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Sara no le había contado nada de lo que había hecho al acabar la carrera; no le había dicho que regresó al condado de Grant, a su casa, para trabajar como pediatra rural. No le habló de Jeffrey, ni de por qué se había mudado a Atlanta o por qué trabajaba en el Grady cuando podía haber abierto su propia consulta y tener una vida más o menos normal. Se había limitado a encogerse de hombros y a decir: «Al final acabé volviendo aquí», y Delia la había mirado con una mezcla de decepción y solidaridad. Ambas emociones tenían que ver con el hecho de que Sara siempre había ido por delante de Delia en Emory.

Se metió las manos en los bolsillos y tiró de su fino abrigo hacia adelante para protegerse del intenso frío. Sintió la carta contra el dorso de su mano al pasar por la entrada de ambulancias. Se había presentado voluntaria para hacer un turno extra esa misma mañana, y había trabajado dieciséis horas seguidas para poder tomarse el día siguiente libre. El frío de la noche le hizo reparar en que estaba agotada, y se quedó allí, con las manos metidas en los bolsillos, inspirando con deleite aquel aire frío y relativamente limpio. Podía distinguir el olor de la lluvia entre el tufo de los coches y el de lo que fuera que hubiera en el contenedor. Quizás esa noche lograra dormir. Siempre dormía mejor cuando llovía.

Miró los coches que pasaban por la Interestatal. Ya casi había pasado la hora punta; hombres y mujeres regresaban a casa con su familia después del trabajo. Sara estaba en lo que se conocía como la «curva del Grady», la que los reporteros utilizaban como referencia cuando tenían que hablar de retenciones en la desviación que pasaba por el centro de Atlanta. La carretera estaba iluminada por las rojas luces de freno esa noche, pues una grúa estaba retirando un todoterreno del arcén de la izquierda. Había coches de policía bloqueando la escena, con las sirenas encendidas iluminando la oscuridad con su fantasmagórica luz. Aquello le recordó la noche en que murió Jeffrey: la policía irrumpiendo en la escena, los de estatal poniéndose al mando y varias docenas de hombres vestidos con trajes blancos peinando la zona para recoger las pruebas.

– ¿Sara?

Se volvió. Mary estaba en la puerta y le hacía señas para que volviera al hospital.

– ¡Deprisa, ven!

Sara corrió hacia la puerta mientras la enfermera le iba enumerando datos.

– AT, accidente de tráfico de un solo vehículo y un peatón. Krakauer está con el conductor, que presenta posible infarto de miocardio, y su acompañante. Tú te ocupas de la mujer atropellada: fractura abierta en brazo y pierna derechos, pérdida de consciencia en el lugar del accidente. Posible agresión sexual y tortura. Un TES, técnico de emergencias sanitarias, pasaba por allí e hizo lo que pudo, pero está muy mal.

Sara pensó que la había entendido mal.

– ¿Fue violada y atropellada?

Mary no se lo aclaró y se limitó a apretarle el brazo muy fuerte mientras corrían por el pasillo. La puerta de la sala de urgencias estaba abierta. Sara vio la camilla y a tres médicos en torno a ella. Todos los allí presentes eran hombres, incluido Will Trent, que estaba inclinado sobre la mujer.

– ¿Puede decirme su nombre? -le preguntaba.

Sara no dejó de correr hasta que estuvo al pie de la cama, y la mano de Mary seguía agarrándole el brazo. La paciente estaba tumbada sobre un costado, en posición fetal. Su cuerpo iba sujeto a la camilla con esparadrapo, y le habían puesto sendas férulas neumáticas en el brazo y la pierna derechos. Estaba despierta, le castañeteaban los dientes y murmuraba algo que resultaba ininteligible. Tenía una chaqueta doblada bajo la cabeza, y un collarín alrededor del cuello. Un lado de su cara estaba cubierto por una costra de sangre y suciedad; un trozo de cinta aislante colgaba de su mejilla y se pegaba a su oscuro cabello. Tenía la boca abierta y los labios cortados y llenos de sangre. Habían retirado la sábana que la cubría, dejando al descubierto un corte en el costado, a la altura de uno de sus pechos; era tan profundo que se podía distinguir perfectamente la amarilla capa de grasa.

– Señora -preguntó Will-, ¿sabe dónde está?

– Apártese -le ordenó Sara, empujándole con más fuerza de la que pretendía.

Will Trent perdió momentáneamente el equilibrio y se tambaleó. Sara continuó a lo suyo. Había visto la pequeña grabadora digital que tenía en la mano y no le gustaba nada lo que estaba haciendo. Se puso unos guantes mientras se arrodillaba y hablaba a la paciente.

– Soy la doctora Linton. Está usted en el hospital Grady. No se preocupe, la vamos a cuidar muy bien.

– Ayúdeme… Ayúdeme… -repetía la mujer, y su cuerpo temblaba con tal violencia que hacía traquetear la estructura metálica de la camilla. Miraba fijamente al frente, pero sin enfocar. Estaba demacrada y tenía la piel descamada y seca-. Ayúdeme…

Sara le apartó el cabello de la cara con la mayor delicadeza que pudo.

– Hay muchos médicos aquí y todos vamos a ayudarla. Usted quédese conmigo, ¿de acuerdo? Ahora ya está a salvo.

Se puso de pie y apoyó la mano sobre el hombro de la mujer para que supiera que no estaba sola. Dos enfermeras más se habían incorporado al equipo y esperaban instrucciones.

– Que alguien me ponga al día.

Se dirigió a los técnicos de emergencias, pero fue el hombre que estaba al otro lado de la camilla el que empezó a hablar, recitando a toda velocidad las constantes vitales de la paciente y los primeros auxilios que habían realizado por el camino. El hombre iba vestido de calle y sus ropas estaban manchadas de sangre; debía de ser el TES que la había socorrido en el lugar del accidente.

– Herida penetrante entre las costillas once y doce. Fracturas abiertas en brazo y pierna derechos. Contusión en la cabeza. Estaba inconsciente cuando llegamos, pero recuperó la conciencia cuando empecé a atenderla. No pudimos tumbarla de espaldas -explicó con creciente pánico-; no dejaba de gritar. Teníamos que meterla en la ambulancia, así que la inmovilizamos con esparadrapo. No sé por qué no… No sé qué…

El hombre intentaba contener las lágrimas. Su angustia era contagiosa. El aire de la sala estaba cargado de adrenalina; no era de extrañar, teniendo en cuenta el estado de la víctima. Sara tuvo también un momento de pánico, le costaba asimilar los terribles daños que había sufrido aquel cuerpo, las múltiples heridas, los evidentes signos de tortura. Más de uno en aquella sala tenía los ojos llenos de lágrimas. Intentó serenarse para rebajar la histeria a un nivel más asumible.

– Muchas gracias, caballeros. Han hecho ustedes cuanto han podido para traerla viva hasta aquí, pero ahora es mejor que despejemos un poco la sala para poder atenderla como es debido -dijo para despedir a los TES. A continuación, dirigiéndose a Mary-: Ponle suero intravenoso y prepara una vía central, por si acaso. -Y a otras dos enfermeras-: Trae un aparato de rayos, pide un TAC y llama al cirujano de guardia. Haz una gasometría, prueba de tóxicos, análisis metabólico completo, CSC y panel de coagulación.

Con mucho cuidado Sara auscultó a la mujer, tratando de ignorar las quemaduras y los cortes en forma de cruz. Escuchó los pulmones de la paciente, percibiendo el marcado relieve de las costillas bajo sus dedos. La respiración era regular, pero no tan fuerte como a Sara le hubiese gustado, probablemente a causa de la alta dosis de morfina que le habían puesto en la ambulancia. El pánico suele difuminar la frontera entre lo que ayuda y lo que estorba.

Se arrodilló de nuevo. Los ojos de la mujer seguían abiertos y le castañeteaban los dientes.

– Si le cuesta respirar, dígamelo y la ayudaré inmediatamente, ¿de acuerdo? ¿Cree que podrá hacerlo? -La mujer no respondió, pero Sara continuó hablándole de todas formas, explicándole paso a paso lo que iba haciendo y por qué-. Estoy comprobando sus vías respiratorias, quiero asegurarme de que respire bien. -Le abrió la boca con suavidad.