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Hablaba como si estuviera testificando ante el tribunal. Cada observación se sustentaba en una prueba, y cuando hacía una conjetura dejaba claro que se trataba de una hipótesis.

– ¿Cuánto tiempo cree que la han tenido secuestrada? -le preguntó Faith.

– Por lo menos cuatro días. Aunque si tenemos en cuenta la gravedad de la desnutrición podríamos estar hablando de una semana o diez días.

Faith no quería ni pensar que aquella pobre mujer hubiera podido ser torturada durante diez días.

– ¿Por qué cuatro días?

– Por el corte del pecho -explicó Sara señalando su propio pecho-. Es un corte profundo en estado de putrefacción; incluso he visto indicios de actividad de los insectos. Tendrá que hablar con un entomólogo para que examine las larvas y le diga en qué fase de desarrollo se encuentran, pero teniendo en cuenta que aún estaba viva, que su cuerpo estaba relativamente caliente y que disponían de sangre para alimentarse, cuatro días me parece un cálculo bastante ajustado. Dudo mucho que puedan salvarle el tejido.

Faith tenía los labios fuertemente apretados, tratando de resistirse al impulso de poner la mano sobre su propio pecho. ¿Cuántos pedazos de tu cuerpo podías perder antes de morir?

Sara continuó hablando, aunque Faith no la animara.

– La costilla número once, esta. -Señaló su abdomen-. Le ha sido extirpada hace poco, probablemente hoy mismo o ayer a última hora, y es un trabajo de precisión.

– ¿Precisión quirúrgica?

– No. De confianza. No hay marcas de vacilación, ni cortes preliminares. El que lo hizo confiaba en sus propias habilidades.

Faith pensó que la doctora también parecía muy segura.

– ¿Cómo cree usted que lo hizo?

Sara sacó su libreta y empezó a dibujar una serie de curvas que no cobraron sentido hasta que lo explicó.

– Las costillas se numeran por pares y de arriba abajo; hay doce a cada lado. -Fue señalándolas con el boli-. La primera está justo debajo de la clavícula y la número doce es la última. -Levantó la cabeza para asegurarse de que Faith la seguía-. La número once y la doce se consideran «flotantes» porque no van unidas al esternón. Están unidas únicamente a las vértebras, por detrás. -Dibujó una línea vertical que representaba la columna-. Las siete costillas superiores van unidas a las vértebras por detrás y por delante al esternón. Los tres pares siguientes van ensambladas a las de arriba, y se denominan costillas falsas. Todo este armazón es muy elástico para que podamos respirar, y por eso es muy difícil romper las costillas con un golpe directo, son muy flexibles.

Faith se había inclinado hacia delante y no perdía ripio.

– O sea, que esto lo hizo alguien con conocimientos de medicina.

– No necesariamente. Las costillas se pueden localizar fácilmente con los dedos. Todo el mundo sabe dónde las tiene.

– Pero aun así…

– Mire. -Sara se puso de pie, levantó el brazo derecho y se presionó el costado izquierdo con los dedos-. Pase usted su mano por la línea axilar posterior hasta llegar al extremo de la costilla… Es la número once, y la doce está un poco más abajo. -Agarró el cuchillo de plástico-. Cogió el cuchillo y cortó siguiendo la longitud de la costilla; pudo incluso haber apoyado la punta en el hueso. Luego apartó la grasa y el músculo, desarticuló la costilla de las vértebras y finalmente la agarró y tiró.

Faith sentía escalofríos solo de pensarlo. Sara dejó el cuchillo.

– Un cazador no tardaría ni un minuto, pero cualquiera podría hacerlo. No hablo de precisión quirúrgica. Seguro que si lo busca en Google encontrará esquemas mucho más completos del que le he dibujado yo.

– ¿Y es posible que la víctima no tuviera esa costilla, que naciera sin ella?

– Un pequeño porcentaje de la población nace con un par menos, pero la mayoría tenemos veinticuatro costillas.

– ¿Y lo de que los hombres tienen una costilla menos que las mujeres?

– ¿Por lo de Adán y Eva? -Sara esbozó una sonrisa y a Faith le dio la impresión de que la mujer se estaba aguantando las ganas de reír-. No crea usted todo lo que le contaron en la escuela dominical, Faith. Todos tenemos el mismo número de costillas.

– Vaya, ahora me siento como una idiota. Pero ¿está usted segura de todo esto? ¿Está segura de que le extirparon la costilla?

– Se la arrancaron. El cartílago y el músculo estaban desgarrados. Fue un acto de violencia.

– Parece que le ha dado muchas vueltas a esto.

Sara se encogió de hombros, como si todo fuera fruto de su curiosidad natural. Cogió de nuevo el cuchillo y el tenedor y se puso a cortar el pollo. Faith la observó mientras forcejeaba con aquel trozo de carne seca cuando, de repente, volvió a soltar los cubiertos. Le sonrió, casi como si le avergonzara lo que le iba a decir.

– He sido médica forense.

Faith se quedó boquiabierta. Sara le había dicho aquello como quien confiesa un talento oculto para las acrobacias o un pecado de juventud.

– ¿Dónde?

– En el condado de Grant. A unas cuatro horas de aquí.

– No me suena.

– Está en la costa -explicó Sara. Apoyó los brazos en la mesa y su voz adquirió un tono nostálgico-. Acepté el puesto para poder comprarle a mi socio su parte de la consulta de pediatría. Al menos eso era lo que yo creía. La verdad es que me aburría. Cuando trabajas con niños te pasas el día poniendo vacunas y curando rodillas despellejadas. Pasado un tiempo, acabas subiéndote por las paredes.

– Me imagino -murmuró Faith, pero estaba pensando en qué le parecía más alarmante: que la médica que le había diagnosticado diabetes fuera una pediatra o que fuera una forense.

– Me alegro de que les hayan asignado este caso -dijo Sara-. Su compañero es…

– ¿Raro?

Sara la miró con extrañeza.

– Iba a decir «intenso».

– Es bastante tozudo, sí -admitió Faith, pensando que era la primera vez que alguien que acababa de conocer a Will le hablaba tan bien de él. Normalmente uno tardaba un tiempo en llegar a apreciarlo.

– Parece un hombre muy sensible -dijo la doctora, alzando la mano para rechazar cualquier posible protesta-. No es que los policías no sean sensibles, sino que normalmente tienden a ocultarlo.

Faith no pudo sino asentir. Will rara vez mostraba sus emociones, pero Faith sabía que las víctimas de tortura le conmovían de forma especial.

– Es un buen policía.

Sara miró su bandeja.

– Puede comerse esto, si quiere. La verdad es que no tengo hambre.

– Yo diría que no ha venido usted aquí a comer. -Sara se puso colorada, como si la hubieran pillado en falta-. Está bien, no pasa nada. Pero si sigue dispuesta a facilitarme los datos de los Coldfield…

– Desde luego.

Faith sacó del bolso otra tarjeta de visita.

– El número de mi móvil está al dorso.

– Muy bien.

Con expresión resuelta, Sara leyó el número y Faith se dio cuenta de que no solo sabía que estaba infringiendo la ley, sino que además no le importaba.

– Otra cosa… -añadió Sara. Parecía dudar de si debía hablar o no-. Los ojos. Tenía petequias en la esclerótica, pero no he visto indicios de estrangulamiento. Las pupilas estaban desenfocadas. Podría ser una consecuencia del golpe o algo de tipo neurológico, pero no estoy segura de que pueda ver.

– Eso explicaría por qué se cruzó en medio de la carretera.

– Teniendo en cuenta lo que ha tenido que pasar…

Sara no terminó la frase, pero Faith la entendió perfectamente. No hacía falta ser médico para entender que, después de pasar por semejante infierno, una mujer pudiera exponerse deliberadamente a que un coche se la llevara por delante.

Sara se guardó la tarjeta de Faith en el bolsillo del abrigo.

– La llamaré dentro de un rato.

La detective se quedó mirándola mientras se alejaba, preguntándose cómo demonios había acabado Sara Linton trabajando en el hospital Grady. No debía de tener más de cuarenta años, pero las urgencias son para los más jóvenes; es la clase de trabajo del que uno sale huyendo despavorido antes de cumplir los treinta.