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– Si no consiguen arreglarlo -dijo la doctora Lane-, pasarán a emitir la imagen del observatorio de reserva, que si no me equivoco es… -Lane echó un vistazo al programa que llevaba en una carpeta de pinza-. Sí, en efecto. Es el de Kitt Peak.

Observatorio de Kitt Peak, Arizona

La cúpula blanca del Observatorio Steward se levantaba como un hongo gigantesco de color blanco entre los riscos y paredes de granito de Kitt Peak, desde donde se cernía imponente sobre la reserva de los indios papago. Sede de la mayor concentración de telescopios en funcionamiento del hemisferio norte y acreditado con numerosos adelantos en instrumental astronómico, Kitt Peak cumplía en esta ocasión el papel de observatorio de apoyo al Observatorio Dominion de Astrofísica de Canadá. Los investigadores de Kitt Peak no esperaban que llegara a ser necesaria su ayuda, pero si se diera el caso no tenían más que conectar su equipo emisor y sincronizarlo con las coordenadas de emisión del Dominion para reemplazarlo. No obstante, cuando sonó el teléfono en Kitt Peak, el doctor Chapman trataba de solventar un problema propio, y ni él ni sus colegas habían advertido el defecto en la emisión de las imágenes desde el Dominion.

– Doctor Chapman, soy el doctor Watson, del Observatorio Dominion de Canadá -dijo la voz al otro lado del auricular-. Estamos teniendo problemas con nuestro telescopio de 7,7 metros. Hasta el momento hemos podido compensar el error, pero creo que será mejor que tomen ustedes las riendas por si acaso.

– Gracias -dijo Chapman-, pero me temo que nuestro SMT de once metros también está dando problemas. No conseguimos averiguar la causa, pero todo apunta a un error acumulativo en el sistema de posicionamiento del segmento, que ha hecho que parezca que el asteroide haya modificado su trayectoria.

Entre ambos interlocutores se hizo un largo silencio.

– ¿Hola? -dijo el doctor Chapman, temiendo que se hubiese cortado la comunicación.

– Sí, sigo aquí -contestó el doctor Watson desde Dominion-. ¿Hace cuánto que ha empezado?

– Pues nos hemos dado cuenta hace unos diez minutos -repuso Chapman.

De nuevo se hizo el silencio.

– ¿Han estado observando nuestra imagen? -preguntó Watson pasados unos instantes.

– Hace un rato que no, la verdad. Como ya le comentaba, hemos estado muy ocupados con nuestro propio equipo. ¿Por qué? ¿Qué es lo que ocurre?

– Será mejor que eche un vistazo.

El doctor Chapman se echó hacia atrás en la silla y, torciendo el cuello para sortear la mesa que ocupaba su campo de visión, miró la imagen partida de los dos asteroides que ofrecía la gran pantalla. Tardó escasos segundos en apreciar la variación en la trayectoria, y cuando lo hizo no podía creer lo que veían sus ojos. Chapman se levantó de un salto, auricular en mano, para obtener una mejor perspectiva de la pantalla. Pero ni la mejora en el campo de visión ni el nuevo ángulo cambiaron las cosas; y apenas necesitó un instante para darse cuenta de lo que ocurría. No podía ser una coincidencia. Era imposible.

Al otro lado de la línea, el doctor Watson sólo podía escuchar el sonido de fondo de varias voces masculinas.

– ¡Tom! ¡Frank! -exclamó Chapman, llamando a sus colegas-. ¡Mirad esto! -gritó, y señaló hacia el monitor.

Los dos investigadores levantaron la vista hacia el monitor, se giraron hacia la imagen que en ese momento proporcionaba su propio telescopio y volvieron a mirar a Chapman; en sus miradas se leía el mismo interrogante: ¿estaba el monitor ofreciendo la imagen de su telescopio? Chapman negó con la cabeza como respuesta. El más alto de los dos hombres miró hacia un pequeño monitor que indicaba la fuente de la que procedía la imagen; el otro volvió a mirar con asombro la imagen del monitor grande.

– ¿Qué ocurre? -preguntó el doctor Watson, inquieto ante tan prolongado silencio, pero Chapman no contestó.

– ¡No puede ser! -oyó que gritaba el doctor Watson al otro lado del auricular. La exclamación no hizo sino confirmar sus peores temores.

– ¿Han contrastado esto con alguien más? -preguntó Chapman a Watson con urgencia en la voz-. ¿Qué hay del Hubble?

– No cuelgue -dijo Watson-. Lo comprobaremos ahora mismo.

Lo cierto era que no hacía falta, porque Kitt Peak estaba perfectamente equipado para verificar lo que ocurría; aun así, Chapman permaneció al teléfono unos cuarenta y cinco segundos y escuchó la reacción de histeria que se producía al otro lado del auricular cuando Watson informó al resto del equipo del Observatorio Dominion de Astrofísica sobre el resultado de la llamada. A continuación colgó y volvió a sentarse, sin esperar la respuesta de Watson. A su espalda, los periodistas habían traspasado la barrera invisible que debía impedirles interrumpir la labor de los investigadores, y exigían ser informados sobre lo que ocurría. Los otros dos astrónomos se apresuraron a telefonear al resto de observatorios, con la esperanza de que alguno les dijera que estaban equivocados, pero no había error alguno. Y pocos minutos después pudieron confirmarlo.

El asteroide 2031 KD había cambiado inexplicablemente de trayectoria y se dirigía peligrosamente hacia la Tierra. Era imposible determinar dónde se produciría el impacto, ni siquiera si habría un impacto; no quedaba tiempo para elaborar una simulación. El asteroide no estaba más que a trece mil novecientos kilómetros y llegaría a la atmósfera exterior de la Tierra en menos de ocho minutos.

5

ROCA EXTRATERRESTRE

A las 7h 33m 22s hora de Greenwich (GMT), a quinientos diez kilómetros de la superficie de la Tierra y justo encima de Tiski, pueblo del norte de Siberia situado en las proximidades del delta del Lena, el asteroide 2031 KD penetró a una velocidad de veintinueve kilómetros por segundo (ciento tres mil setecientos kilómetros por hora) en la región más remota de la ionosfera terrestre. El ángulo de descenso era tan agudo que recorrió más de once kilómetros en paralelo a la superficie de la Tierra por cada kilómetro y medio de caída. Con ese ángulo de descenso, la densidad de la atmósfera aumentó con relativa lentitud, por lo que la temperatura de la superficie del asteroide fue subiendo a un ritmo de doce grados centígrados por segundo. Este lento pero estable incremento de la resistencia de la atmósfera, mis densa, contra la forma irregular del asteroide, combinado con su peculiar eje de rotación, hizo que el objeto empezara a tambalearse y dar vueltas.

Ochenta y un segundos después de atravesar la ionosfera, a una altitud de casi ciento setenta y cuatro mil metros, la fricción de la atmósfera sobrecalentó la capa exterior del asteroide, que empezó a brillar. Dieciséis segundos más tarde penetraba las zonas exteriores de la estratosfera, a noventa y seis kilómetros de la superficie terrestre. Casi al mismo tiempo, la temperatura de la corteza del asteroide alcanzó mil quinientos veintisiete grados centígrados, punto de fusión de la aleación de níquel y hierro que componía la mayor parte de su masa, cuyos giros eran ya frenéticos. Llegado este punto, comenzaron a desprenderse del coloso de veinte kilómetros de ancho millones de diminutos fragmentos de ablación de metal fundido, dejando una estela metálica de níquel-hierro al rojo vivo que, combinada con la fricción del asteroide, sobrecalentaba la atmósfera circundante.