Y, en realidad, pasaron tres días sin que compareciera. Al cuarto día Piotr oyó sus pasos junto al río. Andaba despacito.
Los pájaros huían al oír sus pisadas; la niña cantaba quedamente una canción polaca.
—Oiga —gritó él, cuando ella estuvo más cercana—. ¿Está usted aquí?
La niña no respondió. Las piedrecillas rodaron bajo sus pies. Por el tono de fingida indiferencia con que cantaba la canción, el niño creyó adivinar que no había olvidado el insulto.
La niña dio algunos pasos más y se detuvo. Pasaron dos o tres segundos en silencio. La niña miraba el ramo de flores que tenía en la mano, y él esperaba que la niña hablase. En el modo de detenerse y en su silencio, Piotr creyó notar señales de desprecio.
—¿No lo ves? —dijo ella al fin con dignidad, después de haber arreglado el ramo.
Aquella sencilla pregunta produjo en el niño dolorosa impresión. No contestó, pero sus manos, apoyadas en el césped, cogieron nerviosamente las hierbas. Mas la conversación ya había empezado, y la niña, que continuaba en el mismo lugar y que volvía a ocuparse de sus flores, preguntó de nuevo:
—¿Quién te ha enseñado a tocar tan bien la flauta?
—Jojem —contestó Piotr.
—Tocas muy bien. Pero... ¿por qué eres tan malo?
—Yo... yo no soy malo con usted —dijo él con voz baja.
—¿No? Pues ya se me pasó el enfado. Ven y jugaremos los dos.
—No sabría jugar con usted —murmuró él abatido.
—¿No sabes jugar? ¿Por qué?
—No sé —contestó el niño abatido y con voz apenas perceptible. Jamás había tenido ocasión de hablar con nadie de su ceguera, y la amable niña que insistía en aquel interrogatorio, le hizo mucho daño.
La desconocida subió a la colinita.
—¡Qué extraño eres! —dijo la niña sentándose sobre la hierba a su lado—. Seguramente obras así porque no me conoces. Cuando nos conozcamos bien, no te daré miedo. Yo no tengo miedo de nadie.
La niña dijo todo esto con calma y claridad, y él oyó que ella se echaba al regazo unas cuantas flores.
—¿Dónde coges las flores? —preguntó.
—Allí —contestó la niña, volviendo la cabeza.
—¿En el campo?
—No; allí.
—Pues entonces en el bosque. ¿Qué flores son éstas?
—¿No conoces las flores? —preguntó.
El ciego tomó una flor y pasó suavemente por encima de ella las puntas de sus dedos.
—Ésta es una rosa de agua... Ésta es una violeta —dijo.
Inmediatamente quiso conocerla a ella, del mismo modo le puso una mano en la espalda y pasó la otra por sus cabellos, ceja y cara con atención.
Hizo todo esto de una manera tan imprevista y tan súbita, que la niña, sorprendida, no pudo articular ni una palabra; solamente miró al niño con los ojos muy abiertos, pintándose en su mirada una expresión de espanto. Por primera vez notó un aire singular en el rostro de su nuevo amigo. En su fisonomía, pálida y de líneas finas, se manifestaba una observación atenta que no estaba en armonía con su mirada fija. Los ojos del niño parecían mirar lejos, sin fijarse en lo que estaba haciendo, y el sol crepuscular se reflejaba en ellos de un modo singular. Todo esto le parecía a la niña un sueño angustioso. Se deshizo de la mano del cieguecito, se levantó y se echó a llorar.
—¿Por qué me espantas, malo? —dijo enfadada, llorando—. ¿Te he hecho yo algún daño?
Él permaneció inmóvil, consternado, con la cabeza baja; un sentimiento particular, mezcla de irritación y humillación, llenó su pecho de amargo dolor. Por primera vez conoció que un defecto físico no sólo puede inspirar compasión, sino miedo. Seguramente no podía darse exacta cuenta del sentimiento opresor que lo dominaba, pero su desconocimiento no disminuía su pena. Cayó al suelo y se puso a llorar. Su llanto fue en aumento, los sollozos nerviosos hacían temblar todo su cuerpo tanto más cuanto quería él reprimirse por innato amor propio.
La niña había huido cuesta abajo y al oír el llanto reprimido a medias, se detuvo sorprendida. Volvió el rostro y vio a su nuevo amigo tendido de cara al suelo y llorando; entonces sintió compasión, volvió a subir y se sentó delante de él.
—Escucha —dijo en voz baja—, ¿por qué lloras? ¿Crees que voy a quejarme de ti? No llores. No diré nada a nadie.
Estas compasivas palabras y el tono de dulzura en que fueron dichas, aumentaron el llanto del niño. La niña se arrodilló a su lado, le pasó la mano por encima de los cabellos, alisándoselos, y con los dulces cuidados con que las madres tranquilizan a los niños que acaban de castigar, le hizo levantar y le enjugó las lágrimas con el pañuelo.
—Escúchame —dijo con el tono serio de una persona mayor—, no estoy enfadada... No volverás a hacerlo, ¿no es así?
Le ayudó a levantarse y trató de sentarle a su lado. Él obedeció, quedaron en la posición de antes, con la cara dirigida al sol poniente, y cuando la niña volvió a mirarle la cara, que iluminaban los rayos sonrosados del sol, volvió a parecerle extraño. En sus ojos había lágrimas aún, pero los ojos estaban fijos como antes. Sus facciones temblaban todavía por los esfuerzos que hacía para reprimir el llanto, y al mismo tiempo se leía en ellos una gran pena impropia de un niño.
—Y con todo eres extraño... —dijo la niña en tono compasivo.
—No soy extraño —contestó él en voz baja—. No, no soy extraño... Soy ciego.
—¿Ciego? —repitió ella con voz temblorosa, como si la palabra que el niño pronunció en voz baja hubiese sido un fuerte golpe para su corazón de niña.
—¿Ciego? —dijo con voz más temblorosa todavía. Y el pobre niño ciego, como si hubiese querido buscar protección en el sentimiento de infinita compasión que nació en su pecho, se abrazó al cuello de la niña, reclinando la cabeza en su pecho.
Consternada por aquel súbito y triste descubrimiento, la mujercita no se mantuvo por más tiempo a la altura de su calma; se transformó en una pobre criaturilla y prorrumpió en sollozos y en amargo llanto.
Así transcurrieron algunos minutos.
La niña había cesado de llorar y sólo de vez en cuando sollozaba. Con los ojos llenos de lágrimas contemplaba el sol, que como si girase en la atmósfera enrojecida de la puesta desaparecía tras la línea obscura del horizonte. Todavía brilló por un momento un rayo dorado del globo de fuego, luego sólo algunas líneas luminosas, y se obscurecieron los contornos del bosque lejano.
Subía del río una suave frescura, y la calma de la noche que empezaba, iba reflejándose en la cara del ciego. Éste permanecía con la cabeza inclinada, visiblemente sorprendido de que una persona forastera fuese tan compasiva.