Si tuviera que lamentar algo de su vida en común con Jeffrey, sería esto: ¿Por qué no le había besado más? Como la mayoría de los matrimonios habían desarrollado un lenguaje íntimo y secreto: un beso largo indicaba normalmente el deseo de sexo, no solo cariño. Luego estaban los besos en la mejilla y los fugaces en los labios que se daban antes de ir a trabajar, que no tenían nada que ver con los que se daban cuando empezaron a salir, cuando los besos apasionados eran regalos exóticos y sensuales que no siempre acababan en la cama.
Sara quería regresar a ese principio, volver a disfrutar de esas largas horas en el sofá con la cabeza de Jeffrey en su regazo, besándole con pasión, acariciando su suave cabello. Sentía nostalgia de aquellos momentos robados en coches aparcados, pasillos o cines, cuando pensaba que se iba a morir si no la besaba. Quería esa sorpresa de coincidir con él en el trabajo, ese vuelco que le daba el corazón cuando le veía a lo lejos, caminando por la calle. Quería volver a sentir mariposas en el estómago cuando sonaba el teléfono y oía su voz al otro lado de la línea. Quería volver a sentir cómo la sangre se concentraba en su vientre cuando iba sola en su coche o pasaba por un pasillo en la farmacia y, de repente, olía su aroma impregnado en su propia piel.
Quería recuperar a su amante.
Alguien descorrió la cortina de vinilo con un chirrido metálico. Jill Marino, una de las enfermeras de urgencias, sonrió al dejar el historial de Anna sobre la cama.
– ¿Qué tal la noche? -preguntó. Deambuló por la habitación comprobando los monitores y asegurándose de que la vía seguía en su sitio-. Ya están los resultados de la gasometría.
Sara abrió el historial y revisó las cifras. La noche anterior, el oxímetro que Anna llevaba puesto en el dedo detectó un descenso en la saturación del oxígeno. Pero, al parecer, esta mañana había vuelto a la normalidad de forma espontánea. A Sara no dejaba de maravillarle la capacidad del cuerpo humano para sanarse por sí mismo.
– Te hace sentir innecesaria, ¿verdad?
– A un médico, puede -replicó Jill para chincharla-, pero ¿a una enfermera?
– Bien visto.
Sara metió la mano en el bolsillo de su bata de trabajo y palpó la carta. Se había cambiado después de atender a Anna y había trasladado la carta de forma automática al ponerse la bata limpia. A lo mejor debería abrirla. A lo mejor debería sentarse, romper el sobre y acabar con aquello de una vez por todas.
– ¿Te pasa algo? -le preguntó Jill.
Negó con la cabeza.
– No. Gracias por dejar que me quedara aquí esta noche.
– Has sido tú la que me ha quitado trabajo de encima -admitió la enfermera. Como de costumbre, la UCI estaba hasta los topes-. Te llamaré si se produce algún cambio. -Acarició la mejilla de Anna y le sonrió-. Puede que nuestra chica quiera despertarse hoy.
– Seguro que sí.
Sara no creía que Anna pudiera oírla, pero ella se sentía mejor diciéndolo en voz alta.
Los dos policías que guardaban la puerta de la habitación se llevaron la mano a la gorra al salir Sara. Sintió sus ojos clavados en la nuca mientras se alejaba por el pasillo, pero no porque la encontraran atractiva, sino porque sabían que era la viuda de un policía. Sara no había hablado nunca de Jeffrey con sus compañeros del Grady, pero siempre había mucho trasiego de policías en urgencias, y la noticia había acabado por extenderse. No tardó en convertirse en un secreto a voces del que todo el mundo hablaba, aunque nunca en su presencia. No había sido su intención convertirse en una figura trágica, pero si eso disuadía a la gente de hacer preguntas, no le importaba.
El gran misterio era por qué le había salido de una forma tan natural hablarle de Jeffrey a Faith. Sara prefería pensar que Faith era simplemente una buena detective antes que admitir lo que más se acercaba a la verdad: se sentía sola. Su hermana vivía al otro lado del mundo, sus padres estaban a cuatro horas de viaje y su vida se limitaba al trabajo y a ver lo que estuvieran poniendo en la televisión cuando llegaba a casa.
Y lo peor de todo era que sospechaba que no había sido Faith lo que la había atraído, sino el caso. Jeffrey siempre buscaba el consejo de Sara en sus investigaciones, y echaba de menos esa clase de actividad mental.
Esa noche, por primera vez en mucho tiempo, el último pensamiento de Sara antes de quedarse dormida no fue para Jeffrey, sino para Anna. ¿Quién la había secuestrado? ¿Por qué la había elegido precisamente a ella? ¿Qué pistas había dejado en el cuerpo de Anna que pudieran ayudarle a averiguar el móvil del animal que le había hecho aquello? Mientras hablaba con Faith en la cafetería Sara tuvo la sensación de que su cerebro servía para algo más que para mantenerla viva. Y lo más probable es que fuera la última vez en mucho tiempo que se iba a sentir así.
Se frotó los ojos, tratando de espabilarse. Sabía que la vida sin Jeffrey iba a resultar muy dolorosa, pero lo que no sabía era que, además, iba a ser tan asquerosamente irrelevante.
Casi había llegado a los ascensores cuando le sonó el móvil. Dio media vuelta y volvió a dirigirse hacia la habitación de Anna mientras atendía el teléfono.
– Estoy de camino.
– Sonny llegará en menos de diez minutos -replicó Mary Schroder.
Sara se paró; se le cayó el alma a los pies al oír las palabras de la enfermera. Sonny era el marido de Mary, un agente que hacía el primer turno de la mañana.
– ¿Está bien?
– ¿Te refieres a Sonny? -preguntó Mary-. Está perfectamente. ¿Dónde estás tú?
– Estoy arriba, en la UCI. -Sara se dio la vuelta y se fue hacia los ascensores-. ¿Qué es lo que pasa?
– Sonny ha recibido una llamada alertándole de que había un niño solo en el City Foods de Ponce de León. Tiene seis años. El pobre ha estado esperando en el asiento trasero del coche durante al menos tres horas.
Sara pulsó el botón del ascensor.
– ¿Y la madre?
– Ha desaparecido. Su bolso estaba en el asiento del conductor, las llaves en el contacto y había sangre en el suelo, junto al coche.
Sara sintió que su corazón volvía a latir.
– ¿Y el niño vio algo?
– Está demasiado afectado para hablar, y Sonny no vale para eso. No tiene ni idea de cómo tratar a un niño de esa edad. ¿Estás bajando?
– Estoy esperando el ascensor. -Sara miró su reloj-. ¿Está seguro de que han sido tres horas?
– El encargado del súper vio el coche aparcado cuando llegó a trabajar. Dijo que la madre había estado allí un rato antes, como loca porque no encontraba a su hijo.
Sara volvió a apretar el botón, sabiendo perfectamente que no tenía ningún sentido.
– ¿Por qué ha tardado tres horas en llamar a la policía?
– Porque la gente es así de gilipollas -respondió Mary-. La gente es total y absolutamente gilipollas.
Capítulo siete
El Mini rojo de Faith estaba aparcado a la puerta de su casa cuando se despertó esa mañana. Amanda debía de haber seguido a Will con su coche y después lo había llevado a su casa. Probablemente pensaba que le estaba haciendo un favor a Faith, pero esta seguía teniendo ganas de estrangularle. Cuando Will la llamó para decirle que pasaría a recogerla a las ocho y media, como siempre, ella le respondió con un cortante «vale» que se quedó flotando sobre su cabeza.
Su furia se aplacó un poco cuando Will le contó lo que había pasado esa noche: su estúpida incursión en la cueva, el hallazgo de la segunda víctima, las dificultades con Amanda. La última parte parecía especialmente dura: Amanda nunca le ponía a uno las cosas fáciles. Will parecía agotado y Faith se compadeció de él cuando le describió a la mujer colgada del árbol, pero tan pronto como hubo colgado el teléfono volvió a enfurecerse.