Faith se puso a revolver en la bolsa de plástico con el instrumental para diabéticos y sacó el folleto que le había dado la enfermera, esperando ser capaz esta vez de concentrarse en la lectura. No había pasado del «Diagnóstico: diabetes» y ya estaba pensando otra vez que tenía que haber algún error. La inyección de insulina le había sentado bien, pero a lo mejor había sido el ratito que había estado echada y no el medicamento lo que le había ayudado a recuperarse. ¿Habría antecedentes de diabetes en su familia? Tendría que llamar a su madre, pero ni siquiera le había comunicado que estaba embarazada. Además, Evelyn estaba de vacaciones en México, y eran las primeras vacaciones que se tomaba en mucho tiempo. Faith quería asegurarse de que tenía asistencia médica a mano cuando le contara la noticia.
A quien sí debería llamar era a su hermano. El capitán Zeke Mitchell era un cirujano de las Fuerzas Aéreas destinado en Landstuhl, Alemania. Como médico, sabría todo lo que hay que saber sobre la diabetes, y precisamente por eso se resistía a llamarlo. Cuando tenía catorce años y le contó a su familia que estaba embarazada, Zeke estaba terminando el último curso en el instituto. Vivió mortificado y humillado durante veinticuatro horas al día siete días a la semana: en casa tenía que ver a la furcia de su hermana pequeña hinchándose como un globo y en la escuela debía aguantar las despiadadas bromas que sus amigos hacían a costa de ella. No fue de extrañar que se enrolara en el ejército nada más terminar el instituto.
Y luego estaba Jeremy. Faith no tenía ni idea de cómo le iba a decir a su hijo que estaba embarazada. Tenía dieciocho años, la misma edad que Zeke cuando le arruinó la vida. Y si un adolescente prefiere no saber que su hermana tiene vida sexual, con toda seguridad tampoco lo querrá saber de su madre.
Faith había crecido con Jeremy, y ahora que este ya estaba en la universidad su relación se había instalado en un punto muy cómodo en el que podían hablar como adultos. Lógicamente, a veces le venían recuerdos de su hijo cuando era niño -su inseparable mantita, la época en la que le preguntaba constantemente cuándo pesaría demasiado para que ya no pudiera cogerlo en brazos-, pero finalmente había logrado aceptar el hecho de que su precioso niño era ahora un hombre adulto. ¿Cómo iba a soltarle semejante bomba ahora que habían conseguido llegar a un equilibrio? Y no solo era el embarazo, también estaba enferma. Padecía una enfermedad que su hijo podía haber heredado. Ahora tenía novia, y Faith sabía que mantenían relaciones sexuales. Los hijos de Jeremy podían ser diabéticos por su culpa.
– Dios -masculló. No era la diabetes, sino la idea de que podría acabar siendo abuela antes de cumplir los treinta y cuatro.
– ¿Cómo se encuentra?
Faith alzó la vista y vio a Sara Linton al otro lado de la mesa, con una bandeja de comida en las manos.
– Vieja.
– ¿Por el folleto?
Faith había olvidado que lo tenía en la mano. Le hizo un gesto a Sara para que tomara asiento.
– En realidad estoy cuestionando sus aptitudes como médico.
– No sería usted la primera -dijo Sara en tono contrito. Faith sintió curiosidad por su historia, y no por primera vez-. Creo que no he sido muy hábil a la hora de comunicarle la noticia.
Faith no se lo discutió. En urgencias había deseado odiarla por el único hecho de ser el tipo de mujer a la que deseas odiar a simple vista: alta y delgada, elegante, con una larga melena de color caoba y esa inusual belleza que hace que todos los hombres se vuelvan a mirar cuando entra en una habitación. Tampoco ayudaba el que, además, fuera una mujer inteligente que había logrado el éxito profesional. Había sentido la misma repulsión instintiva que le inspiraban las animadoras en el instituto. Le gustaba pensar que el hecho de haber madurado y haber fortalecido su carácter le había ayudado a superar esa reacción instintiva, pero lo que le pasaba era que le resultaba muy difícil odiar a una viuda; en especial a la de un policía.
– ¿Ha comido algo desde que hablamos? -preguntó Sara. Faith meneó la cabeza y miró la bandeja de la doctora: una raquítica porción de pollo asado sobre una hoja mustia de lechuga y algo que podía o no ser verdura. Sara se puso a cortar el pollo con el tenedor y el cuchillo de plástico, o eso intentó al menos. Finalmente acabó más bien desgajándolo. Quitó el panecillo de su bandeja, repartió el pollo y le pasó a Faith uno de los platos.
– Gracias -dijo Faith, pensando que los bollos de chocolate que había visto al entrar en la cafetería tenían un aspecto mucho más apetecible.
– ¿Les han asignado el caso de manera oficial?
La pregunta cogió a Faith por sorpresa, pero luego cayó en que Sara había atendido a la víctima; era natural que sintiera curiosidad.
– Will ha logrado meternos con calzador -respondió. Volvió a comprobar la cobertura del móvil, preguntándose por qué no habría llamado todavía.
– Seguro que la policía local estará encantada de que se ocupen ustedes.
Faith se echó a reír y pensó que el marido de Sara debía de haber sido un buen policía. Ella también lo era, y era consciente de la hora, la una de la madrugada, y que Sara le había dicho seis horas antes que estaba a punto de acabar su turno. Observó a la doctora, que brillaba con el inequívoco resplandor de una adicta a la adrenalina. Había bajado a la cafetería buscando información.
– He visto a Henry Coldfield, el conductor del Buick -explicó Sara. Aún no había probado la comida; había bajado a la cafetería para ver a Faith, no para comerse un trozo de pollo seco que debió de venir al mundo el año que renunció Nixon-. El airbag le ha provocado una contusión en el pecho y a la mujer le han tenido que dar un par de puntos, pero están bien.
– En realidad, por eso estoy aquí. Les estoy esperando -Faith miró el reloj de nuevo-. Se suponía que tenían que reunirse conmigo.
Sara parecía desconcertada.
– Se marcharon hace cosa de media hora con su hijo.
– ¿Cómo?
– Les vi hablar con el detective del pelo grasiento.
– Hijo de puta. -Por algo Max Galloway tenía ese aire de suficiencia cuando se fue de la cafetería-. Perdone. Ese tipo es más listo de lo que creía. Se ha reído de mí en mi propia cara.
– Coldfield es un apellido poco frecuente -le dijo Sara-. Seguro que figuran en el listín telefónico.
Eso esperaba Faith, porque no quería tener que recurrir a Max Galloway y darle esa satisfacción.
– También puedo copiar su dirección y su teléfono de los papeles del ingreso, si quiere -le ofreció Sara.
A Faith le sorprendió la oferta, que normalmente requería una orden judicial.
– Me haría un gran favor.
– No hay problema.
– Pero eso es, ejem… -Faith no terminó la frase y se mordió la lengua para no decirle a la médica que proporcionarle esos datos era ilegal. Decidió cambiar de tema- Will me dijo que fue usted quien atendió a la víctima cuando la ingresaron.
– A Anna, o eso me pareció entender.
Faith iba tanteando el terreno. Will había omitido detalles.
– ¿Y cuál es su impresión?
Sara se recostó en la silla, con los brazos cruzados.
– Mostraba síntomas graves de desnutrición y deshidratación. Tenía las encías blancas y la tensión muy baja. Dada la naturaleza de la cicatrización y el modo en que se coagulaba la sangre, yo diría que las heridas le fueron infligidas a lo largo de varios días. Tenía marcas en las muñecas y los tobillos que indicaban que había estado maniatada. La penetraron por vía anal y vaginal, según los indicios, con un objeto romo. No pude hacerle las pruebas de violación antes de que la subieran a quirófano, pero la examiné lo mejor que pude. Retiré varias astillas de debajo de sus uñas para que pudieran analizarlas en el laboratorio; creo que no era madera tratada, pero habrá que ver lo que dicen los de la científica.