. Era muy aficionada también a dar órdenes contradictorias, de las que conducen a la parálisis al que las recibe. Yo no sólo me quedaba paralizado, sino que deseaba ser una piedra, una mesa, un pedazo de cristal, un objeto inerte. Cuando mamá enloquecía, me daba pánico. Expresiones hechas como «estar fuera de sí» o «estar fuera de quicio» describían bastante bien su manera de ser. Su melena, cuando estaba fuera de sí, parecía una mancha de tinta que cambiaba de forma al agitar la cabeza. De tan espesa que era, los cabellos carecían de individualidad. Fue una mujer sumamente desdichada, pero también, de alguna forma incomprensible, sumamente feliz. Quizá en los momentos de mayor infelicidad alcanzaba un raro éxtasis de dicha. Padecía, en fin, de una infelicidad que la hacía feliz (el bisturí eléctrico).
Hace años escribí un reportaje sobre una maníaco-depresiva, una bipolar, que vivía en Madrid. A medida que me enumeraba sus síntomas, yo me acordaba de mi madre. Ese paso de la euforia a la depresión, del cielo al infierno, esa caída… Yo soy, creo, un poco maníaco-depresivo, aunque procuro no exteriorizar las alegrías excesivas ni las aflicciones exageradas. Tanto unas como otras se dan en un registro más mental que físico. Atravieso épocas de grandes ensoñaciones, donde me imagino llevando a cabo extrañas conquistas, y por instantes de gran abatimiento, de desánimo, que me ponen los pies en el suelo. En el abatimiento hay, curiosamente, momentos de enorme dicha (otra vez el bisturí que daña y cura al mismo tiempo): cuando comprendo que si no tengo nada que perder puedo arriesgarlo todo. Tales ensoñaciones guardan relación frecuentemente con proyectos narrativos. El placer, al imaginarlos, es tan intenso que elimina cualquier posibilidad de llevarlos a cabo. Siempre tengo que cuidarme de eso. Hay historias que me invaden, que llenan mis noches y mis días sin llegar a nada, sin transformarse en nada, sin sentido aparente.
No sé si mi madre tenía algo de esa patología maníaco-depresiva, quizá sí. Quizá si la vida o los fármacos la hubieran tratado de otro modo habría tenido más calma, habría medido más sus gestos, sus palabras. Cuando nació el pequeño de mis hermanos, ella estuvo a punto de morir. La noche anterior había habido mucho movimiento en las escaleras. En aquella época, el dormitorio de mis padres estaba en el piso de abajo, donde luego se instalaría el comedor. Aún no era costumbre que las mujeres parieran en el sanatorio, o quizá la costumbre no había llegado a mi familia. Por la mañana, a primera hora, apareció la comadrona y a los niños nos mandaron fuera de casa, con unos bocadillos y la orden de no regresar hasta media tarde. Sería julio, quizá agosto, porque hacía mucho calor. El premio consistía en que al regreso tendríamos en casa un hermanito. En una familia de ocho, eso no era ningún premio, pero quién discutía aquellas cosas.
Nos fuimos a la calle, pues, y anduvimos campo a través durante horas en dirección a lo que hoy es el aeropuerto de Barajas. Todo estaba seco. Comimos los bocadillos en silencio, sentados sobre unas piedras, e iniciamos el regreso. Nada más entrar en el jardín, percibimos una agitación preocupante. Había corros de personas hablando en voz baja, como en los funerales. La gente entraba en la habitación de mi madre y salía llorando. Vi a mi padre aterrado, que era como si te quitaran el suelo de los pies. Nosotros no preguntamos nada, no dijimos nada. Nos limitamos a contemplar desde nuestra estatura el espectáculo con la expresión de perplejidad propia de los niños asustados. De todos modos, yo estaba tan familiarizado con el miedo que aquello constituía un episodio más. La vida sin miedo resultaba inconcebible. Los días de paz nunca fueron días de paz, sino de tregua. El náufrago que logra subir unos segundos a la superficie y tomar aire antes de hundirse nuevamente no es más feliz en el momento de tomar el aire que en el de consumirlo.
Ignoro cuál fue el problema de mi madre, pero sobrevivió. Al día siguiente, pasado el susto, cuando me dejaron entrar en su habitación, me acerqué a la cabecera de la cama y me quedé mirándola. Ella me dijo:
– Creías que me moría, ¿eh?
Yo me eché a llorar. Entonces me acarició la cara, prometiéndome que nunca se moriría, cosa que creí. La promesa funcionó al principio como un bálsamo; más tarde, como una amenaza. Por aquellas fechas, falleció la madre de un compañero del colegio. Fue la primera vez que vi un huérfano. Yo lo miraba con cierta condescendencia, con la superioridad que proporciona el conocimiento de que tu madre es inmortal.
Ya de mayor, comprendí que la promesa era una amenaza. Comprendí que, en efecto, mi madre no moriría ni después de muerta. Las fuerzas de la naturaleza no mueren, se dispersan, y mi madre era una fuerza de la naturaleza. Muchas veces me he preguntado si en el momento de ofrecerme su inmortalidad estaba eufórica o deprimida. Lo lógico, dada la situación, es que estuviese deprimida, de modo que cabe imaginar cómo serían sus euforias.
Empleé gran parte de mi análisis en intentar verla como una mujer frágil, pues detrás de caracteres tan poderosos se oculta con frecuencia una debilidad insoportable. Creo que no lo conseguí. Mi madre murió, si es que murió, como una fuerza de la naturaleza. La operaron siete u ocho veces. No había parte de su cuerpo por la que no hubiera pasado el bisturí (el bisturí eléctrico) y de todas las operaciones salía adelante. Es cierto que caminaba con dificultad, pero como habría caminado con dificultad un ciclón, como se habría desplazado con dificultad un huracán, una tormenta… Estuvo varios días o varias semanas en coma. Pero se trataba de un coma de una intensidad desusada. Era un bloque de granito en coma. Mis hermanos y yo nos turnábamos para pasar la noche con ella. En aquella época, yo estaba convencido de haberme separado emocionalmente de mi madre. No sufría viéndola agonizar. Creía que para mí había fallecido hacía años y que su muerte real, física, no sería sino un trámite burocrático. En su habitación había una cama para el acompañante. Antes de acostarme, me fumaba fríamente un canuto y me perdía en ensoñaciones lúgubres asomado a la ventana. Algún día, antes de meterme entre las sábanas, me detenía frente a su cabecera y le observaba el rostro y las manos en busca de algún síntoma de vida, de algún intento de comunicación. Creo que la llamé -mamá, mamá- en un par de ocasiones.
Después de la muerte de mi madre, todo volvió aparentemente a la normalidad, pero pasados unos meses, quizá un año, empecé a enfermar. Fue un proceso lento, insidioso, invisible. La enfermedad se movía por el interior de mi cuerpo como un fantasma por el interior de una mansión abandonada. Unos días estaba en los pulmones; otros, en el estómago, en la garganta, en la cabeza… A veces, en los ojos.