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Había perdido horas y horas recreándose en el recuerdo de su vida sexual con él, evocando cada sensación, cada centímetro de su cuerpo, con morboso detalle. Durante semanas, había estado obsesionada con el recuerdo de la primera vez que hicieron el amor -no de la primera vez que se acostaron, que fue un frenético arrebato de pasión que hizo que Sara saliera de su casa avergonzada a la mañana siguiente-, sino de la primera vez que se miraron y acariciaron con ternura, mirándose a los ojos, como hacen los amantes.

Era un hombre dulce y tierno. Siempre la escuchaba, siempre le abría la puerta y le cedía el paso. Confiaba en su criterio: había construido su vida en torno a ella. Siempre estaba a su lado cuando le necesitaba.

Estaba, otra vez en pasado.

Pasados unos meses, empezó a recordar detalles absurdos: una pelea que habían tenido por cómo había que colocar el papel higiénico en el portarrollos. Una discusión sobre a qué hora habían quedado en un restaurante. Su segundo aniversario, cuando a él se le ocurrió que ir en coche hasta Auburn para ver un partido de fútbol era un fin de semana romántico. Un día de playa en el que ella se puso celosa porque una mujer en un bar le prestaba demasiada atención.

Jeffrey sabía cómo arreglar la radio del cuarto de baño. En los viajes largos, le encantaba leerle en voz alta mientras ella conducía. Aguantaba a su gato, que se hizo pis en sus zapatos la primera noche que durmió en casa después de mudarse de manera oficial. Le empezaban a salir patas de gallo alrededor de los ojos, y a Sara le gustaba besarlas y pensar en lo maravilloso que iba a ser envejecer junto a aquel hombre.

Y ahora, cuando se miraba al espejo y detectaba una nueva arruga en su propio rostro, el único pensamiento que se le venía a la cabeza era el de que iba a tener que envejecer sin él.

Sara no sabía muy bien cuánto tiempo le había llorado; de hecho, no estaba segura de haber dejado de llorar. Su madre había sido siempre la fuerte, y nunca lo había sido más que cuando su hija la necesitó a su lado. Tessa, la hermana de Sara, se sentó a su lado días enteros, para abrazarla y mecerla algunas veces como si fuera un bebé. Su padre se encargaba de la intendencia doméstica: sacaba la basura, paseaba a los perros y se acercaba hasta la oficina de correos para recoger el correo de Sara. Un día se lo encontró en la cocina, llorando y murmurando: «Mi hijo… Mi único hijo…». Jeffrey había sido el hijo que nunca había tenido.

– Está completamente destrozada -le contó su madre a la tía Bella por teléfono. La frase describía tan bien cómo se sentía Sara que se había quedado ensimismada, imaginando que sus brazos y sus piernas se separaban de su cuerpo. ¿Qué más daba? ¿Para qué necesitaba las piernas o las manos o los pies si ya no podría correr nunca más hacia él, si nunca más podría abrazarle ni acariciarle? Sara nunca había sido la clase de mujer que necesita un hombre a su lado para sentirse completa pero, de alguna manera, Jeffrey se había convertido en aquello que la definía, y sin él se sentía como si fuera a la deriva.

¿Quién era ella sin él, entonces? ¿Quién era esa mujer que se negaba a vivir sin su marido, que había tirado la toalla? Quizás esa era la auténtica raíz del dolor que sentía; no era solo el hecho de haber perdido a Jeffrey, también se había perdido a sí misma.

Todos los días, Sara se prometía que iba a dejar de tomar las pastillas, que iba a dejar de anestesiarse para poder soportar el simple hecho de estar viva y de que el tiempo pasara tan despacio -a veces creía que habían pasado semanas cuando tan solo habían pasado unas pocas horas-. Cuando por fin consiguió dejar las pastillas, dejó de comer. No era que no quisiera alimentarse, sino que la comida le sabía a rayos. La bilis se le subía a la garganta por más que su madre intentara llevarle sus platos favoritos. Sara se encerró en casa, se abandonó por completo. Quería dejar de existir, pero no sabía cómo hacerlo sin ir en contra de sus principios más básicos.

Al final, su madre fue a hablar con ella y le suplicó:

– Decídete de una vez: o vives o te matas, pero no nos obligues a ver cómo te vas apagando de esta manera.

Sara había considerado sus opciones fríamente: pastillas, una cuerda, una pistola, un cuchillo. Nada de eso le iba a devolver a Jeffrey, ni tampoco iba a cambiar lo que había sucedido.

Pasó el tiempo, y el reloj iba hacia adelante cuando lo que ella quería era que diera marcha atrás. El día del primer aniversario de su muerte, Sara se despertó y se dio cuenta de que, si se hubiera suicidado, los recuerdos de Jeffrey habrían desaparecido con ella también. No habían tenido hijos, no habían dejado ningún monumento perdurable de lo que había sido su vida en común. Solo quedaba Sara y los recuerdos que guardaba en su mente.

Y después de eso no le quedó otro remedio que recomponerse, recoger y unir los trozos poco a poco. Lentamente, una mujer que recordaba lejanamente a Sara dejó de funcionar como un autómata. Se levantaba por la mañana, salía a correr, trabajaba media jornada, intentando vivir su vida como la había vivido antes, pero sin Jeffrey. Fue valiente e intentó transitar por aquella mala imitación de su vida anterior, pero no podía hacerlo. No podía seguir en la casa donde se habían amado, en la ciudad donde habían vivido juntos. Ni siquiera era capaz de asistir a las tradicionales comidas del domingo en casa de sus padres porque, enfrente de ella, siempre habría una silla vacía.

Una compañera de estudios de Emory, que no tenía ni idea de lo que le había sucedido a Sara, le envió por correo electrónico el anuncio de la vacante en el hospital Grady. Lo hizo en plan de broma, como diciendo: «¿Quién querría volver a ese infierno?». Pero Sara llamó al administrador del hospital al día siguiente y entró en el Grady para trabajar en el departamento de urgencias. Sabía que el sistema de salud pública era un dinosaurio gigantesco y obsoleto y que un servicio de urgencias fagocita tu vida personal, tu alma. Alquiló su casa, vendió su consulta, regaló la mayor parte de sus muebles y, un mes más tarde, se mudó a Atlanta.

Y ahí estaba ella. Habían pasado dos años y Sara seguía estancada. No tenía muchos amigos fuera del trabajo, pero nunca había tenido demasiada vida social, que había girado en torno a su familia. Su hermana Tessa siempre había sido su mejor amiga, y su madre, su confidente más íntima. Jeffrey era el jefe superior de policía del condado de Grant, Sara la forense. Trabajaban juntos muy a menudo, y Sara se preguntaba si su relación hubiera sido tan íntima si hubieran vivido cada uno por su lado y no se hubieran visto más que a la hora de cenar.

El amor, como el agua, siempre transcurre por la vía que ofrece menos resistencia.

Sara se había criado en una ciudad pequeña. La última vez que había tenido una cita propiamente dicha no estaba bien visto que las chicas llamaran a los chicos por teléfono, y ellos debían pedir permiso al padre para salir con su hija. Esas costumbres resultaban pintorescas ahora, casi ridículas, pero ella las echaba de menos. No entendía cómo funcionaban ahora las relaciones entre hombres y mujeres adultos, pero se había obligado a intentarlo para comprobar si esa parte de ella había muerto también con Jeffrey.

Había salido con dos hombres desde que se mudó a Atlanta, conocidos a través de las enfermeras del hospital, y ambos le habían parecido rematadamente anodinos. El primero era guapo y listo, un profesional de éxito, pero no había nada detrás de su deslumbrante sonrisa y sus impecables modales; después de que Sara rompiera a llorar la primera vez que la besó, no la volvió a llamar. Con el segundo salió tres meses atrás. La experiencia fue algo mejor, o quizá ella se engañaba. Se acostó con él una vez, pero tuvo que tomarse tres copas de vino para reunir el valor necesario y apretó los dientes todo el rato, como si aquello fuera un examen que estuviera decidida a aprobar. El hombre rompió con ella al día siguiente, pero Sara no se enteró hasta que llegó a casa y comprobó su buzón de voz una semana después.