Выбрать главу

– Solo la anestesia podría matarla -advirtió Phil.

Sara colocó las placas en el panel luminoso.

– No habría llegado hasta aquí si no fuese una luchadora.

– La herida de la mama está infectada. Yo diría…

– Lo sé -interrumpió ella, poniéndose las gafas para examinar las placas.

– La herida del costado es bastante limpia. -Sanderson ordenó a su equipo que parara un momento y se inclinó para verla más de cerca-. ¿Sabes si el coche la arrastró? ¿Se cortó con alguna pieza metálica?

– Por lo que sabemos, le dieron de frente. Estaba de pie en mitad de la carretera -respondió Will Trent.

– ¿Había algo en el lugar del accidente con lo que pudiera haberse hecho este corte? Es muy limpio.

Will vaciló; probablemente preguntándose si el cirujano se habría dado cuenta de lo que había pasado aquella mujer antes de ser atropellada.

– Había muchos árboles, era una zona rural. Todavía no he hablado con los testigos. El conductor tenía un fuerte dolor en el pecho.

Sara volvió a concentrarse en las placas de rayos: o no habían salido bien o estaba más cansada de lo que creía. Contó las costillas, pensando que sus ojos podían estar jugándole una mala pasada.

Will parecía haber percibido su confusión.

– ¿Qué pasa?

– La undécima costilla -respondió Sara-. Se la han arrancado.

– ¿Cómo arrancado?

– Sí, no se la han extirpado quirúrgicamente.

– Eso es absurdo -exclamó Phil, dirigiéndose hacia el panel para examinar la placa-. Será que…

Phil colocó la segunda placa, la antero-posterior, y luego la lateral. Se acercó un poco más, con los ojos entornados.

– ¿Y dónde coño está? Una costilla no sale sola del cuerpo.

– Mira. -Sara recorrió con el dedo la línea dentada donde había estado el cartílago que antes sujetaba el hueso-. No es que falte: se la han arrancado.

Capítulo dos

Will condujo con los hombros caídos y la cabeza apretada contra el techo del Mini de Faith hasta donde se había producido el atropello. No había querido perder tiempo ajustando el asiento antes, cuando llevó a Faith al hospital, ni mucho menos cuando se dirigía a la escena del crimen más aterrador que había visto en su vida. El coche no iba del todo mal por las carreteras secundarias que conducían hasta la autopista 316, pese a que circulaba a mayor velocidad de la permitida. La amplia batalla del Mini se adaptaba mal a las curvas, pero Will fue aminorando a medida que se alejaba de la ciudad. Cada vez había más árboles, y la carretera se estrechaba más, y de pronto se encontró en una zona en la que no era raro que ciervos y zarigüeyas la cruzaran.

Iba pensando en la víctima; en la piel arañada, la sangre, las heridas por todo el cuerpo. En el mismo momento en que vio a los de la ambulancia empujando la camilla a toda prisa por el pasillo del hospital supo que aquello era obra de una mente muy enferma. La mujer había sido torturada. Alguien muy experimentado en el arte de infligir dolor le había dedicado mucho tiempo.

No podía haberse materializado en mitad de la carretera sin más. Las heridas en las plantas de sus pies eran recientes, por lo que debía de llevar un buen rato caminando por el bosque. Tenía una aguja de pino clavada en el puente, y las plantas llenas de tierra. Seguramente la habían retenido en alguna parte y, en un momento dado, había logrado huir de allí. El lugar tenía que estar cerca de la carretera, y Will iba a encontrarlo aunque tardara toda la vida.

Reparó en que estaba pensando en «ella» aunque la víctima tenía un nombre, Anna, que se parecía mucho a Angie, el de su esposa. Como Angie, la mujer tenía el cabello y los ojos oscuros, la piel morena y un lunar justo debajo de la corva. Will se preguntó si aquel lunar sería algo frecuente en las mujeres de piel morena; a lo mejor era algo genético, algo asociado con el color de los ojos y el cabello. Seguro que la doctora Linton lo sabía.

Le vino a la mente lo que dijo Sara Linton mientras examinaba su piel magullada y los arañazos en torno a la herida del costado: «Debía de estar consciente cuando le arrancaron la costilla». Se estremeció al recordarlo. A lo largo de su carrera se las había tenido que ver con muchos sádicos, pero ninguno tan cruel como este.

Sonó el móvil y trató de sacarlo del bolsillo sin perder el control del volante. Lo abrió con mucho cuidado: la carcasa de plástico llevaba meses rota, pero había conseguido arreglarla con pegamento, cinta aislante y cinco trozos de cordel que hacían las veces de bisagra. Aun así tenía que manejar el aparato con sumo cuidado para que no se le descuajeringara en la mano.

– Will Trent.

– Soy Lola, cielo.

Frunció el ceño. Su voz tenía la aspereza propia de alguien que fumaba dos cajetillas diarias.

– ¿Quién?

– Eres el hermano de Angie, ¿no?

– Soy su marido -la corrigió Will-.

¿Con quién hablo?

– Con Lola, una de sus chicas.

Angie trabajaba ahora como freelance para varias agencias de detectives, pero había sido agente de antivicio durante diez años. De vez en cuando Will recibía la llamada de alguna de las prostitutas con las que había trabajado. Todas necesitaban ayuda, y todas acababan volviendo a la cárcel, desde donde llamaban.

– ¿Qué quieres?

– No hace falta que seas tan borde conmigo, cielo.

– Mira, llevo ocho meses sin hablar con Angie. -Casualidades de la vida, su relación se había roto casi al mismo tiempo que el móvil-. No puedo ayudarte.

– Soy inocente. -Lola rio su propia gracia y sufrió un ataque de tos-. Me pillaron con una sustancia blanca, no sé lo que era, un amigo me pidió que se la guardara.

Esa clase de chicas sabían más de leyes que muchos policías, y se mostraban especialmente cautelosas cuando utilizaban el teléfono público de la cárcel.

– Búscate un abogado -le aconsejó Will, mientras aceleraba para adelantar al coche que tenía delante. Un relámpago estalló en el cielo e iluminó la carretera-. No puedo hacer nada por ti.

– Podría ofrecerte cierta información.

– Pues cuéntaselo a tu abogado. -Will oyó un pitido en la línea y reconoció el número de su jefa-. Tengo que dejarte.

Colgó sin darle tiempo a Lola para decir nada más.

– Will Trent.

Amanda Wagner tomó aire, y Will se preparó para un discurso torrencial.

– ¿Cómo demonios se te ocurre dejar a tu compañera en el hospital y marcharte en plan quijote a trabajar en un caso que está fuera de nuestra jurisdicción y en el que nadie nos ha pedido ayuda? Y para más inri, en un condado con el que no tenemos lo que se dice una buena relación.

– Nos pedirán ayuda -le aseguró Will.

– Tu intuición femenina no me impresiona nada esta noche, Will.

– Cuanto más tiempo dejemos esto en manos de la policía local, más se enfriará el rastro. No se trata de un secuestrador novato, Amanda. Esto no es ningún juego.

– La policía de Rockdale lo tiene todo bajo control -replicó ella-. Saben muy bien lo que se hacen.

– ¿Están controlando las carreteras y buscando coches robados?

– No son idiotas.

– Sí que lo son -insistió Will-. No la han dejado tirada en la carretera, ha estado retenida en algún lugar cerca de la carretera y ha logrado escapar por su propio pie.

Amanda guardó silencio unos instantes, probablemente esperando a que dejara de salirle humo por las orejas. Un segundo relámpago azotó el cielo, y el trueno que vino a continuación impidió a Will oír lo que le decían al otro lado de la línea.

– ¿Cómo? -preguntó.

– ¿En qué estado está la víctima? -repitió en tono cortante.

Will no pensó en Anna, sino en la mirada que había visto en los ojos de Sara Linton cuando subieron a la víctima al quirófano.