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Cuando la situación se agravó, fui a un médico que me recomendó un amigo. Era un hombre afable, mayor, que me explicó la importancia de llevar zapatos con cámara de aire. Nos pasamos -dijo- la vida caminando sobre superficies duras, dentro de unos zapatos rígidos. Cada paso supone un golpe que viaja a través de la columna vertebral al bulbo raquídeo. No era, pues, raro que acabáramos dementes, o con alzheimer, después de haber provocado miles, quizá millones, de golpes en un órgano tan esencial. No recuerdo a propósito de qué me ofreció esta explicación, pero yo deseaba que no terminara nunca de hablar, pues me daba pánico empezar a relatar mis síntomas. Eran tan escandalosos que sólo podían ocultar una enfermedad mortal. El nombre del doctor era Lozano, doctor Rafael Lozano. Desde entonces, me hago un chequeo anual con él. Mantiene que no hay que ir al médico cuando estás mal, sino, y sobre todo, cuando estás bien.

El doctor Lozano me escuchó sin alarmarse (yo observaba sus gestos como los de la azafata cuando el avión se mueve más de la cuenta). Tomó nota de todo y me hizo una exploración manual de la que no dedujo nada. Luego empezó a prescribirme análisis, electros, pruebas… Le dije que no sería capaz de ir de clínica en clínica, no me quedaban fuerzas, y dispuso las cosas de manera que me hicieran todas las pruebas en la consulta. A los pocos días volvió a convocarme y cuando yo -pálido como una pared- me disponía a escuchar el veredicto (que no podía ser otro que el de la pena capital), me dijo lo siguiente:

– No te voy a decir que hayamos explorado tu cuerpo milímetro a milímetro, pero sí centímetro a centímetro. Y no hemos encontrado nada que justifique este cuadro sintomático.

Isabel me buscó entonces una psicoanalista, de nombre Marta Lázaro (me gustó la idea de que llevara el apellido de un resucitado), también conocida entonces por Marta Spilka, por su marido (era argentina). Fantaseé a menudo con la posibilidad de que en algún momento me dijera: «Juanjo, levántate y anda», porque eso era lo que necesitaba yo, levantarme y andar. Pero la orden, entonces lo ignoraba, tenía que venir de dentro.

Se trataba de una mujer mayor, muy dulce, que fumaba mucho, como yo entonces. Las cuatro primeras entrevistas tuvieron un efecto sorprendente, pues los síntomas, sin desaparecer, se atenuaron de tal modo que me permitieron volver a la rutina. Y a la escritura. Realicé esas cuatro entrevistas cara a cara, para que ella hiciera su diagnóstico y decidiéramos si alcanzábamos el raro acuerdo que se establece entre el psicoanalista y el paciente. El día número cinco me tumbé en el diván, con ella a mis espaldas. Era muy silenciosa, hablaba muy poco, pero me hizo saber de alguna manera que una de las formas más comunes de negar la muerte de una persona consistía en convertirse en ella. En otras palabras, yo, con aquel escandaloso cuadro sintomático, me había convertido en mi madre, la reina de los síntomas. Te prometo que nunca moriré.

SEGUNDA PARTE . LA CALLE

Un chico de mi calle tenía una enfermedad del corazón que le impedía ir al colegio. Durante los meses en los que el buen tiempo lo permitía, el Vitaminas -así le llamábamos, ironizando sobre su delicado aspecto- permanecía sentado a la puerta del establecimiento de su padre (una tienda de ultramarinos anexa a un bar también regentado por él) con una bicicleta de carreras al lado. Nunca montó en ella, pero a veces decía que de mayor sería ciclista. Su deseo, si tenemos en cuenta que se ahogaba al menor esfuerzo, resultaba un poco trágico. Pese a la crueldad del mote, el Vitaminas gozaba del respeto, cuando no de la indiferencia, de los chicos de la calle: sabíamos que cualquier alteración podía matarle. Componían su reino, además de la bicicleta, un sillón de mimbre con un par de almohadones en el que permanecía sentado la mayor parte del verano, y los tres o cuatro metros cuadrados que se extendían alrededor de ese sillón. Según mi madre, las personas que sufrían la enfermedad del Vitaminas morían al hacer el desarrollo. Dado su horizonte vital, no valía la pena hacer ninguna inversión en él, por eso no iba al colegio.

El Vitaminas tenía un paño con el que repasaba de manera obsesiva los cromados de la bicicleta. En ocasiones, la colocaba al revés, con el sillín y el manillar apoyados en el suelo, y accionaba los pedales, haciendo girar al aire la rueda de atrás, sobre cuyos engranajes dejaba caer, con mucho cuidado, unas gotas de aceite procedentes de una lata pequeña, provista de una cánula agudísima, que llegaba a los puntos más inaccesibles de la máquina. Yo me detenía a veces junto a él, sin decir nada, pues había observado que el hecho de tener espectadores le hacía sentirse importante. Poco a poco me fui dando cuenta de que se trataba de una bicicleta de carreras falsa, construida a base de recortes. Pero no dije nada, ni siquiera le mencioné la incongruencia de que llevara timbre y espejo retrovisor, como las bicicletas de paseo.

El Vitaminas tenía también un cuaderno en el que apuntaba los movimientos de los vecinos. Un día, tras hacerme jurar que le guardaría el secreto, me confió que la tienda de ultramarinos servía de tapadera para ocultar la verdadera identidad de su padre, que era agente de la Interpol, revelación que, como se verá, alteraría gravemente mi existencia.

El padre del Vitaminas llevaba siempre una bata gris, muy limpia, con una camisa blanca debajo. Tenía un bigote fino, de actor americano, que recortaba de manera asimétrica, para producir (me diría su hijo) la impresión de que sonreía con un lado de la cara. De este modo, por lo visto, la gente se le confiaba. Y era cierto que la gente se le confiaba, pues había en aquel rostro, pese a la acusada calvicie del cráneo, una expresión muy seductora. Cuando le veía utilizar la bacaladera, que era lo más cercano a un arma que había en la tienda, se me ponían los pelos de punta. Tuve claro en seguida que quería ser como él, lo que significaba llevar una vida aparente y otra real. Quizá ya las llevaba, de otro modo no me habría impresionado tanto aquel descubrimiento.

Como el Vitaminas no podía ayudar a su padre en la tienda, le echaba una mano anotando las costumbres de la gente. «El fontanero», escribía en su cuaderno, «pasó a las once y media con un bidé en el sidecar de la moto». O bien: «Paca salió del portal de su casa a las cuatro y miró hacia los dos lados de la calle. Luego vino hacia aquí, pero en la esquina se detuvo unos momentos para hablar con Remedios, que le dio un papel con unas indicaciones. La perdí de vista al girar en Ros de Olano.» Todas las anotaciones eran claras, sintéticas, sin opiniones. No escribía jamás un «creo» ni un «me parece» ni un «quizá». Tales expresiones, le había dicho su padre, estaban prohibidas en los informes de los espías. Los espías sólo describían hechos. Las interpretaciones las hacían los superiores. Yo envidiaba aquella escritura seca, todavía la envidio. El objetivo de las notas, que cada noche leía con atención el padre del Vitaminas, era descubrir si había en el barrio alguien que llevara una doble vida, es decir, alguien cuya apariencia fuera la de cualquiera de nosotros, pero que en realidad fuera comunista.

Los padres del Vitaminas agradecían mucho que hiciera compañía a su hijo. De vez en cuando se asomaba uno de los dos para ofrecerme una galleta o, en ocasiones muy excepcionales, una onza de chocolate. El Vitaminas tenía una hermana, María José, que llevaba una existencia fantasmal. Flotaba dentro de un uniforme de colegio con la falda de tablas en cuyo interior se desplazaba de un lugar a otro. Era tal la discreción con la que movía las piernas que no se la veía caminar. La blusa blanca de su uniforme brillaba en el interior de la tienda, siempre muy oscuro, como si despidiera una luz propia. Y nunca decía nada. No la escuché pronunciar, durante aquella época, una sola palabra. Era tal su levedad que en ocasiones pensé que sólo la veía yo.