– Dicho… -comenzó a decir una voz que enseguida se perdió entre el ruido de las interferencias.
Había un radiotelevisor portátil sobre una silla de plástico blanco situada en la parte posterior de la caverna. Will avanzó a gatas hasta ella. Se quedó mirando los botones y tuvo que pulsar varios antes de dar con el que apagaba la radio; se dio cuenta demasiado tarde de que debería haberse puesto los guantes.
Siguió el cable del televisor con la vista hasta una batería náutica a la que habían cortado el enchufe y empalmado el cable directamente a los polos. Había más cables con los extremos pelados que estaban ennegrecidos, y Will percibió el olor característico de las quemaduras eléctricas.
– Eh, Gómez -gritó Fierro. Su voz denotaba un exacerbado nerviosismo.
– No hay nadie -replicó Will.
El policía no se fiaba.
– De verdad -repitió Will, y volvió junto a la escalera para asomarse por el agujero-. No hay nadie.
– Dios.
Fierro salió de su campo de visión, pero antes Will lo vio santiguarse. Él también tendría que ponerse a rezar si no salía de allí de inmediato. Dirigió el haz de la linterna hacia la escalera y vio las marcas que habían dejado sus pies sobre las huellas ensangrentadas de los travesaños. Miró las suelas rayadas de sus zapatos y el sucio suelo y descubrió más huellas ensangrentadas que había alterado con sus pisadas. Con la espalda apretada contra la pared empezó a subir por la escalera, tratando de no estropear nada más. Los de la científica le iban a echar la bronca, pero ya no había nada que pudiera hacer al respecto salvo pedir disculpas.
Se paró en seco. Anna tenía cortes en los pies pero eran superficiales, la clase de cortes que se hacen al andar sobre agujas de pino, abrojos, cardos. Eso era lo que le había inducido a pensar que había estado caminando por el bosque. No sangraba lo suficiente como para dejar esas huellas tan marcadas en un suelo tan sucio. Se quedó allí, con el brazo estirado hacia arriba y un pie en la escalera, pensando.
Respiró hondo, volvió a agacharse y recorrió cada rincón de la cueva con el haz de la linterna. Había algo en la cuerda que no le cuadraba, el modo en que la habían enrollado a la cama. Le vino a la mente la imagen de Anna atada a la cama, con la cuerda enrollada por debajo de la estructura. Sacó uno de los trozos de cuerda de allí. El extremo presentaba un corte limpio, igual que los demás trozos. Echó un vistazo a su alrededor. ¿Dónde estaría el cuchillo?
Probablemente había ido a parar al mismo sitio que la tercera rata.
Will retiró el colchón, tapándose la nariz y la boca y tratando de no pensar en lo que estaban tocando sus manos desnudas. Continuó tapándose la nariz con la muñeca mientras quitaba las lamas de madera que sujetaban el colchón y rezaba para que la rata no le saltara encima y le sacara los ojos. Por si acaso, fue tirándolas al suelo con gran estrépito. Oyó un chillido a su espalda y se volvió. La rata estaba en un rincón, y sus diminutos ojos reflejaron la luz de la linterna. Will tenía una lama en la mano y, por un momento, pensó en lanzarla contra la rata, pero dado lo reducido del espacio no estaba seguro de poder acertar. Y tampoco quería arriesgarse a cabrearla.
Dejó el trozo de madera junto a los demás, mirando con cautela al roedor. Pero descubrió algo que le llamó la atención: había unos arañazos debajo de las lamas, unas muescas profundas con manchas de sangre que no parecían obra de ningún animal. Examinó el hueco que había debajo de la cama a la luz de la linterna: habían rebajado el suelo de debajo unos quince centímetros. Will introdujo la mano y sacó un trozo de cuerda que también había sido cortado pero, a diferencia de los demás trozos, tenía un nudo intacto.
Will quitó las lamas que faltaban. Había cuatro cerrojos de metal bajo el somier, uno en cada esquina, y un trozo de cuerda atado a uno de ellos que estaba manchado de sangre. Palpó la cuerda con los dedos y la notó mojada. Una esquirla le arañó el pulgar: pellizcó las fibras con las uñas para extraerla y examinarla a la luz de la linterna. Cuando supo lo que tenía en la mano sintió el amargo sabor de la bilis en la garganta.
– ¡Eh! -gritó Fierro-. ¡Gómez! ¿Subes ya o qué?
– ¡Llama a la científica! -dijo Will en tono perentorio.
– Pero ¿qué…?
Will miró el trozo de diente que tenía en la mano.
– ¡Hay otra víctima!
Capítulo tres
Faith estaba sentada en la cafetería del hospital, pensando que se sentía exactamente igual que la noche del baile de graduación: rechazada, gorda y embarazada. Miró al fibroso detective del condado de Rockdale que estaba sentado al otro lado de la mesa. Con su prominente nariz y el cabello grasiento colgando por encima de las orejas, Max Galloway tenía el aspecto hosco y perplejo de un perro cazador alemán. Y lo peor es que era un mal perdedor: no dejaba pasar una sola ocasión de recalcar que el DIG le había robado el caso. Lo había dejado bien claro desde el momento en que Faith pidió estar presente cuando interrogara a dos de los testigos.
– Seguro que la zorra de tu jefa ya está emperifollándose para hablar ante las cámaras.
Faith se mordió la lengua, aunque le resultaba imposible imaginarse a Amanda Wagner emperifollándose. Afilándose las garras, si acaso.
– Bien -comenzó Galloway, dirigiéndose a los testigos-. Así que iban ustedes tranquilamente por la carretera, no vieron nada extraño, y de repente, ¿se encontraron con el Buick y la chica en la carretera?
Faith tuvo que hacer un esfuerzo para no poner los ojos en blanco. Había trabajado en el departamento de homicidios de la policía de Atlanta durante ocho años antes de empezar a trabajar con Will Trent. Sabía muy bien lo que era ser un detective de homicidios y que viniera un fantasmón del DIG a decirte que podía llevar tu caso mejor que tú. Entendía la rabia y la frustración que generaba el hecho de que te trataran como a un paleto ignorante incapaz de encontrarte la mano derecha, pero ahora que ella era una agente del DIG solo pensaba en lo mucho que iba a disfrutar robándole el caso a ese paleto insufrible en particular.
En cuanto a su mano derecha, puede que Max Galloway sí fuera capaz de encontrársela, pero no daba para mucho más. Llevaba por lo menos media hora interrogando a Rick Sigler y a Jake Berman -los dos hombres que pasaban por la 316 cuando el Buick atropelló a la mujer-, y todavía no se había dado cuenta de que eran gays.
Galloway se dirigió a Rick, el técnico de emergencias sanitarias que había socorrido a la víctima en el lugar del accidente.
– Me decía usted que su mujer es enfermera, ¿no?
Rick se miró las manos. Llevaba una alianza de oro rosa y sus manos eran las más bonitas y delicadas que Faith había visto en un hombre.
– Hace el turno de noche en el Crawford Long.
Faith se preguntó cómo se sentiría la mujer sabiendo que su marido andaba echando una canita al aire mientras ella hacía el turno de noche.
– ¿Qué película fueron a ver? -les preguntó Galloway.
Les había hecho la misma pregunta por lo menos tres veces, y en todas había obtenido la misma respuesta. Faith también era capaz de cualquier cosa con tal de pillar en falta a un sospechoso, pero había que tener un par de dedos de frente y saber hacerlo; lamentablemente, Max Galloway no poseía esa habilidad. Desde el punto de vista de Faith parecía que aquellos dos testigos simplemente habían tenido la mala fortuna de encontrarse en el lugar y momento equivocados. El único aspecto positivo de su participación en aquel asunto era que habían podido atender a la víctima mientras llegaba la ambulancia.
– ¿Cree que se pondrá bien? -preguntó Rick a Faith.
Esta imaginó que la víctima seguiría en el quirófano.
– No lo sé -admitió-. Pero usted hizo todo cuanto pudo, no le quepa la menor duda.