Cogió la linterna de la guantera y se bajó del coche. La temperatura empezaba a descender. Esa misma mañana, el hombre del tiempo había anticipado que el cielo estaría parcialmente cubierto, pero a Will le daba la impresión de que se avecinaba el diluvio.
Se internó en el bosque, examinando el terreno a la luz de la linterna, buscando cualquier cosa que pareciera fuera de lugar. Puede que Anna hubiera pasado por allí, pero también era posible que hubiera llegado por el otro lado de la carretera. La cuestión es que la escena del crimen no debería limitarse solo a esta: deberían estar peinando el bosque en un radio de al menos un kilómetro. No sería tarea fáciclass="underline" el bosque era bastante espeso, los arbustos y las ramas bajas entorpecían el paso y los árboles caídos y los hoyos lo hacían aún más peligroso de noche. Will intentó ubicarse y se preguntó en qué dirección estaría la I-20, la zona más habitada, pero su sentido de la orientación se volvió loco y dejó de intentarlo.
El terreno se inclinaba ahora hacia abajo. Aunque aún estaba lejos, Will oía los ruidos típicos de una escena del crimen: el zumbido eléctrico del generador, el de los focos, el clic de los flashes, el murmullo de los policías y los técnicos y, de vez en cuando, alguna carcajada de sorpresa.
En el cielo las nubes se abrían, dejando pasar de tanto en tanto un rayo de luna que multiplicaba las sombras sobre el terreno. Por el rabillo del ojo vio un montón de hojas que parecía haber sido removido. Se agachó para examinarlo, pero la luz de la luna no ayudaba mucho. Las hojas parecían muy oscuras, pero era difícil saber si eran manchas de sangre o de lluvia. Lo que sí parecía seguro era que algo había estado sobre ellas; pero la cuestión era si se trataba de un animal o de una mujer.
Intentó ubicarse de nuevo. Estaba a mitad de camino entre el Mini de Faith y el Buick accidentado. Las nubes volvieron a cubrir el cielo y la oscuridad reinó otra vez. La linterna que llevaba en la mano eligió ese preciso instante para agotarse: la bombilla adquirió primero un tono marrón amarillento y a continuación se volvió negra. Will le dio un golpe con la palma de la mano, intentando sacarle algo más de jugo a las pilas.
De pronto, el brillante foco de una linterna Maglite lo iluminó todo en un radio de dos metros.
– Usted debe de ser el agente Trent -dijo un hombre.
Will se llevó la mano a los ojos para proteger sus retinas. El hombre tardó unos segundos en enfocar la linterna hacia el pecho de Will. Con los potentes focos de la escena del crimen iluminándole desde la distancia, el desconocido parecía un globo de esos que se utilizan en el desfile anual de los grandes almacenes Macy’s: abullonado en la parte superior y muy estrecho en la inferior. Su pequeña cabeza flotaba sobre sus hombros, y el cuello se le derramaba por encima del cuello de la camisa. Teniendo en cuenta su perímetro, el hombre se movía con sorprendente ligereza. Will no le había oído llegar.
– ¿Detective Fierro? -aventuró Will.
El hombre enfocó su cara para que Will pudiera verla.
– Puede llamarme simplemente Capullo, porque así es como me va a llamar mientras conduce usted solito de vuelta a Atlanta.
Will, que seguía agachado, alzó la vista hacia la escena del crimen.
– ¿Por qué no me deja echar un vistazo primero?
Fierro volvió a dirigir el foco hacia sus ojos.
– Además de un tocapelotas es muy terco, ¿no?
– Usted cree que la dejaron ahí, pero se equivoca.
– ¿También lee la mente?
– Ha dado aviso a todas las unidades para que estén atentos a cualquier vehículo que resulte sospechoso, y tiene a la brigada científica examinando el Buick milímetro a milímetro.
– Si fuera un policía de verdad sabría que lo que he comunicado a todas las unidades es un 10-38, y la casa más cercana es la de un abuelo en silla de ruedas que vive unos tres kilómetros más arriba -Fierro hablaba con un desdén que a Will no le resultaba desconocido-. No pienso ponerme a discutir el caso contigo. Lárgate de mi escena.
– He visto lo que le han hecho a esa mujer -insistió Will-. No la metieron en un coche y la arrojaron a la cuneta: sangraba por todas partes. El que le hizo eso es un tipo listo; no la metería en un coche, ni se arriesgaría a dejar un rastro. Y estoy completamente seguro de que en ningún caso la habría dejado con vida.
– Tienes dos opciones -dijo Fierro, estirando dos de sus rechonchos dedos-: o te vas por tu propio pie o te sacan a rastras.
Will se incorporó y enderezó los hombros para que el hombre pudiera apreciarlo en toda su estatura.
– Vamos a ver si nos entendemos -contestó, mirando a Fierro con determinación-. Estoy aquí para ayudar.
– No necesito tu ayuda, Gómez. Te sugiero que des media vuelta, te metas en el coche de tu hermanita pequeña y te vuelvas por donde has venido. ¿Quieres saber lo que está pasando aquí? Pues léelo en el periódico.
– Seguramente quieres decir Lurch, el mayordomo de los Addams. Gómez era el padre -corrigió Will. Fierro frunció el ceño-. Mira, probablemente Anna, la víctima, estuvo tendida aquí. -Señaló el montón de hojas alborotadas-. Oyó que se acercaba un coche y caminó hacia la carretera para pedir ayuda. -Fierro no le interrumpió, de modo que Will continuó hablando-: Los perros están de camino. El rastro es reciente, pero la lluvia podría borrarlo.
En ese mismo instante, un relámpago seguido de un trueno vinieron a confirmar las palabras de Will. Fierro dio un paso al frente.
– Creo que no me estás escuchando, Gómez -dijo Fierro y, clavando la parte trasera de su linterna en el pecho de Will le obligó a retroceder. Continuó haciéndolo mientras añadía, subrayando cada palabra con un golpe-. Lárgate de aquí con tu traje de enterrador, señor DIG. Mete tu culo en ese cochecito de juguete y quítate de mi…
Los talones de Will chocaron contra algo duro. Ambos lo oyeron y se detuvieron.
Fierro abrió la boca, pero Will le indicó que guardara silencio y, a continuación, se arrodilló en el suelo. Will apartó las hojas con las manos y palpó el contorno de un tablero de contrachapado. Dos rocas colocadas a ambos lados de una esquina parecían señalar el lugar.
Se oía un ruido muy leve, una especie de murmullo. Will se inclinó un poco más y empezó a reconocer las palabras. Fierro también lo oía. Sacó su revólver y colocó la linterna a la altura del cañón para ver el objetivo. De repente, el detective ya no parecía molesto por la presencia de Will; de hecho, prefirió que fuera él quien levantara la trampilla de contrachapado y pusiera su cara en la línea de fuego.
Cuando Will alzó la vista para mirarle, Fierro se encogió de hombros, como diciendo: «Eras tú el que quería entrar en el caso.»
Trent se había pasado todo el día en los juzgados, por lo que había dejado el arma en casa, en el cajón de la mesilla de noche. Fierro tenía un bulto en el tobillo, seguramente una segunda arma. El detective no se la ofreció, y Will tampoco se la pidió. Iba a necesitar las dos manos para retirar la trampilla y apartarse a tiempo. Contuvo el aliento mientras apartaba las rocas y despejó el perímetro de tierra para poder agarrar bien los bordes de la trampilla. Medía aproximadamente dos por uno, y tenía poco más de un centímetro de grosor. La tierra estaba húmeda y, por lo tanto, levantarla le iba a costar un poco más.
Will miró a Fierro para asegurarse de que estaba preparado. A continuación, con un rápido movimiento, retiró la trampilla y se apartó, entre una nube de polvo y tierra.
– ¿Qué hay ahí? -preguntó Fierro, en un susurro-. ¿Ves algo?
Will alargó el cuello para ver lo que había descubierto. La fosa era profunda y había sido excavada de forma rudimentaria; la abertura medía unos setenta y cinco centímetros de lado. Se acercó a la fosa andando a gatas. Consciente de que, una vez más, se arriesgaba a que alguien le volara los sesos, se asomó rápidamente al interior para ver a qué se enfrentaban exactamente. No podía ver el fondo. Lo que sí descubrió fue una escalera de mano de fabricación casera que terminaba a poco más de un metro de la entrada.