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Volvió a mirar su móvil. Las seis barras estaban iluminadas, lo que indicaba que la intensidad de la señal era óptima. Intentó concederle a Will el beneficio de la duda. A lo mejor se le había vuelto a romper el móvil. De todos modos podría haberle pedido un aparato a cualquiera de los que estaban allí, así que a lo mejor era cierto que era un imbécil.

Mientras se levantaba y se dirigía hacia el aparcamiento, Faith pensó que también podía llamarle ella, pero por algo estaba embarazada y soltera por segunda vez en veinte años: no se le daba bien comunicarse con los hombres de su vida.

Capítulo cuatro

Will estaba en la entrada de la cueva bajando un equipo de luces con una cuerda para que Charlie Reed tuviera algo mejor que una linterna para recoger las pruebas. Estaba empapado hasta los huesos, pese a que hacía media hora que había dejado de llover. A medida que se acercaba el amanecer el aire se volvía más frío, pero prefería estar en la cubierta del Titanic antes que volver a bajar allí.

Las lámparas llegaron al suelo y vio un par de manos que las llevaban al interior de la cueva. Will se rascó los brazos. Las mangas de su camisa blanca tenían manchas de sangre en los puntos en los que le habían arañado las ratas, y se preguntaba si el picor sería un síntoma de la rabia. Era la clase de pregunta que normalmente le habría hecho a Faith, pero no quería molestarla. Tenía muy mal aspecto cuando la dejó en el hospital y allí no podía hacer nada, salvo esperar a su lado bajo la lluvia. Le pondría al corriente de todo por la mañana, pero necesitaba dormir bien esa noche. Aquel caso no se iba a resolver en una hora; al menos uno de los dos podría abordar la investigación bien descansado.

Oyó un helicóptero que sobrevolaba la zona, el traqueteo y la vibración retumbaban en sus oídos. Estaban haciendo un barrido con infrarrojos, buscando a la segunda víctima. Los equipos de rescate llevaban varias horas trabajando, peinando meticulosamente la zona en un radio de tres kilómetros. También había llegado ya Barry Fielding con los perros, y los animales se habían vuelto locos durante la primera media hora, pero luego habían perdido el rastro. Agentes uniformados del condado de Rockdale estaban batiendo la zona a pie, buscando más cuevas subterráneas, más pistas que pudieran darles una idea de hacia dónde había huido la otra víctima.

A lo mejor no había logrado huir. A lo mejor el secuestrador la había encontrado antes de que pudiera pedir ayuda. Tal vez llevaba muerta días, o incluso semanas. O quizá simplemente no había existido nunca. Will tenía la impresión de que, a medida que avanzaba la búsqueda, los policías se volvían más hostiles con él. Muchos creían que no había una segunda víctima, y pensaban que Will los tenía allí pasando frío por la simple razón de que era demasiado idiota para darse cuenta de que estaba equivocado.

Había una persona que podía aclarar aquello, pero seguía en el hospital Grady, luchando por su vida. Normalmente lo primero que se hacía en un caso de secuestro o asesinato era examinar con lupa la vida de la víctima, pero esta vez lo único que sabían era que se llamaba Anna. Will pensaba revisar por la mañana todos los informes de personas desaparecidas, pero habría cientos de ellos, y eso sin contar las denuncias de la ciudad de Atlanta, donde desaparecían una media de dos personas al día. Si la mujer procedía de otro estado, el papeleo sería mucho peor. Al FBI llegaban más de un cuarto de millón de casos de desaparición al año. Para complicar aún más las cosas, raras veces actualizaban los informes cuando encontraban al desaparecido.

Si Anna no estaba consciente por la mañana, Will enviaría al hospital a un técnico de huellas para hacerle la ficha. Era lo único que podía hacer para intentar identificarla. A menos que hubiera cometido algún delito, sus huellas no estarían en las bases de datos. Pero, a veces, atenerse al procedimiento era la mejor forma de hacer saltar la liebre. Hacía mucho tiempo que Will había aprendido que una posibilidad remota no dejaba de ser una posibilidad.

La escala que bajaba hasta la cueva se agitó, y Will la sujetó para que Charlie Reed pudiera subir. El cielo se había despejado bastante y las nubes dejaban pasar la luz de la luna. Aunque el chaparrón ya había pasado, todavía caía alguna que otra gota, que sonaba como un gato chasqueando la lengua. El bosque había adquirido un extraño tono azulado y había suficiente luz, ya no necesitaba la linterna para ver a Charlie Reed. Este sacó la mano por el agujero y soltó una bolsa grande llena de pruebas a los pies de Will para poder salir de allí.

– Mierda -exclamó.

Tenía el mono blanco lleno de barro. Se lo quitó tan pronto como llegó a la superficie, y Will vio que sudaba de tal manera que la camiseta se le había quedado pegada al pecho.

– ¿Estás bien? -le preguntó.

– Mierda -repitió Charlie, limpiándose la frente con el dorso de la mano-. No puedo creer… Dios, Will.

Charlie se inclinó hacia adelante y se abrazó las rodillas con las manos. Jadeaba mucho, pese a que estaba en forma y la escalada desde la cueva no era difícil.

– No sé por dónde empezar. -Will entendía perfectamente cómo se sentía-. Había instrumentos de tortura… -Se secó la boca con el dorso de la mano-. Nunca había visto esa clase de cosas más que en la televisión.

– Había una segunda víctima -dijo Will, elevando el tono hacia el final de la frase para que Charlie la entendiera como una observación que requería ser confirmada.

– Nada de lo que he visto ahí abajo tiene ningún sentido. -Se puso en cuclillas y apoyó la cabeza en las manos-. Nunca había visto nada parecido.

Will se puso de rodillas para estar a su altura y cogió la bolsa de las pruebas.

– ¿Qué es esto?

Charlie meneó la cabeza.

– Las encontré enrolladas dentro de una lata que había junto a la silla.

Will alisó la bolsa sobre su pierna y utilizó la linterna de Charlie para examinar el contenido. Dentro había por lo menos cincuenta hojas arrancadas de un cuaderno escritas a lápiz por ambas caras. Miró fijamente las palabras, tratando de encontrarles algún sentido. Nunca había leído muy bien: las letras le bailaban y se le daban la vuelta; a veces se le enredaban de tal manera que llegaba a marearse intentando descifrarlas.

Charlie no conocía el problema de Will, así que este intentó sonsacarle algo de información.

– ¿Qué te parecen estas notas?

– Es una locura, ¿verdad? -Charlie se pellizcaba el bigote con el índice y el pulgar, un tic nervioso que solo se manifestaba en circunstancias como aquella-. No creo que pueda volver a bajar. -Hizo una pausa y tragó saliva-. Se respira… maldad, eso es. Maldad en estado puro.

Will oyó un rumor de hojas y ramas que chasqueaban. Se volvió y vio a Amanda Wagner avanzando entre los árboles. Era una mujer mayor, debía de rondar los sesenta años. Solía llevar trajes monocromos con la falda por debajo de la rodilla y unas medias que realzaban lo que Will debía admitir que eran unas pantorrillas bastante bonitas para una mujer que a menudo le parecía el mismísimo Anticristo. Llevaba tacones altos, lo que debería dificultarle avanzar por un terreno tan irregular, pero se abría paso caminando con férrea determinación.

Will y Charlie se levantaron al verla llegar. Ella, como de costumbre, no se anduvo con rodeos.

– ¿Qué es esto? -preguntó, señalando la bolsa con las pruebas.

Aparte de Faith, Amanda era la única persona en el DIG que estaba al tanto de los problemas con la lectura de Will, algo que ambas aceptaban y al mismo tiempo criticaban. Este iluminó los papeles con la linterna y Amanda leyó en alto: