Judith entornó los ojos, miró la carretera y decidió que tenía que volver a graduarse la vista. Ella tampoco andaba tan lejos de los setenta, y cada año que pasaba veía peor. El anochecer era un momento especialmente delicado, pues con la falta de luz tendía a ver borrosos los objetos que estaban a cierta distancia. Esa fue la razón de que tuviera que parpadear varias veces para asegurarse de lo que veía, y no pudo avisar a Henry hasta que el animal estuvo justo delante de sus narices.
– ¡Dios! -gritó Henry, sacando un brazo para proteger a Judith al tiempo que daba un volantazo para esquivar al pobre animal. Sin saber muy bien por qué, Judith pensó que era cierto lo que decían en las películas: todo parecía ralentizarse y el tiempo pasaba tan despacio que cada segundo parecía una eternidad. Sintió que el brazo de Henry bloqueaba firmemente su pecho, y un tirón del cinturón de seguridad a la altura de la cadera. El coche dio una sacudida, ella se golpeó la cabeza contra la puerta. El animal salió despedido contra el parabrisas y rompió la luna, luego rebotó en el techo y finalmente en el maletero. Pero Judith no empezó a registrar los sonidos hasta que el coche frenó en seco e hizo un trompo completo: crac, bum, bum, y un chillido salió de su propia boca. Debía de haber entrado en shock, porque Henry tuvo que gritar varias veces «¡Judith, Judith!», para que dejara de dar alaridos.
La mano de Henry le apretaba el brazo con tanta fuerza que el dolor le subía hasta el hombro. Ella le acarició el dorso y lo tranquilizó.
– Estoy bien, estoy bien.
Tenía las gafas torcidas y lo veía todo borroso. Parecía serena pero su respiración acelerada delataba su nerviosismo. Había saltado el airbag, y un polvo blanco muy fino le cubría la cara.
Por fin recobró el aliento y miró hacia el frente. La sangre había salpicado todo el parabrisas, como un repentino y violento chaparrón.
Henry abrió la puerta pero no se bajó del coche. Judith se quitó las gafas para frotarse los ojos; los cristales se habían roto y faltaba la parte inferior del derecho. Vio que las gafas temblaban entre sus dedos, y enseguida se dio cuenta de que era su mano la que temblaba. Henry se bajó del coche y, haciendo un esfuerzo, Judith se puso las gafas y descendió también.
El animal estaba tendido en el asfalto, y aún movía las patas. A Judith le dolía la cabeza a consecuencia del golpe que se había dado. Tenía sangre en los ojos. Eso fue lo único que se le ocurrió al ver que el animal -probablemente un ciervo- tenía las blancas y torneadas piernas de una mujer.
– Oh, por Dios bendito -murmuró Henry-. Es… Judith… Es…
Judith oyó un coche detrás de ellos; los neumáticos chirriaron sobre el asfalto. Oyó que las puertas se abrían y se volvían a cerrar. Dos hombres se acercaron y uno de ellos corrió hacia el animal.
– ¡Llamen al 911! -gritó, arrodillándose junto al cuerpo.
Las piernas se agitaron de nuevo, y esta vez distinguió con claridad que eran las de una mujer. Estaba completamente desnuda. Tenía unos moratones muy oscuros en el interior de ambos muslos. Parecía como si un fino plástico de color burdeos cubriera su torso, y presentaba una profunda herida en el costado por la que asomaba el hueso. Judith miró su rostro: tenía la nariz rota, los ojos hinchados y los labios reventados. La sangre empapaba el oscuro cabello de la mujer y formaba un charco alrededor de su cabeza, como si fuera un halo.
Judith se acercó, no pudo evitarlo; llevaba toda la vida volviendo discretamente la cabeza y ahora de repente quería mirar. Los cristales crujían bajo sus pies; de pronto, la mujer abrió los ojos espantada y se quedó mirando con ojos mortecinos algo por detrás de Judith. De manera igualmente repentina, sus párpados empezaron a cerrarse, pero Judith no pudo reprimir que un escalofrío le recorriera todo el cuerpo.
– Dios mío -masculló Henry, casi rezando.
Al volverse, Judith vio que su marido se había llevado la mano al pecho. Tenía los nudillos blancos y la miraba como si se encontrara mal.
– ¿Cómo ha pasado esto? -susurró, con el rostro contraído en una mueca de horror-. ¿Cómo demonios ha sucedido?
PRIMER DÍA
Capítulo uno
Sara Linton se recostó en su silla, murmurando con voz suave por el móviclass="underline" «Sí, mamá». Se preguntó si algún día eso volvería a parecerle normal, si volvería a sentir la misma alegría de antes al recibir una llamada de su madre, en lugar de ese dolor intenso que sentía ahora.
– Cariño -dijo Cathy con dulzura-, no pasa nada. Te estás cuidando y eso es todo lo que papá y yo necesitamos saber.
Sara notó que las lágrimas le escocían en los ojos. No era ni mucho menos la primera vez que lloraba en la sala de médicos del hospital Grady, pero estaba harta de hacerlo; harta de sentir, en realidad. ¿No era precisamente por eso por lo que se había trasladado a Atlanta dos años antes, dejando atrás la vida rural y a su familia, para no tener que recordar constantemente todo lo que había vivido?
– Prométeme que irás a la iglesia la semana que viene.
Sara murmuró algo que podía sonar como una promesa. Su madre no era tonta, y ambas sabían que era muy poco probable que Sara acudiera a misa aquel domingo de Pascua, pero Cathy no insistió.
Miró la pila de expedientes que tenía delante. Estaba terminando su turno y aún tenía que redactar los informes.
– Mamá, perdona, pero tengo que irme.
Cathy la obligó a prometer que volvería a llamar la semana siguiente antes de colgar. Sara se quedó unos minutos con el móvil en la mano, mirando el número en la pantalla hasta que empezó a desvanecerse; a continuación marcó el siete y el cinco con el pulgar, pero no pulsó la tecla de llamada. Dejó caer el teléfono en el bolsillo y la carta rozó el dorso de su mano.
La Carta. Pensaba en ella como si tuviera entidad propia.
Sara miraba el buzón al volver a casa para no ir cargando con las cartas de un lado a otro, pero una mañana, sin saber muy bien por qué, lo miró al salir. Un escalofrío le recorrió el cuerpo al ver el nombre del remitente escrito en el blanco sobre. Guardó la carta sin abrir en el bolsillo de su bata de médico, con la idea de leerla a la hora de la comida. Pero pasó la hora de comer y siguió sin abrirla, y tampoco lo hizo al llegar a casa, ni al día siguiente. Fueron pasando los meses y la carta iba con Sara a todas partes, unas veces en su bata, otras en el bolso de la compra. Se había convertido en una especie de talismán, y de vez en cuando metía la mano en el bolsillo para tocarla, solo para asegurarse de que seguía estando allí.
Con el tiempo, las esquinas del sobre se doblaron y el matasellos del condado de Grant empezó a difuminarse. Y cuanto más tiempo pasaba, más se resistía Sara a abrir la carta y descubrir qué podía tener que decirle la esposa del hombre que mató a su marido.
– ¿Doctora Linton? -preguntó al llamar a la puerta Mary Schroder, una de las enfermeras-. Tenemos a una mujer que ha ingresado inconsciente, treinta y tres años, pulso filiforme, parece muy débil.
Sara miró las gráficas y a continuación, el reloj. El diagnóstico de una mujer de treinta y tres años con ese cuadro le llevaría un buen rato. Ya eran casi las siete y le quedaban solo diez minutos para acabar el turno.
– ¿No puede encargarse Krakauer?
– Ya la ha examinado. Ha pedido una analítica completa y se ha ido a tomar un café con la rubia de turno -replicó Mary, visiblemente irritada por esto último-. La paciente es policía.
Mary estaba casada con un policía, cosa que no era de extrañar teniendo en cuenta que llevaba casi veinte años en el servicio de urgencias del Grady. Pero aunque no fuese así, existe una ley no escrita según la cual, en cualquier hospital del mundo, los agentes de la ley reciben siempre la mejor atención y de forma inmediata. Por lo visto Otto Krakauer no conocía dicha ley.