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Henry era un club en sí mismo. No era ni guapo ni feo; ni atrevido ni retraído. Con su cabello peinado siempre de forma impecable y su acento neutro, «medio» era el adjetivo que mejor lo definía, así fue como Judith se lo describiría después en una carta a su hermana mayor. La respuesta de Rosa fue algo como: «Bueno, supongo que es lo más a lo que puedes aspirar». En defensa de Rosa habría que decir que en aquel momento estaba embarazada de su tercer hijo y el segundo todavía llevaba pañales, pero aun así Judith nunca le perdonó aquel desaire a su hermana, pues entendió que iba dirigido a Henry, no a ella. Si Rosa no había sido capaz de ver lo especial que era Henry era porque Judith no tenía talento para escribir; su novio estaba lleno de matices que no se podían expresar con un puñado de palabras. Pero quizá le había hecho un favor: aquella observación tan poco delicada por parte de su hermana había dado a Judith la excusa perfecta para distanciarse de su familia y entregarse por completo a aquel introvertido y paradójico extraño.

La sociable timidez de Henry fue solo la primera de las muchas dicotomías que fue descubriendo a lo largo de los años en su marido. Le aterrorizaban las alturas, pero se había sacado la licencia de piloto antes de cumplir los veinte años. Se ganaba la vida vendiendo alcohol, pero no bebía. Era de natural casero, pero se había pasado la mayor parte de su vida adulta viajando por todo el noroeste y el medio oeste por motivos de trabajo, como cuando era pequeño y tenían que mudarse por el oficio de su padre. Por lo visto, su vida consistía principalmente en tener que hacer cosas que no quería hacer. Y sin embargo, Henry siempre le decía que su compañía era lo único con lo que realmente disfrutaba.

Cuarenta años y un montón de sorpresas.

Lamentablemente, Judith dudaba de que su hijo encerrara sorpresa alguna para su mujer. Cuando Tom era niño, Henry se pasaba tres semanas al mes fuera de casa, así que solo ejercía como padre de vez en cuando, y no siempre sacaba a relucir su faceta más amable. A consecuencia de ello, Tom había desarrollado el mismo carácter que había visto de niño en su padre: era estricto, inflexible y cabezón.

Y había algo más. Judith no sabía si era porque Henry consideraba su trabajo como una obligación para con su familia, o porque le obligaba a pasar mucho tiempo fuera de casa, pero parecía que en su relación con su hijo subyacía siempre una especie de tensión: «No cometas los mismos errores que he cometido yo. No te quedes estancado en un trabajo que detestas. No cambies tus sueños por un plato de lentejas». El único consejo positivo que le había dado a su hijo había sido que se casara con una buena mujer. Lástima que no hubiera concretado más. Lástima que no hubiera sido más comprensivo con él.

¿Por qué serían los hombres tan exigentes con sus hijos varones? Judith imaginaba que esperaban que sus vástagos tuvieran éxito allí donde ellos habían fracasado. En sus primeros años de matrimonio, cuando Judith se quedó embarazada por primera vez y pensó que podía ser una niña, sintió una especie de calidez seguida de un brusco escalofrío. Una niña igual que ella, que desafiaría a su madre y al mundo entero. Aquello la ayudó a entender por qué Henry siempre deseaba que Tom lo hiciese mejor, que fuese mejor y tuviera todo aquello que deseara y más.

Lo cierto era que Tom había tenido éxito en su trabajo, pero lo de su mujer había sido una gran desilusión. Siempre que Judith veía a su nuera tenía que reprimirse para no decirle que se enderezara, que hablara en voz alta, por el amor de Dios, y que tuviera un poco de dignidad. Un día, una de las voluntarias de la iglesia dijo que los hombres se casaban con sus madres. Judith no quiso ponerse a discutir con ella, pero de buena gana la habría desafiado a encontrar la más mínima semejanza entre ella y su nuera. De no ser porque deseaba pasar tiempo con sus nietos, Judith sería feliz si no tuviera que verla nunca.

Al fin y al cabo, sus nietos eran la razón por la que se habían mudado a Atlanta. Ella y Henry habían abandonado su retiro en Arizona y habían recorrido casi dos mil millas hasta aquella calurosa ciudad con alertas por exceso de contaminación y violencia callejera, todo para poder estar cerca de los dos niños más mimados y desagradecidos de toda la Appalachia.

Judith miró a Henry, que tamborileaba con los dedos sobre el volante y canturreaba mientras conducía. No hablaban de sus nietos si no era para decir algo bueno, probablemente porque un arrebato de sinceridad podría poner de manifiesto que en realidad no les caían demasiado bien, ¿y qué clase de abuelos serían entonces? Habían puesto su vida patas arriba por dos niños que no comían alimentos con gluten y tenían estrictamente pautadas sus horas de sueño y su vida social, que incluía únicamente a «niños de su mismo entorno e iguales objetivos vitales».

Pero al parecer de Judith, el único objetivo vital de sus nietos era ser el centro de atención. Es fácil pensar que no hay nada más fácil que encontrar a otros niños de un mismo entorno igualmente egoístas, pero según su nuera resultaba casi imposible. ¿Acaso no era el egoísmo el principal rasgo de la juventud? ¿Y acaso no era deber de los padres el ponerle coto? Desde luego, lo que todos tenían muy claro era que no es deber de los abuelos.

Cuando el pequeño Mark escupió su zumo no pasteurizado en los pantalones de Henry y Lilly se puso a devorar los bombones que encontró en el bolso de su abuela con tal ansiedad que a Judith le recordó a una vagabunda adicta a la metanfetamina que había visto el mes anterior en el albergue, Henry y ella se limitaron a sonreír como si se tratara de una de esas graciosas manías que tienen los niños y se corrigen con la edad.

Pero por lo visto tardaban en corregirse, y ahora que ya tenían siete y nueve años respectivamente, Judith estaba empezando a perder la fe en que algún día sus nietos se convertirían en adultos encantadores y bien educados que no sentirían la necesidad de interrumpir continuamente la conversación de los mayores ni de correr gritando a voz en cuello por toda la casa. El único consuelo que le quedaba era saber que Tom los llevaba a la iglesia todos los domingos. Naturalmente, deseaba que sus nietos vivieran en comunión con Cristo pero, sobre todo, quería que aprendieran las lecciones que se enseñaban en la escuela dominical «Honrarás a tu padre y a tu madre. Trata a los demás como querrías que te trataran a ti. No sueñes con que podrás echar a perder tu vida, abandonando los estudios y refugiándote en casa de tus abuelos».

– ¡Eh! -gruñó Henry cuando un coche que venía en el otro sentido pasó por su lado a toda velocidad. Lo hizo tan cerca que el Buick se tambaleó sobre sus neumáticos-. ¡Niñatos! -masculló, agarrando con fuerza el volante.

Cuanto más se acercaba a los setenta, más parecía un viejo gruñón. A veces resultaba entrañable, pero otras Judith se preguntaba cuánto tiempo tardaría en ponerse a vociferar con el puño en alto culpando a los «niñatos» de todos los males de este mundo. Por lo visto, los niñatos en cuestión podían tener de cuatro a cuarenta años, y su irritación era todavía mayor cuando les pillaba haciendo algo que él mismo hacía antes pero que ya no podía disfrutar. Judith temía el día en que le retiraran el carné de conducir, algo que sucedería más temprano que tarde, teniendo en cuenta que en la última revisión del cardiólogo habían descubierto algunos problemillas. Esa era una de las razones por las que habían decidido mudarse a Arizona, donde no había nieve que retirar ni césped que mantener.

– Parece que va a llover -comentó Judith.

Henry estiró el cuello para mirar el cielo.

– Una noche perfecta para empezar el libro que te he regalado -replicó él, sonriendo.

Henry le había regalado por su aniversario una gruesa novela de las que a ella le gustaban, un romance histórico. Y Judith le había regalado a él una nevera portátil para sus clases de golf.