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El doctor Hall hizo entonces una señal al técnico encargado de las tres grandes pantallas de la sala, que habían sido dispuestas en torno a la mesa, para que resultaran perfectamente visibles a todos los miembros del Consejo de Seguridad. El asistente pulsó una tecla de función, y cada pantalla se dividió en tres para ofrecer imágenes simultáneas de los tres asteroides.

El doctor Xiou prosiguió entonces con la explicación.

– No hemos hallado pruebas concluyentes -empezó, llamando la atención de los presentes hacia las imágenes de las pantallas- de que los asteroides hayan sufrido recientemente una colisión de magnitud suficiente para desviarlas de sus respectivas órbitas. Por tanto, debemos deducir que dicha divergencia se debe a algún efecto gravitacional del todo inusual. El planeta Júpiter puede hacer estragos entre las órbitas del cinturón de asteroides principal, pero en este caso se debe descartar al planeta porque en el momento en que calculamos que se produjo la salida de los asteroides de sus órbitas, Júpiter se encontraba a cientos de millones de kilómetros de distancia, al otro lado del Sol. Existen, no obstante, otras teorías.

»Por lo que hemos podido observar y según nuestros cálculos -continuó-, la teoría que mejor se adapta a la evidencia de la que disponemos es que los asteroides hayan sido expulsados de sus órbitas por un cuerpo lo suficientemente pequeño como para haber escapado a nuestros sistemas de detección a su paso por nuestro sistema solar. Para que ello fuera posible, el cuerpo tendría que haber tenido una fuerza gravitacional extremadamente alta en comparación con su tamaño. Existen dos tipos de cuerpos que obedecen a esta descripción: podría tratarse de un pequeño fragmento de estrella enana blanca, que hubiese salido despedida hace millones de años como consecuencia de la colisión entre dos enanas blancas, o si no de un agujero negro de tamaño muy reducido.

»Una enana blanca es una estrella que, con el tiempo, ha sido despojada de sus electrones. Estas estrellas conservan buena parte de su masa pero poseen una densidad muy elevada. En este estado, una estrella del tamaño de nuestro Sol podría compactarse a una esfera con un diámetro de tan sólo veinte kilómetros, que son aproximadamente doce millas. Si entraran en colisión dos estrellas de este tipo, los fragmentos resultantes serían expulsados a velocidades impredecibles.

»Dado su tamaño, un fragmento de una enana blanca podría atravesar fácilmente nuestro sistema solar sin ser detectado, y si pasara lo suficientemente cerca de un asteroide, podría sin lugar a dudas modificar su órbita. El elevado contenido de hierro de los tres asteroides no hace sino confirmar esta hipótesis, puesto que se sabe de la existencia de enanas blancas -como por ejemplo la estrella PG 1031+234- que poseen campos magnéticos de hasta setecientos millones gauss, un nivel que se acerca a la fuerza teórica máxima posible.

»Los agujeros negros se parecen a las enanas blancas en que son también producto del aplastamiento de objetos a una densidad increíble. El campo gravitacional de la materia superdensa que conforma un agujero negro es lo suficientemente potente como para atrapar la luz. Los agujeros negros a los que se hace referencia con mayor frecuencia son aquellos del tamaño de nuestro Sol o incluso mayores, producto del colapso de estrellas al final de su vida. Pero también se pueden dar agujeros más pequeños. En teoría podrían existir agujeros negros con la masa de una luna pequeña comprimida al tamaño de un puñado de átomos. La apariencia de un agujero negro es una zona de oscuridad, así que uno pequeño podría también pasar desapercibido a su paso por nuestro sistema solar. E incluso el más pequeño de los agujeros negros podría poseer un campo gravitacional lo suficientemente potente como para expulsar a un asteroide de su órbita normal.

El grupo de científicos prosiguió con la explicación como si impartiera una clase durante otros veinte minutos, en el transcurso de los cuales plantearon teorías, mostraron tablas y simulaciones, y recurrieron a casos verídicos para demostrar sus tesis. Al final, el embajador Yuri Kruszkegin, de Khakasia, aprovechando una breve pausa, interrumpió a los ponentes y formuló la pregunta que para entonces estaba ya en mente de todos.

– ¿Puede concluirse, entonces, por lo que acaban de explicar y por los documentos que nos han proporcionado, que recomiendan el empleo de armas nucleares para destruir el tercer asteroide? -dijo Kruszkegin.

– Así es, embajador -contestó el doctor Johnson.

Alsie Johnson estaba acostumbrado a tratar con políticos casi a diario y sabía que a pesar de contarse entre los seres con más verborrea de la especie humana, también eran los primeros en insistir en que los demás fueran al grano. Había llegado el momento de ir al fondo del asunto y la pregunta de Kruszkegin invitaba por fin a hacerlo.

– ¿Y ello qué implicaría? -preguntó Kruszkegin.

– Dado el riesgo, pensamos que el empleo de capacidades excesivas e incluso de destrucción total no sólo está justificado, sino que es crucial -contestó Johnson.

– No creo que haya nadie en el planeta que discrepe en eso -apuntó uno de los miembros del Consejo de Seguridad.

– Lo cierto es que no faltan armas nucleares para la misión -continuó Johnson-. Lamentablemente, el número de lanzaderas capaces de alcanzar el objetivo con una cabeza nuclear no es tan abundante. Para poder salir de la atmósfera e impactar contra el tercer asteroide a una distancia segura para la Tierra, las lanzaderas deben ser capaces de alcanzar la velocidad de escape.

»Si dispusiéramos de tiempo suficiente, lo idóneo sería proceder a la detonación de varias cabezas justo delante del asteroide a fin de aminorar su velocidad o alterar ligeramente su curso. Con tiempo, la alteración de su curso en tan sólo un grado o de su velocidad en una pulgada por segundo, sería suficiente para evitar la colisión. Desgraciadamente, no es el caso. No disponemos de tiempo ni de recursos para llevarlo a cabo. La única opción que puede salvar a la Tierra es la destrucción completa del asteroide cuanto antes.

El doctor Johnson hizo un gesto al doctor James Stewart, del Centro de Investigación Ames de Moffet Field, en California, para que continuara con la explicación, y éste, a su vez, le hizo una señal al asistente encargado de las pantallas.

Al comenzar la simulación, el doctor Stewart procedió a narrar y explicar lo que ocurría en la pantalla.

– Cuando nuestros misiles alcancen el asteroide, su masa será expulsada en todas direcciones, y algunos fragmentos continuarán su trayectoria hacia la Tierra. Cuanto más lejos se encuentre el asteroide de nuestro planeta en el momento del impacto, menor será el número de fragmentos que penetre en la atmósfera.

»Si alguno de ellos fuera de gran tamaño -continuó el doctor Stewart-, aún supondría una amenaza. Nuestro objetivo, por tanto, no ha de ser únicamente romper el asteroide en pedazos más pequeños, sino pulverizarlo. Según nuestros cálculos, y seguimos aún trabajando en ello, dicho propósito requerirá el lanzamiento de cuarenta cabezas nucleares de veinte megatones cada una contra la cara frontal del asteroide. Todas ellas deben alcanzar el objetivo y ser detonadas simultáneamente un instante antes del impacto. Se trata de una misión que sólo puede llevarse a cabo con misiles de cabezas múltiples independientes o MIRVs, lo que reduce aún más nuestro inventario de lanzaderas óptimas. Para ser más exactos, sólo existen dos lanzaderas con capacidad para alcanzar el objetivo y transportar los MIRVs. Se trata del misil estadounidense Minuteman III y del misil de fabricación rusa SS-11 Sego. Pero no acaban aquí nuestros problemas. Ambos son sistemas relativamente anticuados, la mayoría de los cuales o bien ha sido transformada en pesadas lanzaderas para puestas en órbita o ha sido destruida en cumplimiento de diferentes tratados de desarme. A ello hay que añadir que tanto el Minuteman III como el Sego requieren sustanciales modificaciones para la misión.