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– Joder -murmuró, cerrando el móvil.

Salió del coche como una exhalación y paseó la mirada por el aparcamiento, que se había llenado bastante mientras estaban en el súper.

– ¿Felix?

Dio la vuelta al coche, pensando que a lo mejor se había escondido al otro lado. No estaba allí.

– ¡Felix! -gritó, y echó a correr hacia el supermercado. A punto estuvo de estamparse contra las puertas de cristal porque no se abrieron lo suficientemente rápido.

Se fue hacia la cajera y le preguntó:

– ¿Ha visto por aquí a mi hijo? -La mujer parecía algo confusa, y Pauline lo repitió en tono cortante-: Mi hijo. Estaba conmigo hace un momento. Es moreno, más o menos así de alto, tiene seis años. -La dejó por imposible-. Hay que joderse.

»¡Felix! -gritó, pero el corazón le latía con tal fuerza que casi no oía su propia voz.

Empezó a recorrer los pasillos andando a toda prisa, y luego fue corriendo como una loca por toda la tienda. Acabó en la sección de panadería, a punto de echar el bofe. ¿Qué ropa le había puesto hoy? Las playeras rojas. Siempre quería ponérselas porque tenían a Elmo dibujado en la suela. ¿Y le había puesto la camisa blanca o la azul? ¿Y los pantalones? ¿Le había planchado el pantalón cargo esa mañana, o al final le había puesto los vaqueros? ¿Por qué no podía recordar algo tan sencillo?

– Afuera he visto a un niño -dijo alguien, y Pauline salió disparada hacia las puertas.

Vio a Felix detrás del coche; iba hacia el lado del copiloto. Llevaba puesta la camisa blanca, el pantalón cargo y sus playeras rojas de Elmo. Aún tenía el pelo húmedo; todas las mañanas se levantaba con un remolino en la coronilla y tenía que domarlo con un poco de agua.

Pauline dejó de correr, y fue dándose palmaditas en el pecho como si quisiera calmar su corazón. No iba a gritarle porque él no lo entendería, y solo conseguiría asustarle. Iba a abrazarlo y a cubrirlo de besos de la cabeza a los pies hasta que empezara a revolverse, y luego le iba a decir que si volvía a apartarse de ella le retorcería su precioso cuello.

Se limpió las lágrimas mientras pasaba por detrás del coche. Felix estaba dentro, con la puerta abierta y las piernas colgando. No estaba solo.

– Oh, muchas gracias -le dijo al extraño, en tono efusivo. Y, acariciando a Felix, continuó-: Se despistó en el súper y…

Pauline sintió que la cabeza le explotaba y cayó desplomada al suelo como una muñeca de trapo. Lo último que vio al alzar la vista fue la sonriente cara de Elmo mirándola desde la suela de la zapatilla de Felix.

Capítulo seis

Sara se despertó sobresaltada. Tuvo un momento de desorientación antes de recordar que estaba en la UCI, sentada en una silla junto a la cama de Anna. La habitación no tenía ventanas. La cortina de plástico que hacía las veces de puerta tapaba la luz que entraba desde el pasillo. Sara se inclinó hacia adelante, miró el reloj a la luz de los monitores y vio que eran las ocho de la mañana. El día anterior había hecho doble turno para poder tomarse ese día libre y poner un poco de orden en sus asuntos: la nevera estaba vacía, tenía facturas que pagar y la ropa sucia se había acumulado en el suelo de su armario hasta el punto de que ya no podía cerrar la puerta.

Y sin embargo, allí estaba todavía.

Se acomodó en la silla y sintió una punzada de dolor al estirar la espalda. Cogió la muñeca de Anna con los dedos para tomarle el pulso, aunque los monitores registraban los latidos de su corazón y su respiración. Sara no tenía ni idea de si Anna podía sentir sus dedos o su presencia, pero a ella le hacía sentir mejor.

Quizá fuera una suerte que no estuviera despierta. Su cuerpo estaba luchando contra una virulenta infección que había hecho descender peligrosamente su nivel de leucocitos. Tenía el brazo entablillado y le habían extirpado la mama derecha. Le habían puesto tracción en la pierna, cuyos huesos estaban ahora unidos por varios tornillos. Le habían inmovilizado la pelvis con una férula de plástico para mantener los huesos bien alineados mientras se soldaban las fracturas. El dolor debía de ser inimaginable aunque, teniendo en cuenta lo que había tenido que pasar durante su cautiverio, probablemente era lo de menos.

Lo que a Sara no se le escapaba era el hecho de que, incluso en su estado actual, Anna era una mujer muy atractiva. Probablemente esa era una de las cualidades que primero había llamado la atención del secuestrador. No era guapa al estilo de una estrella de cine, pero había algo llamativo en sus rasgos que seguramente hacía que la gente se volviera a mirarla. A lo mejor había visto demasiadas historias sensacionalistas en las noticias, pero no tenía ningún sentido que una mujer tan atractiva como Anna pudiera desaparecer sin que ni una sola persona la echara de menos. La gente solía prestar más atención cuando era una mujer guapa la que desaparecía, como en los casos de Laci Peterson o Natalee Holloway.

Sara no sabía por qué le daba tantas vueltas a todo aquello: tratar de imaginar lo que había podido ocurrir era el trabajo de Faith Mitchell. No tenía nada que ver con el caso, y realmente no tenía por qué haberse quedado en el hospital esa noche. Anna estaba en buenas manos. Las enfermeras y los médicos estaban al final del pasillo y había dos policías en la puerta. Debería haberse ido a casa a meterse en la cama y esperar a que llegara el sueño arrullada por el sonido de la lluvia. El problema era que normalmente le costaba dormir o -peor aún- a veces lo hacía demasiado profundamente y se encontraba atrapada en un sueño, reviviendo su vida junto a Jeffrey, cuando esta era exactamente como ella quería que fuese.

Habían pasado tres años y medio desde que mataron a su marido y, desde entonces, Sara no había dejado de pensar en él ni un momento. En los días inmediatamente posteriores a su muerte sintió pánico al pensar que podía llegar a olvidar algo importante de Jeffrey. Hizo interminables listas enumerando todas las cosas que le gustaban de éclass="underline" el aroma de su piel cuando salía de la ducha, lo mucho que le gustaba sentarse detrás de ella y cepillarle el cabello, el sabor de sus labios cuando la besaba. Jeffrey siempre llevaba un pañuelo en el bolsillo trasero del pantalón, usaba una loción hidratante de avena para mantener suaves sus manos, era un buen bailarín, era un buen policía, cuidaba de su madre, la adoraba a ella.

La adoraba, en pasado.

Las listas eran cada vez más exhaustivas y acababan convirtiéndose en una especie de interminable desglose: canciones que ya no podía escuchar, películas que ya no podía ver, sitios a los que ya no podía ir. Páginas y páginas de libros que habían leído juntos, vacaciones, largos fines de semana sin salir de la cama y quince años de una vida que ya nadie podía devolverle.

Sara no tenía ni idea de qué había hecho con aquellas listas. Quizá su madre las había guardado en una caja y se las había llevado al guardamuebles de su padre, o quizá no habían existido nunca. Puede que soñara que escribía esas listas en los días que siguieron a la muerte de Jeffrey, cuando el dolor fue tan insoportable que hasta había agradecido los sedantes. A lo mejor soñó que se sentaba en la cocina durante horas, escribiendo para la posteridad todas las cosas maravillosas que amaba en su marido.

Xanax, Valium, Ambien, Zoloft; casi se había envenenado tratando de sobrevivir día a día. A veces se tumbaba en la cama, medio traspuesta, y evocaba las manos de Jeffrey, sus labios, sobre su cuerpo. Entonces se quedaba dormida y soñaba con la última vez que habían estado juntos, el modo en que él la había mirado a los ojos, tan seguro de sí mismo, mientras iba despertando poco a poco su deseo hasta volverla loca. Sara se despertaba con una punzada de dolor, luchando contra el impulso de volver a hacerse ilusiones con la posibilidad de disfrutar tan solo unos momentos más de esa otra vida.