– Hay una navaja y un carné de conducir -le dijo a Amanda, elevando el tono para que pudiera oírle-. En el carné hay una huella dactilar ensangrentada.
– ¿Puedes leer el nombre? -preguntó la jefa poniéndose en jarras y bastante enfadada.
Will notó que se le cerraba la garganta. Se concentró en las pequeñas letras de imprenta y distinguió una J, o quizá una I, pero enseguida se le embarulló todo. Amanda echaba humo.
– Trae eso para acá, haz el favor.
Un grupo de policías los rodeaban ahora y parecían confusos. Incluso a seis metros de distancia, Will podía oírles murmurar algo sobre el procedimiento. La integridad de la escena de un crimen era sacrosanta, pues los abogados defensores se agarraban a cualquier irregularidad. Había que tomar fotografías y medidas, hacer dibujos. La cadena de custodia no podía romperse, o las pruebas serían rechazadas en el juicio.
– ¿Will?
Una gota de lluvia se estrelló contra su nuca. Estaba caliente, casi ardiendo. Se iban acercando más policías a ver lo que habían descubierto. Seguramente se estarían preguntando por qué Will no había leído en alto el nombre, por qué no había enviado inmediatamente a alguien a buscarlo en el ordenador. ¿Así era como iba a acabar la cosa? ¿Iba a tener que salir de allí y confesarles a un montón de extraños que leía como un niño de ocho años? Si se divulgaba esa información ya podía irse a casa y meter la cabeza en el horno, porque no habría un solo policía en toda la ciudad dispuesto a trabajar con él.
Amanda echó a andar hacia él, se enganchó la falda en unos rastrojos y blasfemó entre dientes.
Will notó otra gota de lluvia en la nuca y se la limpió con la mano. Miró su mano enguantada y los dedos manchados de sangre. Pensó que a lo mejor se había arañado el cuello con una rama, pero entonces notó otra gota caliente, húmeda y viscosa. Se llevó la mano a la nuca de nuevo. Más sangre.
Will alzó la vista y vio a una mujer con el cabello y los ojos oscuros. Estaba colgada boca abajo, unos cuatro metros por encima de su cabeza. El tobillo enredado entre unas ramas era su única sujeción. Había caído de cabeza y se había partido el cuello. Tenía los hombros dislocados y los ojos abiertos, mirando fijamente al suelo. Uno de los brazos colgaba en vertical, como tendido hacia Will, y un trozo de cuerda estaba fuertemente atado a la otra muñeca. La boca estaba abierta. Se le veía roto un incisivo, del cual faltaba casi una tercera parte.
Otra gota de sangre goteó de sus dedos, y esta vez fue a caer en la mejilla de Will, justo debajo del ojo. Este se quitó un guante y tocó la sangre. Todavía estaba caliente.
Llevaba muerta menos de una hora.
SEGUNDO DÍA
Capítulo cinco
Pauline McGhee giró su Lexus LX a la derecha y aparcó en una de las plazas para minusválidos del parking situado enfrente del supermercado City Foods. Eran las cinco de la mañana; probablemente todos los minusválidos seguían dormidos a esa hora. Y sobre todo era demasiado pronto para tener que caminar más de lo estrictamente necesario.
– Vamos, gatito dormilón -le dijo a su hijo, apretándole el hombro con suavidad.
Felix se revolvió, no quería despertarse. Pauline le acarició la mejilla, pensando -no por primera vez- que era un milagro que algo tan perfecto hubiera podido salir de su imperfecto cuerpo.
– Vamos, mi amor -le dijo, haciéndole cosquillas hasta que el niño se retorció como un gusanito.
Pauline se bajó del coche, y luego ayudó a su hijo a salir del Lexus. Los pies del niño no habían tocado aún el suelo cuando su madre comenzó con la rutina de siempre.
– ¿Ves dónde hemos aparcado? -Felix asintió con la cabeza-. ¿Qué hacemos si nos perdemos?
– Nos encontramos en el coche -respondió Felix, intentando contener un bostezo.
– Muy bien.
Pauline iba tirando de él mientras se dirigían a la tienda. Cuando era pequeña le decían que si alguna vez se perdía debía buscar a un adulto, pero con los tiempos que corren uno no podía confiar en nadie. Un guardia de seguridad podía ser un pedófilo; una ancianita podía ser una bruja pirada que dedicaba su tiempo libre a esconder cuchillas de afeitar dentro de las manzanas. Muy mal andaban las cosas cuando el recurso más seguro para un niño de seis años era un objeto inanimado.
Las luces artificiales del súper eran demasiado brillantes para esa hora de la mañana, pero la culpa la tenía Pauline por no haber comprado antes las magdalenas para los compañeros de Felix. Se lo habían dicho hacía una semana, pero no había previsto el infierno que se desataría en el trabajo. Uno de los clientes más importantes del estudio de interiorismo les había encargado un sofá italiano de cuero marrón de sesenta mil dólares que no cabía en el maldito ascensor, y la única manera de subirlo hasta el ático del cliente era con una grúa cuyo alquiler era de diez mil dólares por hora.
El cliente le echaba la culpa al estudio de Pauline por no haberlo previsto, el estudio culpaba a Pauline por haber diseñado un sofá demasiado grande, y Pauline culpaba al cantamañanas del tapicero, pues le había pedido explícitamente que se pasara por el edificio de la calle Peachtree para medir el ascensor antes de hacer el maldito sofá. Ante la disyuntiva de tener que afrontar la factura de una grúa de diez mil dólares la hora o rehacer un sofá de sesenta mil dólares, el tapicero, lógicamente, decidió que le convenía más olvidar aquella conversación, pero Pauline no pensaba permitir que se saliera con la suya. Faltaría más.
Había una reunión a las siete en punto con todas las partes implicadas, y Pauline iba a ser la primera en llegar para contar su versión de la historia. Como le decía su padre, la mierda resbala siempre hacia abajo, y al final del día no sería Pauline McGhee la que oliera a alcantarilla. Tenía pruebas que avalaban su versión, por ejemplo la copia de un intercambio de correos electrónicos con su jefe en los que le pedía que le recordara al tapicero que tenía que pasarse a tomar medidas. Y lo más importante era la respuesta de Morgan: «Yo me ocupo». El jefe fingía que esa correspondencia no había tenido lugar, pero Pauline no estaba dispuesta a comerse el marrón. Alguien iba a perder su empleo ese día, y desde luego no iba a ser ella.
– No, cariño -dijo, tirando de Felix para apartarlo de un paquete de gominolas con forma de osito que colgaba de forma tentadora de uno de los estantes. Pauline sabía que ponían esa clase de cosas a la altura de los niños con la única intención de obligar a los padres a comprarlas. Más de una vez había visto a alguna madre ceder ante un berrinche solo para que el niño se callase. Pero Pauline nunca entraba en ese juego, y Felix lo sabía. Si intentaba cualquier cosa le cogía en volandas y se iban de la tienda, incluso aunque ello significara dejar en medio del súper un carrito con la mitad de la compra hecha.
Giró en el pasillo del pan y casi se dio de bruces con un carro lleno de productos. El hombre rio de buena gana y Pauline logró esbozar una sonrisa.
– Que tenga un buen día -le dijo el hombre.
– Igualmente -respondió Pauline.
Esa, pensó, era la última vez que iba a ser amable con alguien esa mañana. Se había pasado la noche dando vueltas en la cama, a las tres se había levantado para correr un rato en la cinta, arreglarse, prepararle el desayuno a Felix y vestirle para ir al colegio. Atrás quedaban sus días de soltera, cuando podía pasarse toda la noche de fiesta, volver a casa con el que más le gustara y saltar de la cama a la mañana siguiente veinte minutos antes de entrar a trabajar.
Pauline le atusó el cabello al niño y pensó que no echaba en absoluto de menos todo aquello. Aunque echar un polvo de vez en cuando sería una bendición del cielo.