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De haber sido más esférico, el asteroide habría conservado la misma trayectoria que llevaba al penetrar en la atmósfera. Lo que le habría llevado a pasar a cuarenta y seis kilómetros de la superficie terrestre sobre el norte de Canadá y, sin llegar jamás a colisionar con la Tierra, habría continuado su curso durante seis minutos y medio hasta regresar al espacio. Así había ocurrido en agosto de 1972, cuando un meteoro de tamaño considerable había atravesado la atmósfera sobre el oeste de Estados Unidos y Canadá. Pero en esta ocasión, las condiciones eran diferentes dada la forma irregular del asteroide. En su avance por un aire más y más denso, el asteroide soportaba sobre él el empuje cada vez mayor de dos fuerzas opuestas, inercia y resistencia. De la misma manera que el diseño del ala de un avión permite que éste se eleve, la forma y el movimiento del asteroide se combinaban para lanzarlo en la dirección opuesta, es decir, contra el suelo. De momento ganaba la inercia, pero la resistencia ya había hecho que el asteroide descendiera varios kilómetros, y a cada kilómetro que descendía el aire se hacía más espeso y la resistencia mayor.

Sería poco riguroso afirmar que el asteroide estaba cayendo; la gravedad de la Tierra apenas ejercía influencia alguna en su rumbo. La velocidad al entrar en la atmósfera era más de dos veces y media superior a la necesaria para escapar a la fuerza de la gravedad de la Tierra, y ahora, esa velocidad había disminuido relativamente poco, sólo 0,9 kilómetros por segundo. No obstante, había otros factores que que podían alterar el rumbo del asteroide con respecto a la superficie terrestre. Entre ellos estaba el incesante progreso de la Tierra en su órbita alrededor del Sol, la curvatura de la Tierra y, en menor medida, la rotación propia de la Tierra, a una velocidad comparativamente lenta de unos mil seiscientos nueve kilómetros por hora. El efecto de la combinación de estos tres factores era que la ruta del asteroide dibujaba una curva como la que dibuja una pelota lanzada con efecto, desviándolo ligeramente hacia el este en su inexorable rumbo hacia el sur, mientras se aproximaba cada vez más a la superficie terrestre.

Escasos segundos después, sobre el mar de Beaufort, al norte de bahía Mackenzie en los Territorios del Noroeste de Canadá, el asteroide alcanzó un punto crítico en su aproximación. Según las leyes físicas cualquier onda de choque generada a una altitud superior a cincuenta y nueve mil metros no alcanza el nivel del suelo, ya que rebota en la zona inferior de la atmósfera, de mayor densidad. En esta ocasión, sin embargo, ciento once segundos después de penetrar en la atmósfera y mientras el asteroide rebasaba los cincuenta y nueve mil metros de altitud, una onda de choque de la potencia del más devastador de los terremotos resquebrajó el cielo candente.

* * *

Más abajo, cerca de Kay Point, al sur de la isla Herschel, los varones de media docena de familias esquimales inuit rastreaban pacientemente la bahía desde sus barcas -unos arpón en mano, otros con rifles de gran calibre-, a la espera de que el sucio lomo blanco y gris de alguna ballena beluga asomara a la superficie. Eran las once treinta y cinco de la noche, pero poco importaba lo avanzado de la hora, tan al norte y en esta época del año, en la «tierra del sol de medianoche». El último amanecer se había producido el 21 de junio, doce días atrás, y para el próximo atardecer, en el 18 de julio, faltaban todavía quince días. A unas decenas de metros de ellos, en tiendas junto a la orilla, dormían sus familias, a la espera de la siguiente captura, para encargarse de desollar y despojar a la ballena blanca de todo lo aprovechable. De pronto, todas las miradas se desviaron hacia el cielo, para contemplar con espanto el espectáculo que ofrecía el firmamento. Pero en cuestión de segundos la visión se adentró en el cielo meridional y desapareció.

Los hombres permanecieron en silencio, paralizados, unos instantes después del paso del asteroide. Luego, al unísono, empezaron a gritarse unos a otros en su lengua nativa; la emoción era tal que por unos momentos ignoraron por completo la pareja de ballenas beluga que había salido a la superficie a escasos veinte metros de donde se encontraban. Entonces alguien las señaló y avisó a los demás. Aquellos cuyas barcas estaban más próximas a las ballenas desecharon el asteroide de sus pensamientos y se pusieron manos a la obra; arrancaron los pequeños motores fueraborda y acercaron cuanto pudieron sus embarcaciones de cinco metros a las despreocupadas ballenas. A la proa de cada barca se habían apostado ya dos hombres que, de pie, sostenían, uno, un arpón de mano atado por una cuerda a dos barriles metálicos de cerveza vacíos, y el otro, un rifle, con el que remataría la faena tan pronto el arpón hiciera blanco.

A una velocidad de trescientos treinta y cinco metros por segundo, pasaron tres minutos antes de que la onda de choque del asteroide alcanzara las barcas, más abajo. Cuando lo hizo, las golpeó como lo hubiera hecho un muro de ladrillo, haciendo añicos, como si de cristal barato se tratara, los cascos de fibra de vidrio, astillando los huesos de los hombres y sus familias como madera de balsa y reduciendo sus cuerpos a sacos informes.

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Detrás del asteroide se formó un tremendo vacío que la atmósfera circundante se apresuró en llenar, creando una cola de aire sobresaturado sobre el océano Ártico y una racha de viento que al rizarse formó hileras e hileras de enormes ciclones, como remolinos detrás de una barca de pedales.

Para los habitantes de Kaktovik, en Alaska, doscientos un kilómetros más al oeste, el asteroide apareció en el cielo como una gigantesca estrella en llamas. (Pasaron ocho minutos y medio antes de que las primeras rachas de viento les alcanzaran; apenas dos minutos después, el pueblo entero había desaparecido en el mar Ártico y con él todos sus residentes.) Para los desafortunados esquimales inuit de Kay Point, emplazados directamente bajo el asteroide, había sido como si el sol de medianoche explotara. Doce segundos después, para las gentes de Fort McPherson, trescientos veintiún kilómetros más al sur, por donde el asteroide pasó a tan sólo cuarenta y un kilómetros de la superficie, fue como si ardiera el firmamento.

Nadie en Fort McPherson entendía lo que estaba ocurriendo. Las noticias sobre el cambio de curso del asteroide empezaban a emitirse ahora por televisión y radio y, al no haber tiempo para recrear simulaciones por ordenador, nadie podía ni siquiera aventurarse a hacer estimaciones sobre el nuevo rumbo del asteroide o sobre dónde y cuándo impactaría contra la Tierra, si es que lo hacía. En Fort McPherson, los adultos señalaban y sus hijos daban palmas regocijados, como ante una exhibición de fuegos de artificio. Casi todos, grandes y pequeños, permanecían despiertos a pesar de lo avanzado de la hora para contemplar el asteroide. Les habían dicho que no iba a verse más que una luz brillante, como una estrella gigante, surcando el cielo a toda velocidad. Pero lo que vieron fue una montaña de fuego del tamaño de la isla de Manhattan que se desmoronaba sobre ellos y los dejaba atrás a una velocidad increíble, seguida de una estela en llamas tan luminosa como la mañana misma. Fue una visión imponente que ninguno tuvo tiempo de asimilar. Cuatro segundos después, cuando el asteroide se encontraba ya ciento seis kilómetros más al sur pero seguía claramente visible por su enorme tamaño, las gentes de Fort McPherson lo seguían contemplando atónitos al tiempo que eran engullidos desde detrás por una onda de calor de proporciones nucleares.

No tuvieron escapatoria, pero la suya fue, por lo menos, una muerte rápida. Todas las personas y objetos situados en un radio de veinticuatro kilómetros al este y al oeste de Fort McPherson fueron incinerados y reducidos a cenizas en escasos segundos. Lo que no se quemó se fundió, y todo fue barrido del lugar por la tremenda onda expansiva del asteroide, y no quedó rastro en el paisaje repentinamente baldío de los hogares, escuelas o vidas de las setecientas veinte almas llenas de vigor que allí habían vivido.